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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La conquista de un imperio (3 page)

BOOK: La conquista de un imperio
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No era de extrañar este parecido, ya que realmente los destructores del tipo «Navarra» estaban capacitados para operar lo mismo en el espacio exterior que en la atmósfera o bajo el agua.

La propulsión, por medio de iones excitados, la proporcionaban dos motores situados a popa, donde se advertía la presencia de un robusto timón. Toda la aeronave aparecía pintada de un color amarillo brillante.

El espacioso hangar, donde Fidel Aznar y sus amigos se reunieron con el equipo científico, estaba ocupado en su casi totalidad por grandes máquinas de obras públicas; excavadoras, buldóceres, compactadoras, apisonadoras, palas cargadoras, camiones «dumper», grúas, locomotoras eléctricas y vagonetas.

Esta era solamente una parte del copioso material que el «Rayo» había tomado a bordo antes de emprender su histórico viaje a lo desconocido. En otras dependencias de la cosmonave se guardaban otras máquinas destinadas a la colonización del nuevo mundo que Miguel Ángel Aznar esperaba encontrar en algún apartado lugar del Universo.

El mundo largamente buscado estaba allí, bajo el «Rayo», y era lógica la excitación que en este momento dominaba entre los expedicionarios.

El personal de servicio del hangar daba los últimos toques a la aeronave alistándola para el vuelo.

Una curiosa particularidad de los destructores y las «zapatillas volantes» era que mientras permanecían inactivos en el hangar no descansaban sobre ningún punto de apoyo, sino que flotaban en el aire como globos, amarrados a un metro de altura sobre el suelo. Los cascos de estas aeronaves, como el casco del autoplaneta «Rayo», estaban hechos de «dedona», un exótico metal 40.000 veces más pesado que el hierro común, cuya más notable propiedad era la de crear un campo de fuerza magnético bajo determinada inducción eléctrica. Bajo estas condiciones la «dedona» rechazaba la fuerza de atracción de las grandes masas, comportándose de forma parecida a la antimateria.

Para mantener a las aeronaves en permanente ingravidez se las tenía conectadas por medio de gruesos cables eléctricos a la red general del autoplaneta.

Respecto al «Navarra», el personal del servicio de entretenimiento había puesto en marcha el reactor atómico de la aeronave. Desconectada de la red general, ésta flotaba ahora por sus propios medios.

—Procedamos a llenar los tanques de oxígeno. En media hora estará lista para zarpar —informó el oficial de servicio a la pregunta de Fidel Aznar.

Los expedicionarios se dirigieron en grupo al almacén de pertrechos para proveerse de los indispensables trajes de vacío. Un equipo ligero de tela impermeabilizada, con escafandra y botellas de oxígeno a la espalda, hubiera sido lo apropiado para este caso, pero la mujer encargada del almacén opuso algunos reparos al deseo de los expedicionarios.

—El equipo lleva más de cuarenta años sin usarse y acusa el paso del tiempo. El tejido impermeabilizado aparece agrietado, y corren el riesgo de que se raje con el uso. ¿Por qué no se llevan un equipo de combate? Tenemos miles, de todas las tallas.

—¡Pero esas armaduras son muy pesadas! —protestó Ricardo Balmer.

—No son tan pesadas, aunque tal vez resulten poco cómodas —objetó Fidel Aznar—. Además, un equipo de combate es tan hermético como el mejor traje espacial, lleva incorporado una radio y también amplificador para la recepción de los sonidos del exterior. Quiero oír el rumor de las olas y el susurro del viento en las copas de los árboles. Yo me quedo con la armadura.

Los demás decidieron hacer lo mismo, visto las escasas garantías de hermeticidad que ofrecían los trajes de tela.

El equipo de combate venía a ser como el obligado uniforme del soldado moderno. Consistía en esencia de una armadura completa y una escafandra metálica con frente de cristal azul. Tanto la armadura como el calzado y la escafandra eran de titanio y tenían un revestimiento interior de amianto complementado con acolchado de espuma de caucho.

Pese al ligero material de que estaban construidas estas armaduras, todavía resultaban pesadas, eran muy incómodas y daban al que las vestía un aspecto macizo y grotesco. Una ligera joroba alojaba entre dobles paredes un depósito de oxígeno capaz para cuatro horas.

Después de ser llenados los depósitos de oxígeno y recibir cada uno las pilas de cadmio y níquel para alimentar al aparato de radio individual, los expedicionarios regresaron al hangar vistiendo las armaduras de titanio, llevando sus respectivas escafandras bajo el brazo.

Junto a la rampa de acceso al aparato, el oficial del servicio de entretenimiento presentó a Fidel una nota de las verificaciones efectuadas sobre la aeronave. Fidel repasó concienzudamente la lista, puso su firma al pie y guardó una copia diciendo a los que esperaban:

—Adelante, todos a bordo.

