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Authors: Amadeo Martínez-Inglés

Tags: #Política, #Opinión

Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española (7 page)

BOOK: Juan Carlos I el último Borbón : las mentiras de la monarquía española
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Y es que desde siempre un buen rey, lo que se dice un buen rey, ha debido saber lucir bien el uniforme militar en fiestas, recepciones y saraos regios. Sin uniforme militar un monarca se queda en nada, pierde autoridad ante sus súbditos, no da bien en fotografías y reportajes y, además, es mucho más vulnerable a los vientos republicanos de toda índole que pueden surgir por los cuatro puntos cardinales. Yo creo que por todas estas consideraciones, y algunas más que irán saliendo a lo largo del presente libro, el caudillo rebelde Franco se decantó firmemente por un rey como sucesor suyo en la jefatura del Estado; pero no por un rey cualquiera, sino por todo un rey/soldado, con uniforme militar como él y con ansias de mando como él.

Sin los entorchados de general, sin saber mandar y sin poder utilizar con cierta maestría todas las armas de las que los Ejércitos disponen (aunque al bueno de
Juanito
parece ser que la instrucción sobre el uso de armas portátiles recibida durante seis meses en la Academia de Zaragoza no le ayudó mucho ¿o sí? cuando en la trágica Semana Santa familiar de 1956 mató a su hermano Alfonso de un disparo en la cabeza efectuado con su pistola semiautomática) nunca hubiera podido subir al trono de España el tímido muchacho de pocas luces y espíritu vacilante que, a primeros de enero de 1955, fue recibido en la puerta del palacio de Montellano en Madrid por el autoritario general Martínez Campos y un reducido grupo de profesores vestidos de uniforme.

Era la elitista plantilla castrense que en aquellos momentos tenía como única y trascendental misión, emanada de lo más alto del Estado franquista, la de convertir a aquél acomplejado joven de sangre azul en un militar figurón, de pega, de fachada, falso… pero que, sabiendo llevar con soltura y empaque el uniforme de «príncipe de la milicia» y comportándose como tal en recepciones, desfiles, actos sociales, conmemoraciones franquistas y fiestas religiosas de guardar con palio incluido, fuera capaz de dar continuidad al sistema autoritario apoyándose en el Ejército y utilizando a discreción el dictatorial ordenamiento legal puesto en marcha por su predecesor en la Jefatura del Estado, el caudillo Franco. Al sufrido y arruinado pueblo español, pensaban, le iba a preocupar muy poco, como históricamente ha quedado demostrado en el pasado, que el monarca elegido por el autócrata para ser «instaurado» en el trono, tras su muerte, llevara algo en su cabeza, además de la corona, que le permitiera hacer algo medianamente de provecho para el pueblo; y sí el que, en una situación tan agónica como la de la España de los años 50, supiera mantener la paz (la paz de los cementerios franquistas) y seguir dando trabajo y pan a la amplia masa de desheredados que poblaba el país.

La plantilla de profesores que el viejo y autoritario general don Carlos Martínez Campos, duque de la Torre (que no dudaría en lamentarse con sorna, ante sus amigos y subordinados, al tener que asumir a su edad una labor tan delicada como la de instruir y educar a un infante; él, que nunca supo hacerse entender por sus numerosos hijos) había reunido en Montellano para tratar de hacer aflorar en el joven
Juanito
el espíritu militar y las dotes castrenses que, con toda seguridad, los augustos genes de sus antepasados borbónicos habían dejado en su alma, no tenía desperdicio alguno y desde luego decía mucho sobre la clase de educación (general y castrense) que iba a recibir en los siguientes meses, hasta el verano de 1955, el distinguido aspirante a caballero cadete de la Academia General Militar (AGM) de Zaragoza. Como ayudante suyo y coordinador general del selecto grupo de profesores había nombrado al comandante de Artillería Alfonso Armada Comyn, hijo del marqués de Santa Cruz de Rivadulla, quien después de los meses que pasaría en Montellano con Juan Carlos de Borbón ya no se separaría de él, tanto en su etapa de infante, príncipe o como de rey de España, ostentando toda clase de cargos (ayudante del preceptor, ayudante del infante, secretario de la Casa del Príncipe, secretario general de la Casa del Rey…) hasta el 23 de febrero de 1981 en que, tras los hechos ocurridos en España aquel recordado día, sería defenestrado sin contemplaciones por su amo y señor después de ser tachado por él de traidor, miserable y desleal.

Para desempeñar el cargo de profesor de Infantería del infante fue designado el comandante Joaquín Valenzuela, marqués de Valenzuela de Tahuarda, destinado en la Academia General Militar de Zaragoza y que al año siguiente, con Juan Carlos convertido ya en todo un caballero cadete del Ejército español, pasaría a ocuparse con dedicación absoluta de todos aquellos problemas (personales y no personales) que pudieran afectar a tan distinguido alumno. Sin embargo, por diferencias que surgirían enseguida con el todopoderoso duque/preceptor sería sustituido en el curso siguiente por el comandante Cabeza Calahorra, más tarde polémico capitán general de Zaragoza y defensor del general Milans del Bosch en el proceso del 23-F.

