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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (3 page)

BOOK: Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española
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Ésta es una obra que, desde luego, se lo advierto al lector que no lo haya percibido ya por lo que lleva leído, no cuenta, ni contara jamás, con el beneplácito o el
nihil obstat
del monarca que ha reinado y «gobernado» a sus anchas este bendito país desde noviembre de 1975. Lo pudo hacer por la gracia y la cabezonería de un militar medio analfabeto que, después de arrasar la nación española en una cruenta guerra civil y masacrar a decenas de miles de luchadores demócratas, se permitió el lujo, con la perruna aceptación de millones de españoles, eso sí, de «reinstaurar» una monarquía obsoleta y sin sentido en las postrimerías del siglo XX, sacándose de la manga un rey
ad hoc
y dotado genéticamente con el desastroso pedigrí histórico de los Borbones. Ha sido un salto en el vacío que, después de un moderado éxito inicial y de unos cuantos años de paz interior (debido, esencialmente al peligro que durante todo ese tiempo han representado para el pueblo español unas Fuerzas Armadas fascistoides y golpistas) amenaza ahora, a principios del siglo XXI, con llevarnos nuevamente, a los ciudadanos de este país, a los preocupantes primeros años de la década de los treinta; todo ello si no lo remedia, espero que sí, la inteligencia, la paciencia, la tolerancia y el deseo de paz y concordia del, en ocasiones, «aborregado» pueblo español, que lo mismo despide multitudinariamente y con lágrimas en los ojos al feroz dictador que lo reprimió a sangre y fuego durante cuarenta años que recibe con alborozo, papanatismo y doblando la cerviz, al advenedizo príncipe impuesto por el anterior.

Tras el triunfo de los «populares» de Aznar, en 1996, con su reinado «absolutista» ya en franca decadencia, pues ni los años ni la política perdonan en este país, el rey Juan Carlos lo tendría un poco más difícil para seguir mangoneando a sus anchas, ya que de todos es bien conocido el poso antimonárquico y falangista de la derecha española. Pero pronto sabría adaptarse a los nuevos tiempos y encontrar la forma de seguir siendo la «lucecita de El Pardo», aprovechándose de la inicial debilidad del primer Gobierno de Aznar (que no consiguió, como todos sabemos, la mayoría absoluta y tuvo que pedir ayuda a vascos y catalanes) y de su buena relación con Jordi Pujol.

El último Borbón español se escudaría siempre, eso sí, dentro de su peculiar juego de poder en la atormentada España de la transición, en su irresponsabilidad personal, en su inviolabilidad, en la impunidad total que le otorga una magnánima y angelical Constitución hecha a su medida en unos momentos históricos de pánico político y social para, como digo, intervenir, aconsejar, influir, asesorar… al Ejecutivo de turno, democráticamente elegido por el pueblo, en cuantas decisiones importantes tuviera que tomar para la correcta dirección del país. De este modo, hasta se permitiría el lujo, en determinados eventos de especial relevancia (como quedará reflejado con todo detalle a lo largo de las páginas del presente libro), de dirigir personalmente, en secreto y al margen de las leyes, la adecuada solución de los mismos, como en el archifamoso caso de la intentona involucionista del 23-F. Tengamos muy presente que en ésta, saltándose olímpicamente la Carta Magna, conspiró descaradamente con los generales monárquicos Armada y Milans del Bosch para cambiar, por la vía de los hechos consumados, el Gobierno de la nación y tratando de introducir en la vida política española un fantasmal Ejecutivo de concentración/unidad nacional que salvara su corona de las iras de los capitanes generales franquistas; quienes, tachándole de «traidor» al sagrado legado del generalísimo, preparaban un traumático golpe de Estado para primeros de mayo de ese mismo año: 1981. Así,
de facto
, por mucho que la propaganda oficial del Régimen y sus plataformas mediáticas leales hayan destacado todos estos años su providencial papel en la chapucera asonada militar, Juan Carlos I se convertiría en todo un flamante «rey golpista», una figura ciertamente atípica (aunque no única) en la historia española y que sin duda habría acabado en los tribunales en cualquier democracia occidental que se precie de tal.

