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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (2 page)

BOOK: Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española
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Y si esto es así, se preguntará en estos momentos más de un lector, si es verdad que el rey Juan Carlos I ha ejercido todos estos años un poder político y personal muy superior al que le correspondía constitucionalmente, interviniendo directamente en la gobernación del país por encima de aquellos a los que en ley les correspondía esa tarea por mandato imperativo de las urnas, ¿cómo ha podido hacerlo?; ¿por qué le han dejado los políticos democráticos abusar de sus funciones? Preguntas éstas, sin duda muy importantes, que apuntan directamente al meollo del presente libro y que estoy seguro quedarán oportunamente resueltas conforme nos adentremos en la lectura del mismo, pero que, no por ello, voy a dejar de contestar someramente en estas primeras líneas.

En primer lugar, al que luego reinaría en España con el título de Juan Carlos I siempre le gustó sobremanera el poder, desde muy joven, y de ahí que aspiró a ejercerlo obedeciendo a una desmesurada ambición personal que nunca se molestaría en disimular, sobre todo en su etapa de formación y primeros años de su reinado. Siendo cadete en la Academia General Militar de Zaragoza, en 1958, después de que un sospechoso «accidente familiar» hiciera desaparecer de la carrera por el trono franquista a su desgraciado hermano Alfonso, el preferido de su padre Don Juan (accidente, negligencia grave con resultado de muerte, homicidio por imprudencia o fratricidio premeditado, según el cristal con el que se mire, puesto que ni la policía ni la justicia, en su momento, ni la Historia después se han dignado investigar nada sobre la muerte del infante, ocurrida en Estoril en la Semana Santa de ese año, y que más adelante me voy a permitir analizar en profundidad como historiador y experto en armas), ya se jactaba ante sus compañeros de curso. Así las cosas, echando mano de la ampulosa retórica imperialista del franquismo más ancestral, afirmó que un día, no muy lejano, sería rey de España, de todos los españoles, y que llegado ese venturoso momento no dudaría en ponerse a trabajar con todas sus fuerzas para reverdecer los laureles y las glorias de sus antepasados en el trono.

En segundo lugar, resulta meridianamente claro a estas alturas de la película borbónica que al nuevo monarca colocado en el trono de España por Franco, con el peligro latente que en 1975 representaba todavía el Ejército del extinto dictador, le dejaron hacer y deshacer a su antojo los Gobiernos democráticamente elegidos en las urnas durante la enfáticamente llamada modélica transición, sobre todo los presididos por Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo-Sotelo y Felipe González. Evidentemente, el horno no estaba para bollos en aquella segunda parte de la década de los setenta y primera de los ochenta. Sin paños calientes, debo resaltar que el miedo (por no decir el pánico) a una involución sangrienta era absolutamente indescriptible en la nueva clase política asomada al poder o a sus aledaños, y el rey puesto al frente de la débil nave del Estado español por quien lo había elegido como depositario de su testamento político, se presentaba como el único clavo ardiendo al que poder asirse ante el oscuro (por no decir negro) porvenir democrático que se oteaba por el horizonte.

Y en tercer lugar, a falta de explicarme con mucha más profundidad a su debido tiempo, yo diría que la situación política y social en España llegó a ser tan desesperada en los primeros años del cambio político (y no sólo en el 23-F, sino ya antes con la legalización del PCE, primeras elecciones generales del 15 de junio del 77, dimisión de Suárez, otoño de 1980… etc., etc.,) que a los asustados políticos del consenso, la libertad y la democracia no les quedó otro remedio, como mal menor, que abdicar en parte (en mucha parte, diría yo) de sus funciones y prerrogativas democráticamente recibidas del pueblo español y echarse en manos de un señor sin ninguna legitimidad democrática evidentemente, elevado a la Jefatura del Estado por decisión unipersonal y testicular de un cruel dictador, pero que tenía detrás de él los ya un tanto oxidados (pero, no por ello, menos temibles) cañones de la victoria del Ebro.

Y don Juan Carlos, faltaría más, se daría cuenta enseguida del poder que tenía en sus manos (el de los generales franquistas que ¡ojo!, años después lo tildarían literalmente de «traidor» al Movimiento Nacional e irían contra él) y, ya desde el principio, decidiría usarlo para satisfacer su ego monárquico-imperial, sus ansias de no ser para nada un rey «figurón», un vividor, y poder gobernar
de facto
el país que le había puesto en bandeja el generalísimo de los Ejércitos nacionales. Era actuar todo lo que las circunstancias y la acobardada clase política de la transición le dejaran. Y para ejercer ese poder, castrense fundamentalmente, enseguida se daría cuenta también que necesitaba ser el hombre mejor informado del país (la información es poder en cualquier lugar y circunstancia, pero mucho más aún lo era en la atormentada España de entonces), y que para ello necesitaba dominar los servicios secretos militares, los mejores y más dotados del Estado, y en particular los del Alto Estado Mayor y Presidencia del Gobierno (antiguo SECED de Carrero Blanco), que a partir de 1977 se transformarían en el CESID (Centro Superior de Información de la Defensa). No dudaría, en consecuencia, el último Borbón en llamar a capítulo a La Zarzuela a sus máximos dirigentes y en colocar a sus fieles peones al frente de los mismos a la primera oportunidad (en 1981, después del 23-F, situaría al frente del CESID a su amigo y confidente el monárquico coronel Alonso Manglano); sin menospreciar por ello la valiosa información de todo tipo que le servían, precisa y oportunamente, sus fieles militares de palacio: Armada, Milans, Fernández Campo, el marqués de Mondéjar, Muñoz Grandes… etc., etc.