Fidel accedió el último a la nave, apretando el botón eléctrico que cerraba la escotilla y contestando con un ademán al saludo de despedida de los hombres del hangar que les contemplaban con envidia.

Mientras a bordo del «Navarra» los tripulantes se dirigían a sus puestos, una sección rectangular de 80 metros de largo por 20 de ancho se desprendió del techo y descendió colgando de cuatro robustas columnas da acero.

Seis hombres del hangar se dirigieron al «Navarra» y los empujaron, desplazando suavemente y sin esfuerzo la mole de 60 metros de longitud, hasta dejarla entre las cuatro columnas. Luego, apenas el «Navarra» había quedado inmóvil, el montacargas empezó a subir, empujando a la aeronave por debajo.

Al detenerse el montacargas, poco después, el «Navarra» se encontraba en el interior de una larga esclusa cerrada por ambos extremos. Para entonces, Fidel Aznar se encontraba ya sentado ante los maridos de la aeronave, comunicado por radio con la Sala de Control de Vuelos.

—Aquí destructor sideral «Navarra» solicitando permiso para salir.

La respuesta llegó inmediatamente: —Atención, «Navarra». En la esclusa y listos para ser lanzados.

—Aquí el «Navarra». Estamos preparados. —Allá van. Buena suerte.

La puerta de la esclusa se abrió ante la proa del destructor. La esclusa estaba llena de aire a presión normal, y más allá de la puerta estaba el vacío absoluto. La brusca apertura de la puerta provocó una salida súbita del aire contenido en la esclusa, y éste empujó también a la aeronave lanzándola suavemente fuera.

La cabina de mando carecía de ventanas, pero ante el piloto y el copiloto, que en esta ocasión era Ricardo Balmer, se extendía una larga y curvada pantalla panorámica de televisión.

Al transponer la puerta de la esclusa, la nave se encontró bruscamente en mitad del espacio, con el Sol y las estrellas brillando a la vez sobre el fondo de un cielo totalmente negro.

El «Navarra» se movía en la órbita del «Rayo» y para abandonar ésta, Fidel encendió los motores de popa. La leve presión sobre un botón de la consola provocó el disparo de un chorro de iones por una pequeña tobera situada en la parte superior de la proa.

El destructor bajó la proa, apareciendo en la pantalla el gigantesco disco plateado del planeta. En éste se distinguía el contorno de los continentes bañados por los mares. La tierra se ocultaba en extensas zonas bajo el mundo de las nubes, y se veía también el borde de uno de los casquetes polares.

—Es hermoso visto desde aquí —dijo Ricardo Balmer.

—Conecta el altímetro radar —dijo Fidel, sin dejar traslucir en su voz la gran emoción que le embargaba.

El «Navarra» descendía con rapidez acelerada. En la pantalla, las imágenes parecían estirarse, como un mapa dibujado sobre un globo que estuviera hinchándose. Se apreciaban cada vez con mayor nitidez los detalles de la geografía del planeta. En mitad del océano se destacaba el contorno de una gran isla.

A mil kilómetros de altura Fidel apagó los motores y conectó el sistema de reacción. En astronáutica se entendía por reacción la fuerza de rechazo que la materia llamada «dedona» tenía la propiedad de ejercer contra la masa. Esta reacción era directamente proporcional a la densidad de la masa, e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia, pero podía dosificarse aumentando o disminuyendo la intensidad de la corriente eléctrica por medio de la cual era inducido este supermetal.

El «Navarra», en caída libre hacia el planeta, era frenado por la fuerza de rechazo de la «dedona» del casco de la aeronave, y esta fuerza actuaba con mayor energía a medida que el «Navarra» perdía altura. Imperceptible, al principio, iba haciéndose notar por momentos. Era como si una masa algodonosa frenara a la nave oponiendo una resistencia blanda y enérgica a la vez.

El ordenador de a bordo controlaba ahora la maniobra, manteniendo aquella frenada en unos límites soportables para la integridad física de los tripulantes.

A 100 kilómetros de altura sobre la superficie del planeta, el destructor sideral «Navarra» encontró las altas capas de la atmósfera. Esta, a su vez, también actuaba como un colchón amortiguador Los cuerpos de los tripulantes se hundieron un poco más en el mullido de sus asientos de conformación anatómica. Sus miembros se tornaron ligeramente más pesados, y eso fue todo.

A 10.000 metros de altura, el «Navarra» detuvo su caída. La reacción de la «dedona» equilibraba la fuerza de gravedad del planeta. Fidel Aznar tuvo que mover la palanca ligeramente para que el navío perdiera lentamente altura.

De nuevo encendió los motores iónicos de popa. El destructor empezó a moverse hacia adelante mientras seguía perdiendo altura. Volaban sobre el océano.

Esta era una experiencia inédita para la tripulación del «Navarra», quienes por vez primera en su vida contemplaban el mar «auténtico». Pero la aeronave carecía de ventanas. Sólo podían mirar al exterior a través de la pantalla de televisión, y aunque ésta les ofrecía imágenes perfectas, en colores reales y con cierta sensación de profundidad, no podía decirse en justicia que aquella fuera una imagen «de verdad».

