—¿No se lo vas a decir a nadie?
—A nadie.
—Pues porque no quería ir a la guerra.
Dicho esto, los dos caminamos un rato en silencio. Mientras caminábamos juntos, la cabeza del hombre carnero se movía a la altura de mi hombro.
—¿La guerra contra qué país? —inquirí.
—No lo sé —dijo entre toses el hombre carnero—. La cosa es que no quiero ir a la guerra, y por eso hago de carnero. Mientras sea un carnero, nadie me sacará de aquí.
—¿Naciste en la ciudad de Junitaki?
—Ajajá. Pero no se lo digas a nadie.
—No lo diré —le respondí—. ¿No te gusta la ciudad?
—¿Esa de ahí abajo?
—Ajá.
—No, está llena de soldados… —Y tosió de nuevo—. Y tú, ¿de dónde has venido?
—De Tokio.
—¿Has oído hablar de la guerra?
—¡Qué va!
Con esto, el hombre carnero pareció perder todo interés por mí. Ya no hablamos hasta llegar al prado.
—¿No quieres pasarte por casa? —le pregunté.
—Tengo que hacer los preparativos para el invierno, y ando muy ocupado —se excusó—. Otro día será.
—Tengo ganas de ver a mi amigo. Necesitaría verlo en el plazo de una semana.
El hombre carnero agitó tristemente la cabeza. Las orejas se le movieron.
—Lo siento pero, como te dije antes, no puedo intervenir en ese asunto.
—Basta con que me digas lo que puedas, si se da el caso.
—¡Ajá! —murmuró el hombre carnero, como asintiendo.
—Muchísimas gracias —le dije.
Con esto, nos separamos.
—Cuando salgas a pasear, no te olvides por nada del mundo de la campanita —insistió mientras se alejaba.
Volví a la casa mientras el hombre carnero se perdió, como la otra vez, por entre el bosque del este. La pradera, con su silencioso verdor sumido en los tintes del invierno, nos separaba al uno del otro.
Aquella tarde, me puse a hacer pan. El libro
Cómo hacer pan,
que encontré en la habitación del Ratón, era un manual primorosamente escrito; en su portada iba la siguiente recomendación: «Si sabes leer lo escrito, también tú podrás hacer pan con toda facilidad». Y en verdad, así era. Siguiendo las indicaciones del libro, con facilidad —de veras— logré hacer pan. El fragante olor a pan inundó la casa, atemperando gratamente su atmósfera. En punto a sabor, tampoco la prueba quedaba nada mal, para un principiante. En la cocina había harina de trigo y levadura en abundancia, de modo que en el caso de que hubiera de estarme allí todo el invierno, podría pasarlo sin preocuparme por el pan, al menos. También había arroz y espaguetis en cantidad.
Por la tarde tomé pan, ensalada y huevos con jamón. Como postre de la cena, melocotón en almíbar.
A la mañana siguiente cocí arroz, y me hice un arroz frito guarnecido con salmón en conserva, verduras tiernas y setas.
Al mediodía descongelé una tarta de queso, y me la tomé acompañada de un té con leche, bastante cargado.
A las tres merendé, helado de avellanas con un chorrito de Cointreau.
A últimas horas de la tarde asé al horno un muslo de pollo, y me lo comí para cenar con sopa enlatada Campbell.
De nuevo iba engordando.
A primeras horas de la tarde del noveno día, cuando echaba un vistazo a los libros de la estantería, descubrí un viejo libro que, por las trazas, parecía haber sido leído recientemente. Por encima estaba singularmente limpio de polvo, y su lomo sobresalía un poco de la fila.
Lo saqué de su estante, me lo llevé a una butaca, y me puse a hojearlo. Era un libro publicado durante la guerra, y titulado
La estirpe del ideal panasiático.
