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Authors: Herman Koch

La cena (2 page)

BOOK: La cena
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—¿A ti no te ha comentado nada? —preguntó Claire—. Quiero decir, contigo habla de cosas distintas que conmigo. ¿Tal vez se trate de alguna chica? ¿Algo que prefiera contarte a ti?

Tuvimos que apartarnos un poco porque la puerta del servicio de caballeros se abrió, y nos quedamos más cerca el uno del otro. Noté cómo el vaso de Claire tintineaba contra el mío.

—¿Se trata de alguna chica? —insistió.

Ojalá fuese eso, pensé sin poderlo evitar. Un asunto de faldas. Sería maravilloso, maravillosamente normal, los típicos líos de adolescentes. «¿Puede quedarse Chantal/Merel/ Roos a dormir esta noche?» «¿Lo saben en su casa? Si a los padres de Chantal / Merel / Roos les parece bien, por nosotros no hay problema. Siempre y cuando pienses en... tengas cuidado de... bueno, ya me entiendes, supongo que no necesito explicarte nada, ¿eh, Michel?»

En casa no faltaban las chicas, a cuál más guapa. Las encontraba sentadas en el sofá o a la mesa de la cocina, y me saludaban educadamente al verme llegar. «¿Cómo está usted, señor?» «No me llames señor, y tampoco me trates de usted.» Y por una sola vez me tuteaban y me llamaban «Paul», pues a los dos días volvían como si nada al «señor» y al «usted».

En ocasiones alguna llamaba por teléfono y, mientras le preguntaba si quería dejar algún recado para Michel, cerraba los ojos e intentaba poner rostro a aquella voz (rara vez decían su nombre, iban directamente al grano: ¿Está Michel?). «No, no hace falta, señor. Es que tiene el móvil apagado y por eso lo he llamado a casa.»

Una sola vez tuve la impresión, al entrar en casa, de que pillaba a Michel y Chantal / Merel / Roos haciendo algo, de que no estaban viendo The Fabulous Life en la MTV tan inocentemente como parecía, de que momentos antes estaban dándose el lote y al oírme llegar se habían compuesto la ropa y arreglado el pelo rápidamente. Algo en el rubor de las mejillas de Michel, un acaloramiento, pensé.

Pero, para ser franco, no estaba seguro. Quizá no pasaba nada y todas aquellas chicas guapas sólo veían en mi hijo a un buen amigo, un chico simpático y razonablemente guapo, alguien con quien podían ir a cualquier fiesta, un muchacho en quien se podía confiar porque no era de los que sólo piensan en eso.

—No, no creo que se trate de una chica —repuse mirándola a los ojos. Ese es el lado inquietante de la felicidad, que todo es como un libro abierto. Si seguía esquivando su mirada, ella sabría que había algo, ya fuese una chica o algo peor—. Me parece que tiene que ver con los estudios —añadí—. Esta semana ha tenido que entregar un montón de trabajos, yo diría que está cansado, nada más. Creo que había subestimado un poco lo duro que es el cuarto curso.

¿Sonaba creíble? Y sobre todo, ¿resultaba yo creíble? Los ojos de Claire se movieron rápidamente de mi ojo izquierdo al derecho, luego acercó la mano al cuello de mi camisa, como para corregir algún desaliño y así evitarme hacer el ridículo en el restaurante.

Sonrió y me plantó la mano en el pecho con los dedos separados; sentí dos yemas en la piel, justo a la altura del primer botón de la camisa, que llevaba abierto.

—Tal vez sea eso —dijo—. Es sólo que deberíamos tener cuidado de que no llegue un momento en que ya no nos cuente nada. Me refiero a que debemos estar atentos a no acostumbrarnos a eso. `

—No, claro que no, pero a esta edad ya tiene derecho a algún secreto. No podemos pretender que nos lo cuente todo, quizá entonces se cierre en banda.

