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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La conquista de un imperio (2 page)

BOOK: La conquista de un imperio
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La carestía de uranio no había surgido en un día ni un año. Simplemente era un problema que venía de lejos y se agudizaba de hora en hora mientras el «Rayo» devoraba kilómetros volando a través del espacio a la fantástica velocidad de 240.000 kilómetros ¡por segundo!

Desde hacía un año, el «Rayo» venía frenando su tremenda velocidad para aproximarse al Sol metálico. Esta maniobra había implicado un consumo considerable de energía adicional, ya que mientras viajaba por el espacio y con sólo el impulso adquirido, el «Rayo» no tenía necesidad de utilizar sus motores. Mas para frenar aquella enorme mole, el «Rayo» tenía que gastar igual de energía que gastara mientras aceleraba hasta conseguir aquella tremenda velocidad.

En el informe presentado conjuntamente por los profesores Valera, Castillo y Ferrer, se exponía claramente la situación, justificando el alto consumo de energía de los últimos meses, a la vez que insistiendo en la ineludible urgencia de obtener uranio de alguna parte. Y esta no podía ser otra que los planetas que estaban a la vista del «Rayo».

Si, como resultaba evidente, aquellos planetas no podían ser pisados por el hombre, el «Rayo» debería continuar su viaje en busca de otro planeta más afín a las características del terrícola, aunque tardara otros cuarenta y tres años en encontrarlo.

Sin embargo, antes de proseguir viaje, los hombres del «Rayo» tendrían que obtener uranio de alguno de estos planetas. De So contrario, al pararse el reactor nuclear que movía las turbinas de la planta eléctrica, el «Rayo» quedaría convertido en un planetillo del Sol, o en satélite perpetuo de alguno de los planetas.

Probablemente, aún en tan adversas condiciones, el ingenio de los tripulantes del «Rayo» encontraría la forma de sobrevivir. Grandes paneles de células fotoeléctricas transformarían la luz del Sol en electricidad. Se incrementaría el cultivo de algas, que además de nutrir a la población del satélite proporcionarían oxígeno vitalizador. Los cosmonautas no morirían. ¿Pero qué clase de vida sería la que les deparaba el futuro, condenados a vivir a perpetuidad en un satélite artificial? ¿Valdría la pena prolongar su vida en tan difíciles condiciones?

De momento, sin embargo, los cosmonautas no se encontraban todavía en tan apurada situación. La planta de energía eléctrica todavía seguiría funcionando por unos días más, no muchos. Si el hombre, por su propia constitución, no podía poner su planta sobre aquellos mundos, las máquinas del hombre podrían hacerlo.

Aeronaves dirigidas por control remoto, repletas de instrumentos de gran precisión, volarían a poca altura sobre los continentes de aquel hermoso planeta que los tenía y detectarían la existencia de los yacimientos de uranio.

Localizados los yacimientos se enviarían allá poderosas máquinas excavadoras que, insensibles a la fuerza de gravedad, removerían el suelo y extraerían el precioso mineral, cargándolo en las aeronaves que lo transportarían al «Rayo».

Aparte del uranio se obtendrían otros valiosos elementos, tales como agua, oxígeno, petróleo y minerales. Tal vez incluso frutos y peces.

El «Rayo», en cualquier caso, quizás tuviera que permanecer tres o cuatro años convertido en satélite del planeta hasta completar su reabastecimiento, antes de estar en condiciones de reemprender viaje en busca de un nuevo mundo.

Esto en sí ya era un consuelo, aunque no valía en modo alguno para los astronautas del «Rayo», la mayoría de los cuales se habían anticipado a los acontecimientos… dando por seguro que en alguno de aquellos planetas iban a encontrar su segunda patria. Incluso habían bautizado a este mundo de promisión con un nombre, Redención.

Cuando el joven Aznar entró en la Sala de Control, la resplandeciente imagen de Redención llenaba completamente la gran pantalla.

Parándose en la semipenumbra, junto al pupitre de una computadora, Fidel Aznar contempló por un momento aquella cabeza familiar, la cabeza cubierta de cabellos blancos de aquel hombre extraordinario que era su padre.

En ambos, padre e hijo, se acusaban los mismos rasgos enérgicos —barbilla prominente, cuadrado el mentón—, la misma nariz aquilina, la altiva y despejada frente y el corte inconfundible de la nuca que distinguía a los Aznar.

Sólo en los negros ojos se apreciaba una diferencia. En el viejo, la mirada apagada del hombre que ha vivido mucho y contempla la vida bajo el cristal de pasadas y abundantes decepciones. En el otro, la luz vivaz de una inteligencia ágil e imaginativa, reflejando todo el vigor de una exultante juventud que mira de cara al futuro con ilusión y esperanza.

Eran iguales, y sin embargo distintos. Un hombre al final del camino, y otro hombre al principio del camino. Quizás con los años acabaría Fidel siendo un viejo gruñón, como su padre. Y quizás llegara también un día en que se sentiría directamente llamado por Dios para llevar a cabo una importante y difícil misión, que él y nadie más sería capaz de llevar a cabo.