En las paginas que siguen, amigo lector, voy a intentar desmontar, desde la verdad y el conocimiento profundo de su reinado a través de múltiples testimonios de los servicios secretos militares, el mito creado en este país sobre la figura de Juan Carlos I. No es de recibo que siempre nos lo han presentado como un hombre providencial, honrado, desinteresado, altruista, amante de la democracia, alguien que ha pilotado una transición modélica del franquismo a la libertad… cuando la realidad es muy otra…

La otra cara de la moneda nos presenta a un monarca de una gran ambición personal, desleal con sus subordinados, traidor a sus amigos, egoísta sin límites conocidos, defensor a ultranza de sus prerrogativas reales, manipulador nato de su entorno personal y familiar. Hablamos de un personaje que no dudó un instante en abrazar la causa de la dictadura franquista para, a través de ella y de su supuesta lealtad al apolillado Movimiento Nacional, acceder al trono de España pisoteando la figura de su propio padre, y que luego, lejos de ceñirse a su modesto papel constitucional de rey que «reina pero no gobierna», ha intrigado, conspirado, intervenido, dirigido como ha querido (tras las bambalinas, por supuesto) la política de este país. Lo ha hecho apoyándose en el Ejército y en los servicios secretos castrenses, con los que no dudó nunca en presionar, una y otra vez, a los dirigentes políticos democráticos de turno, que no tuvieron más remedio que «cohabitar» con él en la gobernación del Estado si no querían llevar al país a una nueva noche de dictadura militar. Y todo ello lo hizo dejando de paso, tirados en el camino, sin ningún remordimiento de conciencia, los «cadáveres» políticos, militares, financieros, familiares, palaciegos… de todos aquellos que eran sus amigos, confidentes, validos y subordinados, los que fueran necesarios para conseguir mantenerse en el trono y lograr sus ambiciosos planes personales.

¡Ah si algún día se decidieran a hablar públicamente, sin miedos ni tapujos de ninguna clase, personajes del llamado «entorno real» (cada día que pasa van quedando menos en situación de hacerlo) como Armada, Fernández Campo, Mondéjar, Muñoz Grandes, Felipe González, Conde, De la Rosa, Prado y Colón de Carvajal… que saben y esconden tantas cosas, muchas de ellas, afortunadamente para la historia que tarde o temprano se escribirá en este país por pluma imparcial, recogidas y guardadas en documentos secretos de los servicios de Inteligencia militares (los conocidos en el argot de los servicios de Información castrenses como MSCR), que en su día, estoy seguro de ello, verán la luz! Todo llegará, amigo lector, pero de momento (y no es poco), lo que sí tiene en sus manos es un libro honesto, veraz, valiente, necesario, quizá escandaloso… que le va a permitir empezar a conocer los oscuros hechos y las peligrosas aventuras políticas y militares protagonizadas durante más de treinta años por el que sin duda será (así lo esperamos muchos españoles verdaderamente demócratas) el último de los Borbones que haya reinado (y gobernado) en este país.

1. FRANCO QUISO HACERLO SOLDADO

El Régimen franquista busca heredero con pedigrí. -Franco se fija en el hijo mayor del conde de Barcelona, un muchacho introvertido y mediocre que puede servir perfectamente a sus fines. -Pero antes que rey deberá ser soldado. -Viaje a España. -La etapa Montellano. -Ingreso en la Academia General. -Los «sábados, sabadetes…» del cadete
Juanito
.

La victoria de las democracias occidentales y la URSS sobre el Eje, en 1945, largamente anunciada y trabajosamente conseguida, pondría al dictador Franco, tras sus largos años de devaneos políticos y militares con nazis y fascistas (iniciados en los prolegómenos de la Guerra Civil Española y substanciados en una copiosa y determinante ayuda militar, continuados después a lo largo de la magna contienda mundial a través de contactos personales y directos con Hitler y Mussolini y con el envío, por parte de España, de la famosa División Azul), en una situación personal y política harto difícil, abriendo para el Régimen que dirigía un período de convulsiones internas y peligro externo que podía llevarlo a su desaparición física.

En consecuencia, en el plano interno, el amplio abanico de colaboradores necesarios del franquismo: monárquicos, militares, falangistas …, muchos de ellos situados en puestos clave del sistema pero temerosos de un vuelco espectacular en la situación, empezaría enseguida a tomar posiciones, a conspirar en secreto y a unir fuerzas para estar en las mejores condiciones de sobrevivir ante la eventualidad de que las potencias vencedoras en la mayor conflagración de la Historia decidieran acabar de una vez por todas con el torpe general español (pero astuto político) que, después de liderar una chapucera rebelión militar contra la desarmada II República española y enfrascarse con ella en una larga y absurda guerra de desgaste de tres años de duración, regía con mano de hierro la devastada España de la posguerra desde abril de 1939.

El heredero de la dinastía borbónica, don Juan, conde de Barcelona, como jefe espiritual del
lobby
monárquico que dentro de España había conspirado contra la República y a favor de la drástica intervención del Ejército, también pondría enseguida en marcha su particular estrategia para recuperar el trono que su padre había dejado vacante en el año 1931, acercándose todo lo posible a Madrid. Por eso asentó «sus reales» en Estoril (Portugal) el 2 de febrero de 1946 e inició una urgente guerra psicológica contra Franco, planificada por su entorno de asesores y aduladores, tendente a conseguir que el general abandonara cuanto antes, y de buena fe, el caudillaje que él mismo se había arrogado sobre España y se aviniera a una restauración monárquica en la persona que en aquel momento ostentaba todos los derechos dinásticos, o sea él mismo.