La miré a los ojos. Mi esposa, pensé. ¿Por qué no habría de llamarla así? Mi esposa. Le rodeé el talle con el brazo y la estreché contra mí. Aunque sólo fuera por esa noche. Mi es posa y yo, me dije. Mi esposa y yo desearíamos ver la carta de vinos.

—¿De qué te ríes? —me preguntó Claire. Mi esposa.;

Miré nuestros vasos. El mío estaba vacío, ella sólo se había bebido una cuarta parte. Mi esposa bebía más despacio que yo, y ésa era otra de las razones por las que la amaba, quizá esa noche más que ninguna otra.

—Nada —dije—. Pensaba... pensaba en nosotros.;

Sucedió muy rápido: miré a Claire, mi esposa, probablemente con una mirada de afecto, o al menos algo pícara, y al instante noté un velo húmedo en los ojos.

Claire no debía notar nada bajo ningún concepto, así que oculté el rostro en su cabello. La abracé con más fuerza y aspiré: champú. Champú y algo más, algo cálido: el olor de la felicidad, pensé.

¿Cómo habría sido esa noche si, apenas una hora antes, me hubiese quedado abajo esperando el momento de irnos al restaurante, en vez de subir la escalera y entrar en el cuarto de Michel?

¿Cómo habría sido el resto de nuestras vidas?

El aroma de felicidad que aspiraba en el cabello de mi esposa, ¿habría olido siempre a felicidad y no, como ahora, al recuerdo de un pasado lejano, a algo que sabes que puedes perder en cualquier momento?

3

—¿Michel?

Me quedé en el umbral de su puerta. Él no estaba. O seamos sinceros: yo sabía que no estaría. Estaba en el jardín, reparando el pinchazo de la rueda trasera de su bicicleta.

Fingí no haberlo visto y actué como si creyera que estaba en su habitación.

—¿Michel? —Llamé a la puerta ligeramente entreabierta.

Claire estaba en nuestro dormitorio, revolviendo el ropero; faltaba menos de una hora para que fuéramos al restaurante y seguía dudando entre la falda negra con las botas negras o el pantalón negro con las zapatillas deportivas DKNY. «¿Qué pendientes me pongo? —me preguntaría al cabo de nada—. ¿Estos o estos otros?» Yo le contestaría que los más pequeños le combinaban mejor, tanto con la falda como con el pantalón.

En ésas, ya había entrado en el cuarto de Michel e inmediatamente vi lo que buscaba.

Me gustaría dejar bien claro que nunca había hecho algo así. Nunca. Si Michel estaba chateando con el ordenador, yo me situaba siempre a su lado, medio de espaldas al escritorio para no ver la pantalla. Quería que notara en mi actitud que no tenía intención de espiarlo o leer disimuladamente por encima de su hombro lo que acababa de escribir. A veces sonaba el tono aflautado de su móvil indicando que había recibido un mensaje. Michel se dejaba a menudo el teléfono tirado en cualquier sitio. No negaré que más de una vez estuve tentado de echarle un vistazo, sobre todo cuando él no estaba en casa. «¿Quién le habrá mandando un mensaje? ¿Qué pondrá?» Una sola vez tuve su móvil en la mano, su móvil viejo, un Sony Ericsson sin tapa. Sabía que faltaba una hora para que él volviera a casa del gimnasio y que sencillamente se lo había olvidado. «Tiene un mensaje nuevo», ponía en la pantalla, debajo de la imagen de un sobre. «Vaya, no sé qué me pasó, antes de darme cuenta, tenía tu móvil en las manos y había leído el mensaje.» Quizá no saliera nunca a la luz, pero quizá sí. Él no diría nada, pero seguro que sospecharía de mí o de su madre: una pequeña grieta que con el tiempo iría creciendo hasta convertirse en una gran brecha. Nuestra vida como familia feliz no volvería a ser la misma.

