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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La conquista de un imperio (6 page)

BOOK: La conquista de un imperio
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—De acuerdo, regresamos. Ténganlo todo preparado para aislar a los prisioneros. El profesor Valera teme que sean portadores de virus desconocidos para nosotros. Hasta luego. Corto. Fidel encendió los motores de popa. La aeronave levantó la proa y empezó a cobrar impulso, saliendo disparada hacia el cielo azul.

Capítulo 4.
«Operación Desembarco»

D
espués de pasar por la Inspección de Sanidad, cansados, contentos y vestidos con ropajes blancos esterilizados, Fidel Aznar y los hermanos Balmer salían del ascensor en la planta primera de! edificio de la Comandancia.

En la sala de reuniones, bajo la presidencia del señor Aznar, un grupo de científicos y técnicos asistían llenos de interés al «pase» privado de la película que los expedicionarios del «Navarra» tomaron a través de la televisión.

Fidel y los Balmer esperaron en silencio hasta que terminó el filme y se encendieron las luces entre los animados comentarios de todos los asistentes. En este momento fue advertida la presencia del señor Aznar, que ocupaba la cabecera de la larga mesa junto a míster Balmer.

—¡Hola, muchachos! Buen trabajo el vuestro. Estaréis cansados —dijo el Almirante.

—Un poco nada más —sonrió Fidel—. Pese a todo, fue una experiencia inolvidable. Los nativos debieron tomarnos por dioses del cielo, o algo por el estilo. Pero al profesor Valera perdió el equilibrio en el momento menos oportuno y dio al traste con nuestra pretendida divinidad.

—Habría sido mejor que siguieran considerándonos criaturas divinas por mucho tiempo —dijo míster Balmer.

—No somos dioses, y sería un tontería pretender que estos inocentes indígenas lo creyeran así —repuso don Miguel Ángel Aznar con su habitual brusquedad—. Considero que debemos tratar a esa gente como iguales, no como seres inferiores a quienes podemos esclavizar o exterminar con un rayo.

—Ellos son más numerosos que nosotros. Si nos declaran la guerra van a crearnos muchas dificultades.

—No tiene por qué haber guerra. De nuestra habilidad depende que sepamos atraerlos a nuestra causa. Ni un sólo momento puedo apartar de mi recuerdo aquella humanidad que quedó en la Tierra, esclava del «thorbod». Nuestro deber es regresar a la mayor brevedad posible y tratar de liberar a nuestros hermanos. Será preciso para ello reunir un numeroso ejército embarcado en una flota de autoplanetas más grandes y poderosos que nuestro «Rayo». ¿Y cómo conseguir ese contingente humano, partiendo de nuestra reducida colonia de seis mil cuatrocientas ochenta almas? Tendrían que transcurrir siglos hasta multiplicarnos en número tan considerable1. En cambio, todo sería distinto si nuestra raza pudiera mezclarse con esta raza nativa. En el transcurso de dos generaciones se crearía un mestizaje en el que encontraríamos reunidos los caracteres distintivos de las dos razas. Nuestra avanzada cultura y el vigor físico de esta raza nativa. La genética ha demostrado que nada ayuda tanto a vigorizar una raza como la mezcla de sangre entre razas distintas.

—En efecto —dijo míster Balmer—. Sólo que en este caso la genética todavía no ha dicho su última palabra. Ignoramos si nuestros genes son compatibles con los de esta raza, y cuál será el resultado de su mezcla.

—Los muchachos tuvieron la suerte de traer consigo cuatro hombres y una mujer. En cuestión de días sabremos a qué atenernos. Otro aspecto interesante de esta captura es que podremos estudiar la lengua y la cultura de la población indígena. En fin —suspiró don Miguel Ángel Aznar—, estimo que hoy ha sido un gran día para el futuro de nuestra nación. Vamos a esperar el resultado de esos dichosos análisis.

Fidel decidió por su cuenta esperar echando un largo sueño, después de tomar una abundante comida.

El apartamento de los Balmer estaba en el mismo edificio y el mismo piso que el del Almirante Aznar. Fidel se despidió de sus amigos en el pasillo y se metió en su casa.

La televisión pasaba el filme tomado en «video» por las cámaras del «Navarra». Una voz en «off» hacía los comentarios oportunos sobre el aspecto general del planeta, sobre sus especies vegetales y la orografía.

La señora Dolores de Aznar escuchaba muy interesada.

—No te asustes cuando salga la escena en la que lucho con los nativos —advirtió Fidel—. Si estoy aquí ahora es porque nada malo me ocurrió.

Se metió en la cocina, se preparó un suculento plato de algas verdes, un bistec de carne artificial y una taza de un extraño sucedáneo del café, y luego se retiró a su habitación.

Le costó largo rato conciliar el sueño. Ante sus ojos cerrados volvía cobrar vida las escenas vividas aquel día inolvidable. Se durmió y siguió soñando en guerreros cubiertos de bronce, en grandes selvas y unos seres unicelulares gigantescos llamados bacterias que le atacaban por todas partes intentando devorarle. Los monstruos le golpeaban y una voz le llamaba por su nombre:

—¡Fidel! ¡Fidel!