No obstante, muy pronto sería consciente el hijo de Alfonso XIII de que el autócrata gallego, después de años de saborear las mieles de un poder absoluto, omnímodo, feudal… y con un numerosísimo y fiel Ejército detrás que lo adoraba como al providencial líder capaz de llevarlo a la victoria sobre los enemigos de la patria, no estaba muy dispuesto a ceder ese poder a nadie, por muchos derechos que exhibiera, mientras le quedara un hálito de vida. Así, una de las primeras noticias que sus fieles le transmitirían a don Juan en su recién ocupada residencia de Estoril (Villa Papoila, una casa prestada por los marqueses de Pelayo), serían las confidencias de Franco al general Martínez Campos, duque de la Torre, que habían corrido como la pólvora por los mentideros castrenses y políticos de Madrid semanas antes. Según estos rumores, el generalísimo le había transmitido al general sus más íntimos pensamientos en forma de lapidaria frase para la historia: «Yo no haré la tontería que hizo Primo de Rivera. Yo no dimito. De aquí al cementerio». Era algo que, evidentemente, no dejaba lugar a dudas sobre las auténticas intenciones del dictador.

Los altos mandos militares, los generales que habían ayudado a Franco a ganar su particular «cruzada» contra el comunismo, la masonería y «los enemigos de la patria…» también daban muestras de nerviosismo creciente conforme iban llegando a nuestro país los espantosos pormenores de la debacle del nazismo en Europa y del Imperio del Sol Naciente en el Pacifico/Asia. España, a pesar de las baladronadas castrenses del sátrapa (un millón de soldados listos para defender del comunismo la capital de Alemania) y de la profusa propaganda oficial, se encontraba arruinada, destruida, desarmada (casi todo el material de guerra servido por alemanes e italianos para vencer a la República era ya pura chatarra), desmoralizada, dividida y, sobre todo, sola. Se hallaba aislada ante el peligro de unas potencias vencedoras capitaneadas por unos Estados Unidos de América que, con la guerra mundial, habían dado el gran salto adelante, convirtiéndose en el líder mundial indiscutible al estar en posesión en solitario del arma total: la bomba atómica.

Algunos de estos militares (altos mandos, pero también de categoría intermedia), monárquicos en su mayoría, empezarían a «moverse» en los cuarteles y a conspirar secretamente en favor de una pronta restauración de la Casa de Borbón. Sin romper totalmente con su generalísimo (nadie ponía todavía en cuestión, a mediados de la década de los cuarenta, su apabullante victoria sobre el comunismo), sí dejaban entrever posiciones políticas cada vez más cercanas a una posible y deseada renuncia de Francisco Franco defendiendo la teoría, asumida plenamente por el clan de Estoril, de que el mando supremo del carismático militar sobre los Ejércitos nacionales y la jefatura del nuevo Estado salido del 18 de julio de 1936 le habían sido otorgados por sus compañeros de generalato en circunstancias extremas y únicamente mientras durara la Guerra Civil, como un instrumento indispensable para ganarla y con el fin último de restaurar la Corona borbónica en cuanto las circunstancias así lo permitieran.

Franco, que, una vez más, maniobraría con astucia y suma prudencia para enfrentar el peligro borbónico representado por don Juan, actuó sin embargo con mano de hierro para hacer valer su autoridad sobre sus propios compañeros del Ejército que conspiraban contra él. Ya el 25 de agosto de 1945 había destituido al general Kindelán como director de la Escuela Superior del Ejército por un discurso fervientemente monárquico en el que, sin pelos en la lengua, había solicitado la colaboración de las Fuerzas Armadas para colocar cuanto antes la corona de España en las sienes del pretendiente de la Casa de Borbón. El día 13 de febrero de 1946, con motivo de la publicación de un
Saluda
firmado por 458 personalidades del Estado español (políticos, empresarios, aristócratas, catedráticos) en el que mostraban su alborozo por la llegada de don Juan a Portugal, instando a su próxima coronación como rey de España, ordenó la detención y posterior encarcelamiento de Alfredo Kindelán, firmante del documento y considerado por los servicios secretos del Régimen como la cabeza visible del movimiento monárquico dentro del Ejército. Fue una orden que sólo revocaría a regañadientes, enviándole desterrado a Canarias, por la presión de varios compañeros del detenido y por la precaria salud del general. Esta dura reacción de Franco contra el monarquismo militar beligerante, representado por el general Kindelán, desactivaría abruptamente cualquier veleidad futura en los cuarteles donde, por otra parte, seguían siendo una amplia mayoría los profesionales que, a pesar de las dificultades, formaban una piña alrededor de su generalísimo y no contemplaban, ni personal ni colectivamente, ninguna posibilidad política para este país que no pasara por su continuación
sine die
en la jefatura del Estado.

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