—¡Qué hermoso es el mar! —exclamó Verónica extasiada, a espaldas de los pilotos.

—¡Lo que daría yo por darme una zambullida! —dijo a su vez Ricardo.

—¡Atención, tierra a la vista! —exclamó Fidel. Volaban muy aprisa a mil metros sobre el mar. Allá lejos, difuminada por una tenue neblina, se advertía una masa azulosa como una cordillera. Casi por sorpresa vieron mucho más cerca una masa verde y compacta, y a continuación una línea blanca… la espuma de las olas rompiendo en los arrecifes de coral.

—¡Árboles… allí! —señaló Verónica excitada, pugnando por levantarse de su asiento, cosa que le impedía el cinturón de seguridad.

Fidel Aznar apagó los motores. La mano que pulsó el botón temblaba ligeramente. Aunque aparentemente tranquilo, no podía evitar el contagiarse de la excitación de sus amigos.

Con los motores apagados, el «Navarra» siguió avanzando, perdiendo poco a poco impulso. El pesado aparato flotaba en el aire como un globo. Una ligera brisa le empujaba por detrás en dirección a tierra.

El profesor Valera soltó su cinturón de seguridad y vino hasta situarse detrás de Fidel. Allá el mar rompía contra una línea de arrecifes.

—Curioso —murmuró el profesor—. Yo diría que son arrecifes de coral.

—¿Qué tiene eso de extraño? —preguntó Verónica viniendo a reunirse con el profesor.

—La presencia de coral implica la existencia de seres vivos. Lo que vulgarmente conocemos por coral es en realidad una secreción caliza, porosa, producida por zoófitos que viven en colonias.

Suavemente el «Navarra» era impulsado por el viento hacia la playa, por encima de los rompientes. Más allá de la playa surgía el bosque, verde y profundo, mientras por encima de los árboles, a gran distancia, azuleaba la cordillera a través de una tenue neblina.

Al acercarse el «Navarra», brotó del bosque una gran bandada de pájaros multicolores.

—¡Mire, profesor, aves! —exclamó Verónica—. En efecto, lo estoy viendo. Este planeta parece estar mucho más evolucionado de lo que suponíamos.

La aeronave estaba sobre la playa y Fidel anunció: —Vamos a aterrizar.

Fidel puso la palanca del sistema de reacción a cero y el destructor descendió sin brusquedades hasta un metro de altura del suelo. Un ancla se desprendió del casco de la aeronave y se clavó en la arena inmovilizándola.

—¡A tierra! —dijo Fidel alegremente desabrochando su cinturón—. Y no olviden sus escafandras.

La cabina de mando ocupaba totalmente la torrecilla que sobresalía de la parte superior de la aeronave. Una plataforma móvil les condujo hasta el puente inferior. Un largo pasillo, cortado en compartimentos estancos, recorría longitudinalmente desde la proa a la popa de la nave y se cruzaba bajo la torre de mando con otro pasillo transversal más amplio que comunicaba las dos escotillas laterales, a babor y estribor del casco.

En esta especie de vestíbulo se reunieron con el profesor Castillo, el profesor Durero y los seis hombres que formaban el resto de la expedición, con sus aparatos de medida y el equipo científico.

A una orden de Fidel, se cubrieron todos con las escafandras, abrieron sus respectivas válvulas de oxígeno y conectaron sus aparatos de radio individuales.

Fidel se dirigió a la escotilla, apretó un botón eléctrico y esperó. La puerta se abrió silenciosamente en dos hojas corredizas, y una plataforma emergió de una ranura, bajo el umbral, para formar una rampa hasta la arena de la playa.

Desde la puerta Fidel miró afuera. El mar, la playa de suave arena y el oscuro bosque formaban un cuadro pintado por la Naturaleza de una belleza como Fidel no había visto jamás. Sin embargo, ni aún ahora era un paisaje real, El cristal polarizado de la escafandra, previsto para protegerla vista de un exceso de luz, falseaba y mataba el esplendor de los colores naturales.

Impaciente, Ricardo Balmer empujaba a su amigo:

—¡Vamos ya! ¿A qué esperas?

Fidel echó a andar sobre la rampa hasta que sus zapatos metálicos hollaron la rubia arena, dio unos pasos más y se detuvo.

Ningún sonido del exterior llegaba hasta sus oídos. Había olvidado conectar el circuito auditivo exterior. Su escafandra tenía por fuera una rejilla metálica sobre cada oído, y tras estas sendos micrófonos conectados a dos pequeños altavoces, tras pasar por un amplificador.

A la inversa, había un micrófono interior conectado a un altavoz exterior oculto tras una especie de persianilla bajo la mirilla de cristal, más o menos a la altura de la boca.

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