Este era el caso de don Miguel Ángel Aznar, el hombre que había regresado providencialmente del pasado tripulando una cosmonave fabulosa, como no existía ninguna en el mundo.

Algún historiador exaltado, al escribir la biografía de don Miguel Ángel Aznar, quería ver en este hecho sorprendente la intervención directa de la voluntad de Dios, quien había señalado expresamente a Miguel Ángel Aznar para que salvara a la Humanidad y la proyectara hacia las estrellas en busca de un glorioso futuro.

Lo malo del asunto, a juicio de Fidel, era que el propio don Miguel Ángel participaba consciente o inconscientemente de la misma creencia. Como un moderno Moisés, don Miguel Ángel Aznar pretendía ser el conductor del pueblo de Dios, a quien éste había reservado la misión de conducirlo hasta una nueva Tierra de promisión.

Durante las últimas semanas, mientras el «Rayo» frenaba su impulso para acercarse a los planetas, cuando todavía existía una bien fundada esperanza de que el terrícola pudiera habitar alguno de aquellos mundos, don Miguel Ángel Aznar había vivido una especie de enajenamiento. Fueron unos días felices para el viejo luchador, que veía así realizados sus secretos presagios.

Luego vino la decepción. Los dos planetas que tenían atmósfera y océanos eran de tamaño sensiblemente parecido; 22.000 kilómetros de diámetro en números redondos. Su masa debería ser, a juzgar por el tamaño, cinco veces mayor que la de la Tierra. Un hombre que en la Tierra pesara 70 kilos, pesaría sobre Redención más de 350.

Imposible por lo tanto que el hombre pusiera sus plantas sobre ninguno de estos colosos. La fuerza de gravedad le impediría moverse. Literalmente le aplastaría.

Y ahora, ¿qué se llevaban entre manos los hombres de la Sala de Control?

Las computadoras estaban trabajando. El profesor Valera y Verónica Balmer permanecían atentos a los datos que la máquina iba escribiendo velozmente sobre una tira de papel.

De pie, junto a don Miguel Ángel Aznar, estaba Ricardo Balmer. Verónica y Ricardo eran los dos únicos hijos de Richard Balmer, un norteamericano compañero de aventuras de Miguel Ángel Aznar.

Nacidos casi al mismo tiempo, Ricardo y Fidel se habían criado como hermanos. Verónica, una guapa chica de cabellos cobrizos, ocupaba en el afecto de Fidel el lugar de la hermana que no tuvo nunca. Los Balmer, a su vez, no sólo querían a Fidel, sino que sentían verdadera veneración por el viejo Aznar.

Fidel se movió lentamente acercándose al lugar donde Verónica Balmer y el profesor Valera se inclinaban sobre la máquina traductora de datos.

—¡Hola! —saludó—. ¿Qué ocurre? ¿Qué fue ese tirón que sacudió a la ciudad y tanto alarmó a la gente?

—¡Aquí está! —exclamó el profesor Valera arrancando un pedazo de papel repleto de cifras—. ¡Es increíble!

—¿Qué es increíble? —preguntó Fidel.

El astrónomo no atendía. Con el pedazo de papel en la mano se dirigió rápidamente al lugar donde el viejo Aznar contemplaba las imágenes de la pantalla con es ceño fruncido. Verónica le siguió, y Fidel echó detrás de la chica. Había más de 20 operarios en la Sala de Control, inmóviles ante los cuadros de mandos e indicadores, siguiendo atentamente los movimientos del profesor Valera.

—Bien, parece que ahora estamos en la órbita correcta —dijo el profesor Valera—. Si es así…

—¿Parece? —gruñó el viejo Aznar—. ¿Para qué demonios nos sirve tener el mejor cerebro electrónico del mundo si luego no saben utilizarlo? ¿Qué quiere decir con eso de «parece».? ¿Es que no está seguro?

Era difícil el trato con don Miguel Ángel Aznar. Obstinado, gruñón, sus invectivas solían levantar bambolla, especialmente en el sensible amor propio de los técnicos más jóvenes.

El señor Aznar tomó bruscamente el pedazo de papel.

—Enciendan las luces —ordenó secamente.

Un joven auxiliar apretó diligentemente un botón en el cuadro de mandos a su cargo. Se encendieron las luces blancas de la Sala de Control.

El viejo Aznar trató de leer el papel, alejando éste de sus ojos como era habitual en los individuos de vista cansada.

—No veo, no tengo aquí mis gafas —gruñó devolviendo el papel a Valera—. Dígame, ¿hemos llegado a alguna conclusión, sí o no?

—Al parecer… —Valera se interrumpió carraspeando, corrigiéndose—: Es evidente que hemos sido engañados por el tamaño de este planeta. Le calculamos una masa de acuerdo con su volumen, pero estábamos en un error. Esto lo hemos podido constatar al tratar de fijar al «Rayo» en una órbita de satélite. De acuerdo con nuestros primeros cálculos, al parar los generadores, el «Rayo» debería mantener la velocidad y la distancia que habíamos dispuesto. No ocurrió así, y el «Rayo» se nos fue a una órbita inesperada. La razón de todo ello es sorprendente. Pese a su volumen, la masa de ese planeta es aproximadamente igual a la de la Tierra.