Como profesor de Caballería, Caza y Deportes, se había incorporado a la singular residencia premilitar de Montellano otro comandante del Ejército ya madurito (pues había cumplido los 50 años de edad) que, siguiendo la estela de Armada, pronto se convertiría en perpetua sombra protectora del bueno de
Juanito
, tanto en su etapa de aspirante a la Corona de España como en la de glorioso disfrute de la misma: Nicolás de Cotoner, conde de Tendilla y después marqués de Mondéjar, Grande de España y gran admirador de Franco, a favor del cual había luchado en la Guerra Civil.

La difícil misión de enseñarle al joven infante las matemáticas necesarias para poder hacer un mediano papel dentro de la Academia Militar zaragozana recayó en dos probos oficiales: el capitán de corbeta de la Marina española Álvaro Fontanals Barón, gran educador y con amplia experiencia en la preparación para el ingreso en los centros superiores militares, y el comandante de Aviación Emilio García Conde, piloto con gran prestigio dentro de su Ejército. Pero en esta ocasión, por la nula predisposición de su alumno y su escandalosa falta de aptitudes, ambos tendrían que hacer frente a una de las papeletas más difíciles de su vida profesional; que a pesar de todo llegarían a resolver con discreción y paciencia, aunque con unos resultados mas bien modestos.

El capellán de la «residencia» (según la denominación impuesta por su director, el general Martínez Campos) era el padre José Manuel Aguilar, un cura dominico que era cuñado del ministro de Educación, Joaquín Ruiz-Giménez. Completando la plantilla de educadores, como profesor de Historia, figuraba Ángel López Amo, catedrático de la Universidad de Santiago de Compostela y miembro del Opus Dei.

Para empezar a forjar el carácter del joven aspirante a cadete del Ejército español, el general Martínez Campos le impuso a
Juanito
en Montellano un horario inflexible y duro que apenas le dejaba tiempo libre. Le despertaban cada día a las 07:45 horas y a continuación disponía de tres cuartos de hora para asearse, desayunar, asistir a misa en la capilla y hojear con rapidez los periódicos de la mañana. A las 09,30 era acompañado por el capitán de corbeta Álvaro Fontanals Barón al Colegio de Huérfanos de la Armada de Madrid, donde asistía a tres clases colectivas y a una sesión de educación física, hasta las 13:15 horas. Después de la comida en la casa-palacio tenía un par de horas de cierta libertad para montar a caballo o hacer deporte en la Casa de Campo. A las cinco de la tarde volvía a asistir a varias clases y sesiones de estudio, hasta las 20:50. La cena era servida a las 21:30 horas y el «toque de silencio» sonaba indefectiblemente en la mansión a las diez y media de la noche, debiendo el ajetreado infante acostarse y respetarlo escrupulosamente.

El preceptor, muy preocupado con el feliz resultado de la trascendental misión que le habían impuesto, no quería que el regio educando que tenía en sus manos perdiese un minuto del escaso tiempo del que disponía para prepararse adecuadamente para el ingreso en la Academia General Militar (apenas cinco meses) y le vigilaba y controlaba las 24 horas del día. Permitía las visitas de un reducido y selecto grupo de amigos del muchacho que, de vez en cuando, se reunían con él para charlar, jugar, montar a caballo o hacer deporte, pero era con carácter muy esporádico y siempre con la previa autorización y la presencia de un profesor. Sin embargo, esas condiciones draconianas no eran exigidas en las continuas y muy frecuentes entrevistas del infante con su gran amigo del alma, Miguel Primo de Rivera y Urquijo, que tenía entrada libre en Montellano a cualquier hora del día o de la noche.

Al duque de la Torre, le gustaba, eso sí, organizar charlas, normalmente con cena incluida, en las que
Juanito
debía compartir mesa y mantel con importantes y variopintas figuras de la Iglesia, la Falange, el Ejército, el Opus Dei y el mundo empresarial. Eran encuentros, casi nunca del agrado del joven estudiante, que éste afrontaba siempre con cara de circunstancias y como un sagrado deber que debía cumplir. Al fin y al cabo, como reconocería con desparpajo bastantes años después, siendo ya rey de España, al recordar sus tediosos encuentros con Franco, su objetivo lo tuvo muy claro desde muy joven en estas textuales declaraciones: «El general era a veces muy difícil de soportar. Pero yo me había convencido de una vez por todas de que para llegar a mis fines tenía que aguantar muchas cosas. El objetivo valía la pena.» Ese objetivo, como todos los españoles sabemos ahora, era ni más ni menos que la vuelta de los Borbones (de cualquier manera y a cualquier precio, incluida la traición familiar y el perjurio), al trono de España.