***

El rey Juan Carlos I ha ejercido pues, como digo, prácticamente desde su ascenso al trono de España, como una especie de super presidente del Gobierno de la nación o, si lo queremos decir de otra manera, como jefe de un Gobierno paralelo en la sombra que decidía y luego presionaba al legítimo para que este hiciese suyas esas previas decisiones regias y las pusiera en circulación como propias. Luz y taquígrafos; así de claro y así de sencillo. La lucecita de El Pardo, a la muerte del dictador, se había mudado subrepticiamente a La Zarzuela para seguir alumbrando el feliz sueño de todos los españoles. A destacar que sobre todo en la etapa de Adolfo Suárez el monarca casi ejerció de «dictador máximo» al utilizar como una marioneta al presidente del Gobierno y futuro duque de Suárez (con fama de duro y de decidido y, sin lugar a dudas, lo era), que desde su designación en 1976 le profesaba una gratitud y una consideración sin límites que le llevarían incluso a perdonarle su «traición» ante los generales franquistas que exigieron, y consiguieron, su cabeza política en bandeja de plata. Todo fue a fin de parar como fuera el golpe involucionista puro y duro que aquéllos preparaban para primeros de mayo de 1981 y que, sin embargo, el rey no lograría desactivar totalmente hasta que el general Armada consumara su tragicómica maniobra de salón, autorizada previamente por la Zarzuela, desencadenada, dentro de su bananera escenificación, en los alrededores del Congreso de los Diputados a partir de las 16:20 horas del famosísimo y penoso 23-F. Pero ello le costaría al sacrificado valido palaciego una fortísima condena de treinta años de prisión militar y la pérdida de su carrera sin que su impávido señor, que lo tacharía públicamente de «traidor», moviera un solo dedo para ayudarle en tan comprometida situación.

Con la llegada de los socialistas al poder, en 1982, el último Borbón todavía se crecería más en su subterráneo poder. Ello fue así porque, en ese momento, ya era plenamente consciente de que dominaba totalmente a los mandos militares después de que éstos se hubieran rendido sin condiciones previas a su regia persona (vía Sabino Fernández Campo) poco antes de que el teniente coronel Tejero diera por concluida su chusca participación en el evento de la Carrera de San Jerónimo de Madrid, en la madrugada del 24 de febrero de 1981. Juan Carlos I era conocedor, asimismo, del terrorífico miedo que los uniformados despertaban en el PSOE, especialmente en Felipe González (que había aprendido muy rápidamente de los errores cometidos por Adolfo Suárez), quien muy pronto acabaría echándose en sus brazos para que le ayudase, ante los antiguos «espadones» franquistas, a que el Ejército, como institución, aceptara de buena gana el espectacular triunfo de su partido en las urnas e, incluso, prestase su colaboración en el futuro para la buena marcha del delicado proceso político en marcha.

El rey aceptaría encantado la petición de los socialistas. Más aún, no tendría la más mínima duda en ayudar a ese partido (que se había encaramado al poder político en España con el espectacular respaldo de diez millones de votos) a desmontar el residual poder fáctico del Ejército franquista; pero, eso sí, fue a costa de ser él, su regia persona, la que diese el visto bueno a todas las decisiones importantes del futuro Gobierno socialista: las legales, las políticamente correctas, las rodeadas de una moralidad incontestable y, también, las otras, las gestadas en las cloacas del Estado, las auspiciadas por los servicios secretos en su guerra sucia contra la banda separatista ETA.

Recibiría para ello el monarca información privilegiada y directa del CESID, desde la misma creación de este organismo centralizado de Inteligencia en 1977. Después, a partir de octubre de 1981, cuando colocó al frente del mismo a su íntimo amigo y confidente el coronel Alonso Manglano, su relación con este centro de información del Estado sería continua, especial, secreta y estrechísima. En concreto, el antiguo «paraca» reconvertido en jefe supremo de los militares/espías españoles, que hizo, sirviendo dócilmente a su amo, una brillantísima carrera militar (de coronel a teniente general sin salir de su despacho de espía y sin cumplir jamás los requisitos reglamentarios para los sucesivos ascensos), le informaría regularmente, durante años y años, en La Zarzuela (a veces a altas horas de la madrugada), facilitándole documentos secretos supersensibles. Emilio Alonso Manglano puso a disposición del último Borbón, una y otra vez, datos y análisis de los distintos departamentos de «La Casa» de los que nunca jamás dispondría (o dispondría mucho más tarde) el Gobierno legítimo de la nación, que sería «puenteado» constantemente por el general y sus esbirros.