Su papel era tremendamente malo, y al pasar las páginas despedía olor a moho. El contenido, como cabía esperar según la fecha de su publicación, era pura propaganda. A cada tres páginas invitaba a bostezar, de aburrido que era. Con todo, en algunas páginas alguien le había metido el lápiz, con ánimo de censura. Sobre el intento de golpe de Estado del 26 de febrero de 1936 no había una sola línea.
Mientras hojeaba, más que leía, el libro, me llamó la atención un papel blanco que estaba metido entre sus páginas finales. Después de haber estado viendo tanto papel amarillento, la visión de aquel trozo de papel blanco tenía cierto aire de milagro. En la página de la derecha del lugar marcado por el papel había un apéndice recopilador; en él se reseñaban datos de todos los personajes habidos y por haber —famosos o desconocidos— del ideal panasiático: nombre, fecha de nacimiento, lugar de residencia habitual. Al irlos recorriendo con la vista de arriba abajo, hacia el centro me di de manos a boca con el nombre del jefe. Era el mismísimo jefe, el poseído en tiempos por un carnero, que había sido la causa de mi venida a estos lugares. Su lugar de residencia habitual: Junitaki, Hokkaidô.
Con el libro aún abierto sobre mis rodillas, me quedé por un momento con la mente en blanco. Pasó un largo rato hasta que las últimas palabras leídas se asentaron en mi cabeza. Era como si alguien me hubiera golpeado en la nuca con algo sin pensárselo dos veces.
Tenía que haberme dado cuenta. Desde el principio, tenía que haberme dado cuenta. Cuando llegó a mis oídos que el jefe procedía de una familia campesina de Hokkaidô, tenía que haber tomado buena nota de ello. Por mucha habilidad que el jefe pusiera en juego para borrar su pasado, tenía que haber a la fuerza algún sistema de investigarlo. Aquel secretario del traje negro no habría tenido inconveniente en hacer las pesquisas oportunas.
Pero ¡qué disparate!
Sacudí desengañado la cabeza.
Resulta inconcebible pensar que el secretario no hubiera investigado el asunto. No era tan tonto como para descuidar una cosa así. Aun cuando un detalle pareciera de lo más nimio, no podía permitirse dejar cabos sueltos. Bien que los tenía todos atados a la hora de enfrentarse con mis posibles acciones y reacciones.
Él estaba previamente enterado de todo.
Era absurdo pensar otra cosa. Y encima, se impuso expresamente la tarea de persuadirme, o —mejor dicho— de amenazarme, para conseguir atraerme a aquel lugar. ¿Por qué? Tratándose de ejecutar cualquier misión, él se hallaba, desde luego, en una posición infinitamente mejor que la mía para salir airoso del lance. Si por el motivo que fuera, tenía necesariamente que utilizarme, habría podido comunicarme desde el principio un dato tan simple como era el nombre del lugar.
Al calmárseme el torbellino de la confusión, le tocó el turno a la irritación, que empezó a hacer presa de mí. Me sentía acosado por un conjunto de circunstancias ridículas y erróneas. El Ratón sabía, seguramente, cosas. Y a su vez, aquel hombre del traje negro también sabía cosas. Solamente a mí me tenían casi en ayunas de lo que ocurría, plantado en medio del lío como un pasmarote. Era evidente que mis especulaciones siempre resultaban erróneas y que mis actos raramente conseguían lo que se proponían. Había ocurrido a lo largo de toda mi vida y seguramente seguiría ocurriendo, de modo que no podía echar las culpas a nadie más que a mí mismo. A pesar de todo ello, ellos no tenían por qué utilizarme de tan mala manera.
Pero me habían utilizado, me habían exprimido, habían abatido el último arresto de energía que me quedaba, el último, realmente, por tierra.
Me entraron ganas de abandonar mi misión y lanzarme monte abajo sin más dilaciones. Pero tampoco eso conducía a nada. Estaba demasiado metido en aquel asunto para zafarme de él sin más. El recurso más fácil sería echarme a llorar dando voces, pero llorar tampoco conducía a ninguna parte. Puestos a llorar, había cosas que merecían más lágrimas, como bien sabía.