Sólo un par de pasos me separaban de su escritorio, situado frente a la ventana. Si me hubiera asomado un poco, lo habría visto en el jardín, reparando el pinchazo en la terraza embaldosada, delante de la puerta de la cocina, y si él hubiera levantado la vista habría descubierto a su padre tras la ventana de su habitación.

Cogí su móvil, un flamante Samsung negro, de encima del escritorio y levanté la tapa. No sabía su PIN, así que si lo tenía apagado no habría nada que hacer, pero en la pantalla apareció casi de inmediato una imagen algo borrosa del logotipo de Nike, probablemente fotografiado de alguna de sus prendas, los zapatos o la gorra negra que siempre llevaba calada hasta las cejas, incluso con temperaturas estivales y dentro de casa.

Busqué rápidamente el menú, que era más o menos igual que el de mi móvil, también Samsung, pero el modelo de seis meses atrás y, sólo por eso, irremisiblemente anticuado. Seleccioné mis archivos y a continuación vídeos. Antes de lo que pensaba, hallé lo que buscaba.

Miré y noté que la cabeza se me enfriaba despacio. Era la clase de frío que se siente al dar un bocado demasiado grande al helado o tomar con avidez una bebida helada.

Un frío que producía dolor, un dolor interno.

Lo miré de nuevo y seguí adelante: había más, pero así, de entrada, fui incapaz de calcular cuántos.

—¿Papá?

Su voz venía de abajo, pero lo oí subir las escaleras. Cerré deprisa el móvil y volví a dejarlo en el escritorio.;

—¿Papá?

Era demasiado tarde para correr a mi dormitorio, coger una camisa o una americana del armario y plantarme delante del espejo; la única opción era salir de su cuarto de la forma más natural y convincente posible, como si hubiese entrado a buscar algo.

Como si hubiese entrado a buscarlo a él.;

—Papá.

Estaba en lo alto de la escalera y miró el interior de su cuarto a mi espalda. Luego me miró a mí. Llevaba puesta la gorra Nike y el iPod Nano negro se balanceaba de la correa que le colgaba sobre el pecho; tenía los cascos alrededor del cuello. Eso había que reconocérselo: las modas lo traían sin cuidado; a las pocas semanas, ya había cambiado los auriculares de tapón blanco por unos normales, porque sonaban mejor.

Todas las familias felices se parecen, me vino a la mente por primera vez aquella tarde.

—Buscaba... —empecé—. Me preguntaba dónde te habías metido.

Michel estuvo a punto de morir al nacer. Todavía recordaba a menudo aquel cuerpecillo amoratado y arrugado en la incubadora, poco después de la cesárea. Su mera existencia era de por sí un milagro. La felicidad también era eso.

—Estoy reparando la rueda de la bici —dijo—. Venía a preguntarte si nos quedan válvulas en alguna parte.

—¿Válvulas? —repetí.

Yo soy de los que jamás reparan un pinchazo; no se me ocurriría ni por asomo, vaya. Sin embargo, mi hijo seguía creyendo en una versión distinta de su padre, una versión que sabía dónde estaban las válvulas.

—¿Qué hacías aquí arriba? —preguntó de pronto—. Has dicho que me estabas buscando. ¿Para qué?

Lo miré, miré sus ojos claros debajo de la gorra negra, ojos sinceros que —así me lo había figurado siempre— constituían una parte nada despreciable de nuestra felicidad.;

—Para nada en especial —repuse—. Sólo te buscaba.

4

Por supuesto, todavía no habían llegado.

Sin desvelar demasiado acerca de su ubicación, puedo decir que el restaurante no se ve desde la calle porque lo tapan unos árboles. Ya llegábamos media hora tarde y, mientras nos encaminábamos hacia la entrada por el sendero de guijarros iluminado a ambos lados por antorchas eléctricas, mi esposa y yo nos planteamos la posibilidad de que por una vez fuésemos nosotros los últimos en llegar, y no los Lohman.