Así pues, no debe extrañar a nadie que yo revele, aquí y ahora, que fue el rey, siempre vía Alonso Manglano, el que primero tuvo en sus manos (antes incluso que el propio Felipe González, presidente del Gobierno socialista) la famosísima
Acta Fundacional de los GAL
, siniestro documento de «La Casa» que, tras el visto bueno de las altas instituciones de la nación, pondría en marcha la reprobable e ilegal guerra sucia contra la banda separatista ETA en la primavera de 1983 y que se saldaría con 28 asesinatos de Estado. De la misma manera que años antes, en julio de 1979, sería también el rey el que primero tuviera en su despacho un documento muy similar, confeccionado por el todopoderoso CESID de la época y con los mismos fines: el denominado
Informe-Propuesta sobre la lucha antiterrorista
, que en aquella ocasión sería rechazado con vehemencia por el Gobierno centrista de Adolfo Suárez.

En ocasiones puntuales, cuando la urgencia del asunto o su importancia lo requerían, el fiel director del CESID informaba personal y exclusivamente al rey por teléfono (línea directa y con secráfono, por supuesto), saltándose de ese modo a la torera cualquier condicionamiento jerárquico y lealtad institucional. Asimismo, don Juan Carlos era receptor privilegiado de la información sensible y reservada que generaban los centros de Inteligencia de los tres Ejércitos; si bien, todo hay que decirlo, el de Tierra, con sus máximos responsables tradicionalmente muy poco monárquicos y de extrema derecha, nunca resultaría muy diligente que digamos con su «comandante en jefe» y procuraría reservarse muchos informes; y, aún más, «procesar» todos los datos negativos sobre la Corona que cayeran en sus manos. Hablamos de
dossiers
secretos sobre la figura del rey, su vida privada, sus amoríos, sus manejos políticos, sus intrigas palaciegas, sus afanes económicos… un material del que este modesto autor tuvo precisas referencias en sus cuatro años de destino en la cúpula militar del palacio de Buenavista de Madrid, y qu, estoy seguro de ello, todavía permanece en buena medida en los fondos reservados de la División G-2 (Inteligencia) de ese alto organismo de mando y control de las Fuerzas Armadas. No obstante, esperemos que algún día, no muy lejano, cuando la verdadera democracia se asiente de una vez en este país y el sucesor de Franco, «a título de rey», deje de ser la divinizada figura que ha sido durante tantos años, pase a conocimiento de todos los ciudadanos del Estado español.

Dueño de la abundante y sensible información que le proporcionaban constantemente los centros de Inteligencia de las FAS y sus leales de palacio (militares, pero también algunos políticos), que le convertían, sin exageración de ninguna clase, en la persona mejor informada del país (y, por ende, con más poder de decisión), al rey Juan Carlos le gustaba siempre bromear y «chascarrillear» con los sucesivos presidentes del Gobierno que acudían a La Zarzuela a despachar con él. A éstos, invariablemente con aire trascendente y cómplice, interrogaba sobre los asuntos que en cada momento se encontraban en el candelero político y social del país.

Haciéndose el ignorante, el Borbón, ávido de saber, preocupado por el cariz que en algunos momentos llegaban a tomar determinados acontecimientos, acababa por soltar, siempre entre sonrisas y muy divertido, informaciones que el jefe del Ejecutivo de turno desconocía totalmente. Y, por supuesto, al finalizar el despacho, cuando su perplejo interlocutor todavía no se había repuesto de la sorpresa inicial, Don Juan Carlos se permitía «proponerle», más como amigo que como superior jerárquico institucional, la decisión o decisiones que, según él, un inteligente hombre de Estado debería tomar para reconducir la situación de forma conveniente.

Este peculiar
modus operandi
real sería el guión oficial en muchísimas entrevistas entre el monarca español y sus respectivos jefes de Gobierno durante la transición y de él tendrían puntual conocimiento los medios de Inteligencia militares gracias a la inveterada y enfermiza costumbre del rey Juan Carlos de contar sus mas nimias experiencias personales y políticas a aquellos validos y militares de cámara que le han venido sirviendo dócilmente a lo largo de su extenso reinado. Así ha sido posible que algunas personas, esencialmente castrenses, que siempre hemos tenido muy buenas relaciones con los Servicios de información del Ejército, estemos ahora en posesión de abundantes datos sobre la vida personal y política del último Borbón y que, en consecuencia, a día de hoy, pueda ver la luz un libro como éste.

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