Fui a la cocina por una botella de whisky y un vaso. Ya en el salón, me serví un buen vaso. Fue la única idea que se me ocurrió.
En la mañana del décimo día, me resolvía a olvidarlo todo. Ya había perdido con creces todo lo que tenía que perder.
Aquella mañana, en plena carrerita por el campo, empezó a caer la segunda nevada. Una pegajosa aguanieve, que se tomó decididamente en granizo; y una nieve opaca, por fin. Lejos de la ligereza de la nieve anterior, esta de ahora se apelmazaba desagradablemente en torno al cuerpo. Desistí de la carrera, volví a la casa, y calenté agua para el baño japonés. Y mientras se iba calentando, permanecí sentado ante la estufa; pero no se me atemperaba el cuerpo. Una húmeda gelidez se me había infiltrado hasta la médula. Aun quitándome los guantes, no podía doblar las últimas articulaciones de mis dedos, y mis oídos parecían ir a estallar de un momento a otro en jirones ardientes de dolor. Por todo el cuerpo sentía una aspereza comparable a la del papel de estraza.
Después de pasarme media hora metido en el baño, y de beberme un té con su buena copa de coñac disuelta, el cuerpo se me puso por fin en condiciones, aunque durante dos horas todavía me sobrevenían de vez en cuando tiritones intermitentes. Había llegado pues, el invierno a la montaña.
La nieve siguió cayendo hasta el anochecer, y la pradera se vio cubierta por un manto blanco. Cuando las tinieblas de la noche envolvían el panorama, la nevada cesó, y acudió de nuevo, como neblina, un profundo silencio. Un silencio que no estaba en mi mano frenar. Puse el tocadiscos en funcionamiento, con el dispositivo de repetición automática, y escuché las «Navidades blancas» de Bing Crosby veintiséis veces.
Naturalmente, la nieve amontonada duró mucho tiempo. Tal y como había predicho el hombre carnero, todavía había una tregua hasta que la tierra se helase. Al día siguiente el horizonte estaba claro, y el sol se dejó ver tras su larga ausencia para ir derritiendo, lentamente y sin prisa alguna, la nieve. La nieve se hizo escasa sobre la pradera, y los rimeros que allí quedaban reverberaban cegadores bajo la luz solar. En la techumbre la nieve formaba grandes cúmulos, que resbalaban por la pendiente para venir a romperse sobre la tierra con estruendo. El agua proveniente de la nieve derretida caía en goterones más allá de las ventanas. Todo brillaba distintamente. Los robles resplandecían, como atesorando en la punta de cada una de sus hojas una gota de agua.
Metí las manos en los bolsillos y, de pie ante una de las ventanas del salón, me quedé contemplando fijamente aquel paisaje. Todo en él se desarrolla con plena indiferencia hacia mi persona; sin tener nada que ver con mi existencia; sin tener que ver con la existencia de nadie. Todo fluye, simplemente. La nieve cae, la nieve se derrite.
Mientras oía la nieve derretirse y desplomarse, me puse a hacer la limpieza de la casa. Pues, por un lado, me sentía el cuerpo embotado y falto de ejercicio a causa de la nieve; y por otro lado, desde el punto de vista de la cortesía, yo no era más que un huésped que me había colado en casa ajena, y no estaba de más que me empleara en algo tan trivial como la limpieza. No soy yo persona, además, que haga ascos a meterse en la cocina y a limpiar suelos.