—¿Nos apostamos algo? —propuse.

—¿Para qué? Seguro que aún no han llegado.

Una chica con una camiseta negra y un delantal negro que le llegaba hasta los tobillos nos cogió los abrigos. Otra chica con idéntico atuendo estudió el libro de reservas, abierto en un atril.

Vi que fingía no conocer el nombre de Lohman, y encima lo hacía fatal.

—¿El señor Lohman, dice usted? —Arqueó una ceja y no se esforzó por ocultar la decepción que le producía no tener delante a Serge Lohman en persona, sino a un hombre y una mujer cuyas caras no le decían nada.

Podría haberla ayudado añadiendo que Serge Lohman estaba en camino, pero no lo hice.

El atril con el libro de reservas estaba iluminado desde arriba por una fina lamparita de color cobrizo: art déco, o algún otro estilo que volviese a estar de moda o hubiese dejado de estarlo. La chica llevaba el cabello, tan negro como la camiseta y el delantal, recogido en una cola delgada y muy tirante, como si combinara con el diseño del restaurante. También la chica que nos había cogido los abrigos llevaba el cabello ceñido en una cola idéntica. A lo mejor era la norma, pensé, una norma por razones higiénicas, como el uso de mascarillas en un quirófano; al fin y al cabo, ese restaurante se preciaba de que todos sus productos eran «biológicos»: la carne era carne, sí, pero de animales que habían tenido «una buena vida».

Por encima de aquel cabello negro y tirante, eché un rápido vistazo al restaurante, o al menos a las dos o tres primeras mesas del comedor que alcanzaba a ver desde mi posición. A la izquierda, cerca de la entrada y a la vista, se encontraba la cocina, y al parecer en ese mismo instante estaban flambeando algo, lo que iba acompañado de la inevitable exhibición de humo azulado y altas llamaradas.

Otra vez noté lo poco que me apetecía estar allí. A esas alturas, la repugnancia que sentía ante la velada que teníamos por delante era casi física —un ligero mareo, dedos sudorosos y un incipiente dolor de cabeza—, pero no lo suficiente como para sufrir una indisposición allí mismo o perder el conocimiento.

Me imaginé cómo reaccionarían las chicas de los delantales negros si un cliente cayera redondo al suelo al pasar frente al atril de las reservas: si intentarían esconderme deprisa y corriendo en el guardarropa o, cuando menos, ponerme fuera de la vista de los demás comensales. Es probable que me hicieran tomar asiento en un taburete detrás de los abrigos. Muy educadamente, pero con resolución, me preguntarían si llamaban a un taxi. ¡Que se largue! ¡Que se largue de aquí este hombre! Qué maravilloso sería dejar plantado a Serge con sus problemas, qué aliviado me sentiría si pudiese dedicar la noche a otra cosa.

Barajé varias posibilidades. Podríamos regresar al bar y pedir un plato de comida para gente corriente; había visto escrito con tiza en una pizarra que el plato del día era costillas de cerdo con patatas fritas. «Costillas de cerdo con patatas fritas 11,50», seguramente ni una décima parte de la cantidad que tendríamos que aflojar allí por persona.

Otra posibilidad era volvernos directos a casa, desviándonos como mucho hasta el videoclub para alquilar un DVD y mirarlo después en la tele del dormitorio, desde nuestra amplia cama de matrimonio, con una copa de vino, galletitas y quesos (otro pequeño desvío hasta una tienda abierta a esas horas), y podríamos haber disfrutado de una velada ideal.

Me sacrificaría sin reservas, me prometí, dejaría que fuese Claire la que escogiese la película, aunque así tuviera garantizado un drama costumbrista. Orgullo y prejuicio, Una habitación con vistas o algo en la línea de Asesinato en el Orient Express. Sí, eso haría, decidí, me sentiría indispuesto y luego podríamos irnos a casa. Pero en cambio dije:

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