Con relativa frecuencia, el duque de la Torre acompañaba a Juan Carlos a El Pardo para rendir pleitesía al caudillo, quien sometía al joven a interrogatorios inmisericordes y a intensísimas lecciones de Historia de España. Estas visitas acabaron gustando tanto al dictador que decidió institucionalizarlas y someterlas a reglamento, ordenando al general/preceptor que, como mínimo, tuvieran lugar una vez al mes. Franco no quería perder ni un ápice de su influencia personal y política sobre el infante, al que de momento tenía como número uno en su particular lista de sucesores con corona, pero al que quería vigilar muy de cerca, de cara a constatar su perfecta idoneidad para asumir tan trascendental tarea histórica. Todo era en dura competición con los otros candidatos, entre los que se encontraban (o podían encontrarse, en un próximo futuro) el segundo hijo de don Juan, Alfonso, los dos hijos de don Jaime, Alfonso y Gonzalo, y ¿por qué no? el propio nieto del dictador, nacido el 9 de diciembre de 1954, y que con el nombre de Francisco Franco Martínez-Bordiú (tras el oportuno cambio en el orden de apellidos) se había convertido en potencial heredero de su abuelo.

Que la elección del heredero no estaba cerrada en los primeros meses de 1955 lo prueba la contestación negativa de Franco, un par de años después, al conde de Ruiseñada cuando éste le pidió permiso para que
Juanito
presidiera, en el primer aniversario de la muerte de su hermano Alfonso, el descubrimiento de un busto en memoria del infante desaparecido. Esto fue lo que le ordenó textualmente el autócrata: «Llame a su primo Alfonso de Borbón Dampierre. Quiero que le cultive usted, Ruiseñada. Porque si el hijo nos sale rana, como nos ha salido el padre, habrá que pensar en don Alfonso»

Hay una anécdota de la vida en Montellano, aparentemente intrascendente pero que nos presenta con suma nitidez el peculiar ambiente en el que se desenvolvía Juan Carlos en aquella atípica residencia premilitar, así como la idea de propiedad privada que los jerarcas del Régimen franquista tenían de la España de la época. En una excursión al castillo de la Mota (Valladolid), sede de la dirección de la Sección Femenina, a Juan Carlos, que viajaba en el Mercedes de su profesor y acompañante, el comandante Emilio García Conde, se le ocurrió la peregrina idea de conducir tan lujoso automóvil. No tenía carné, pero a pesar de todo el militar, haciendo gala de tan escaso sentido común como su joven alumno, le cedió sin rechistar los mandos del coche.

Después sucedió que en un paso a nivel el inexperto conductor atropelló a un ciclista, que cayó al suelo con el pantalón roto y algunas magulladuras leves. El comandante García Conde bajó rápidamente del automóvil y puso en la mano del sufrido ciclista unos cuantos billetes, le dio una palmadita en el hombro y dio por terminado el incidente. La cosa no pasó a mayores aunque al duque/preceptor, que viajaba en otro vehículo, no le gustó para nada la solución dada por Conde al desagradable asunto provocado por el infante y le ordenó que inmediatamente buscara al ciclista, le retirara el dinero que le había entregado y diera parte de todo lo acontecido a la Guardia Civil, no fuera que el accidentado, al no conocer la identidad del «Fangio» regio que le había atropellado, acudiera a la autoridad competente y el pequeño accidente acabara en escándalo político y periodístico al evidenciar un corrupto intento por parte del primogénito de don Juan de evadir sus propias responsabilidades. La cosa terminaría sólo unos días después (las dictaduras son como son y España, en aquellos desgraciados momentos, era una de primera división) cuando el duque de la Torre recibió directamente del ministro de Obras Públicas un flamante carné de conducir para que se lo hiciera llegar al bueno de
Juanito
. Éste, como premio a su caprichoso y peligroso proceder, dispondría así del salvoconducto oficial para poder seguir haciendo de las suyas al volante de cualquier automóvil, preferentemente de la marca Mercedes; por lo menos algunos meses más, pues las primeras lecciones reglamentadas de conducir, que se sepa, las recibió siendo ya cadete en la Academia General Militar de Zaragoza.

Los meses de preparación militar del futuro cadete Borbón pasaron raudos a pesar de la disciplina prusiana impuesta por el duque de la Torre en Montellano. De ese modo, a primeros de mayo de 1955, fecha en la que comenzaban los exámenes para el ingreso en la Academia General Militar, el general decidió plantearle a Franco la necesidad (o por lo menos la conveniencia, de cara a la futura «carrera» militar del infante) de que Juan Carlos se sometiera a los mismos, como un aspirante más… A Franco la idea le pareció pueril e innecesaria, pero ante la terca insistencia del preceptor del muchacho y lo plausible que había resultado hasta entonces su rígida actuación con él, acabó transigiendo con el «teatrillo castrense» (en el argot militar, montaje exhaustivamente preparado y ensayado relacionado con las actividades propias de los Ejércitos y cuyo fin es esencialmente la publicidad y propaganda de las mismas, engañando descaradamente a la opinión pública y en especial a los políticos relacionados con la Defensa) que, contra viento y marea, para evidenciar públicamente los notables progresos que, bajo su autoridad, había experimentado el regio aspirante, estaba dispuesto a montar en Zaragoza el autoritario duque.

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