—¡Válgame Dios! ¿He oído bien? ¿No se habrán equivocado de nuevo? —exclamó don Miguel Ángel Aznar crispando sus manos sobre los brazos del sillón.

—La materia de ese planeta debe ser como piedra pómez, muy ligera. Algo realmente raro.

—No me importa si es de piedra pómez o algodón. Veo océanos, bosques y montañas… y esas montañas parecen por lo menos tan consistentes como el Himalaya. Lo que quiero saber es si podemos posar nuestro orbimotor allí y desembarcar a nuestra gente —dijo el señor Aznar con voz excitada.

—Repetiremos todas las operaciones de cálculo si usted quiere.

—Sí, quiero tener la certeza de que esta vez no nos hemos equivocado. ¿Cuánto tardarán?

—Sólo unos minutos. Se trata de un problema muy sencillo —respondió el profesor Valera.

El viejo Aznar asintió con la cabeza, despidiendo al sabio con un seco ademán. Los ojos del anciano luchador brillaban como carbones. Miró a su alrededor y sus ojos se encontraron con los de Fidel. Había una expresión de desafío en la mirada de don Miguel Ángel Aznar, algo también como reproche. Porque Fidel había dudado, pera el viejo Aznar siempre estuvo seguro.

Seguro de que aquella era la Tierra de promisión por la que llevaban buscando cuarenta y tres años en el inmenso desierto del Cosmos.

Capítulo 2.
Tierra de promisión

E
L «Rayo», nave del espacio, era una máquina de particular concepción. Su forma externa era la de una esfera de 220 metros de diámetro, rodeada en su parte ecuatorial o media por un anillo de 600 metros de diámetro y 20 de grosor.

El anillo externo daba a la nave un curioso parecido al planeta Saturno, y dividía a la esfera en dos partes iguales. La sección que quedaba abajo estaba dividida en una serie de plantas de altura variable, que comprendían hangar y laboratorio, hospital, almacenes, cámara de control, sala de máquinas, reactor nuclear y depósitos de agua, lubricantes y petróleo, formando el conjunto un intrincado laberinto de corredores y escaleras.

En la sección superior, por el contrarío, todo era espacio libre, luz y amplitud. Allí las paredes se elevaban sin obstáculo cerrando en forma de cúpula a 190 metros de altura sobre el nivel del suelo, cubriendo una superficie de 125.000 metros cuadrados, en la que se levantaban cuatro esbeltos rascacielos y mármol y cristal, de 60 pisos.

Estos bellos edificios, de 2.500 metros cuadrados de superficie, cubrían en total 10.000 metros alrededor de una amplia plaza de 100 metros de lado, quedando alrededor de ellos un espacio libre de 105.000 metros cuadrados destinados a campos de deportes y áreas de esparcimiento. Esta original concepción del «Rayo», la primera y auténtica ciudad del espacio, una ciudad que albergaba a 6.480 habitantes confortablemente instalados en apartamentos de carácter familiar, regidos por leyes y ordenanzas como cualquier otra ciudad, con su alcalde y sus ediles, y sus servicios de Policía, Sanidad y Salud Pública.

Hacía solamente una hora que el profesor Valera ratificara las prometedoras perspectivas de habitabilidad del planeta, y la noticia era todavía un secreto para la mayoría de los habitantes de la ciudad, cuando Fidel Aznar, Verónica y Ricardo Balmer entraron en el espacioso ascensor que les condujo rápidamente hasta el hangar situado bajo el suelo de la ciudad.

Su misión era efectuar un vuelo de reconocimiento hasta el planeta, aterrizar en él y tomar diversas muestras para determinar el contenido bacteriológico del aire, la tierra y el agua del mar. También tomarían especímenes vegetales, y animales en el caso de que estos existiesen en alguna forma. Un equipo científico iba a formar parte de esta expedición, formando parte del mismo personajes tan ilustres en sus especialidades como el profesor Castillo, el profesor Valera y el doctor Durero con sus ayudantes.

El hangar bajo la ciudad, en forma de corona de círculo, tenía un área de 80.000 metros cuadrados. Aquí, en otros tiempos, se alineaban los cincuenta destructores y los doscientos pequeños cazas familiarmente conocidos por «zapatillas volantes» que formaban la dotación del «Rayo».

De aquella reducida, si bien que potente flotilla, sólo quedaban cinco destructores y veinte cazas. El resto quedó en la Tierra luchando contra las escuadras de la Bestia Gris, cubriendo la retirada del «Rayo» cuando éste zarpó en mitad de una furiosa batalla aérea sobre Madrid.

El destructor «Navarra», como todos los de su tipo, era una aeronave fusiforme de 60 metros de eslora. Su aspecto general recordaba mucho el de los submarinos que estuvieron en uso en el siglo XX, incluso por la torrecilla que sobresalía de la parte superior hacia el centro del esbelto casco.

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