Sin embargo, esto de dar una buena limpieza a todo un caserón era una faena más pesada de lo que me pareciera al principio. Una carrera de diez kilómetros sería más llevadera. Tras dar una intensa batida, desempolvando a golpes de sacudidor todos y cada uno de los rincones, fui pasando la gran aspiradora eléctrica para erradicar el polvo. Di un agua al piso de madera y, una vez limpio, le fui dando cera, todo el tiempo inclinado sobre el suelo. Mediada esta faena, me faltó el aliento. No obstante, como había dejado el tabaco, tampoco este sofoco era como para rendirme; ni, por supuesto, me trajo aquella ingrata carraspera de antes. En la cocina tomé mosto frío, y, una vez recuperado el aliento, abordé de un tirón el resto de aquella tarea, que quedó acabada para mediodía. Abrí de par en par las ventanas y las contraventanas, y, gracias a la cera, los suelos se veían resplandecientes. Un entrañable olor a tierra mojada se mezcló agradablemente con el aroma de la cera.
Lavé los seis trapos que había usado para encerar el suelo, y los puse a secar al sol. Luego, herví agua en la olla para cocer espaguetis. Huevas de bacalao con abundante mantequilla, vino blanco y salsa de soja completaron el menú. Fue un almuerzo relajado y placentero, como no había tenido ocasión de tomar en mucho tiempo. Desde el bosque próximo llegaba el reclamo de los pájaros carpinteros.
Me zampé los espaguetis y demás. Lavé los platos, y retomé la labor de la limpieza doméstica. Limpié la bañera y el lavabo, así como la taza del excusado, y saqué brillo a los muebles. Gracias a que el Ratón también se había preocupado por todo esto, la suciedad no era tan terrible. Así que con un aerosol limpiamuebles todo quedó enseguida primoroso. Luego saqué una larga manguera por el exterior de la casa, y dejé limpias de polvo las ventanas con sus contraventanas. Con eso, la casa quedó, de arriba abajo, como la patena. Volviendo a entrar, fregué y enjuagué los cristales de las ventanas por dentro, con lo que se concluyó la limpieza. Las dos horas aproximadas que quedaban hasta el crepúsculo, las pasé escuchando discos.
Cuando, ya anocheciendo, me dirigía a la habitación del Ratón para tomar un nuevo libro en préstamo, me percaté de lo sucio que estaba un espejo de cuerpo entero que colgaba al pie de la escalera. Lo froté con un trapo y un aerosol limpiacristales, aunque por mucho que frotara, la mugre no se le iba. ¿Por qué diablos el Ratón había dejado sin limpiar aquel espejo? Ni idea. Traje un cubo de agua tibia, y con un cepillo fregué el espejo; tras quitarle la grasa que tenía acumulada, lo volví a frotar con un trapo limpio. El espejo estaba tan sucio, que dejó negra el agua del cubo.
Al fijarme en su elaborada moldura, vi que se trataba de un espejo antiguo, de innegable valor. Cuando di por terminada su limpieza, no le quedaba ni rastro de mugre. Sin un mal rasguño ni irregularidad alguna en su superficie, el espejo reflejaba fielmente la imagen del cuerpo entero, desde la coronilla hasta la punta de los pies. Plantado ante él, me dediqué un rato a mirar mi figura de cuerpo entero. No había nada especialmente nuevo en ella. Allí estaba yo, con esa expresión más bien boba que suelo llevar encima. Sólo que la imagen del espejo era aún más nítida de lo deseable. Le faltaba la típica monotonía bidimensional que caracteriza a las imágenes de los espejos. Más que estar yo allí contemplando mi imagen reflejada en el espejo, era cabalmente como si yo fuera esa imagen misma reflejada y ese yo del espejo estuviera contemplando a este yo de la realidad convertido a su vez en imagen reflejada de dos dimensiones. Levanté la mano derecha y me la puse ante la cara, y probé a limpiarme los labios con el dorso de la mano. El yo de dentro del espejo hizo el mismo gesto. Sin embargo, tal vez había sido un gesto propio de ese yo del espejo, que yo a mi vez había repetido. A estas alturas, no podía estar seguro de si aún me quedaba verdadera libertad de elección para limpiarme los labios con el dorso de la mano.