Despertó pegando un brinco que le incorporó en la cama. Estaba bañado en sudor. Doña Dolores le sacudió por un hombro.

—¡Fidel!

—¿Qué ocurre? ¿Qué ocurre?

—¡Corre, asómate a la ventana! —¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido?

—El profesor Castillo acaba de hablar por la televisión. Han analizado las muestras de la tierra, del agua del mar y las especies vegetales que recogisteis. También han examinado la sangre de los nativos. ¡No hay peligro, hijo! ¡Podemos desembarcar en ese mundo, las bacterias no serán un inconveniente para que podamos habitar en él!

—¿Es cierto lo que dices?

—Escucha.

Fidel prestó oídos. Se escuchaba el estrépito de una banda interpretando una vibrante marcha militar sobre un fondo de voces y gritos.

Saltó de la cama, corrió hasta la ventana y levantó la persiana. Antes de abrir los cristales ya hirió sus ojos una luz resplandeciente. Todas las ventanas del edificio de enfrente, al otro lado de una gran plaza central del autoplaneta, aparecían abiertas e iluminadas. Por primera vez desde que el «Rayo» zarpó de la Tierra, hacía cuarenta y tres años, estaban encendidos todos los focos de la ciudad, un derroche que los cosmonautas no se habían permitido nunca. De las ventanas caían revoloteando hacia la plaza pedazos recortados de papel como copos de nieve.

Fidel abrió las ventanas de cristal y se asomó a la plaza. Hasta él llegó el griterío ensordecedor de varios miles de personas que corrían, bailaban y daban vítores al «Rayo» y al Almirante Aznar. En el centro de la plaza ardía una hoguera de papeles y libros viejos.

—¿Qué hacen esos locos? ¡Están malgastando todo el oxígeno que queman en la combustión de esa hoguera! ¿Cómo no se lo impide la Policía? —exclamó Fidel.

—Supongo que la gendarmería mostrará algo de manga ancha en razón de las circunstancias —dijo la señora Aznar sonriendo.

—¡Y están arrojando cubos de agua por las ventanas! —Es en señal de alegría.

—¡Derrochando agua y oxígeno tontamente! ¡Están locos! —exclamó Fidel escandalizado.

—Hijo —se rió la señora Aznar—, piensa que eso ya no tiene importancia. Pronto vamos a tener todo el oxígeno y el agua que necesitemos… ¡mucho más del que podremos consumir jamás! Se acabaron las restricciones. Allá abajo nos espera un mundo enorme, prácticamente virgen, con reservas naturales para todas las generaciones que nos sucedan en el futuro. ¡Hijo, éste es el día más feliz de mi vida! —e incomprensiblemente la mujer se echó a llorar.

Fidel la contempló algo confuso. Tal vez porque había nacido en el «Rayo» cuando éste ya llevaba dos años de peregrinar por el espacio infinito, no alcanzaba a asimilar la enormidad del suceso que acababa de tener lugar. ¡Redención era un mundo habitable para la Humanidad terrícola!

Probablemente, los viejos le daban más importancia a este hecho, porque habían nacido en un mundo como Redención y la mayoría desesperaban de ver de nuevo un cielo azul antes de terminar sus días.

—¿Dónde está papá?

—Le llamaron por teléfono para darle la noticia y salió inmediatamente para reunirse con la Plana Mayor y trazar los planes para el inmediato desembarco.

—¿Vamos a desembarcar? ¿En qué lugar?

—Lo ignoro. Supongo que la reunión tratará de fijar el lugar de desembarco.

—¿Quieres hacerme un favor? Prepárame algo para desayunar mientras me visto y afeito. Voy a bajar a la Comandancia a escuchar qué se guisa allí.

Una hora más tarde, Fidel bajaba la corta escalera hasta la primera planta del edificio. Nada menos que cuatro hercúleos miembros de la Policía y un oficial guardaban la puerta de la Comandancia. Sin embargo, el joven Aznar no encontró dificultades para entrar. El hijo del Almirante era una persona muy popular entre la colonia y gozaba de grandes simpatías por su seriedad y madurez.

La espaciosa Sala de Reuniones aparecía totalmente Llena de hombres y mujeres, todos hablando a la vez con gran animación. Por lo que Fidel pudo comprender, la asamblea había entrado en receso para que el Almirante y algunos de sus más destacados ayudantes tomaran un ligero almuerzo.

La enorme mesa estaba llena de fotografías muy ampliadas de la isla que el «Navarra» había explorado el día anterior. Fidel lo advirtió y se lo hizo notar a su padre.

—Veo que los del laboratorio fotográfico han estado trabajando de firme. ¿Qué esperamos encontrar en la isla? —Uranio. Hemos vuelto a despachar al «Navarra» para que estudie las posibilidades de hallar en ella uranio—. ¿Por qué de nuevo a la isla y no a otra parte? —Porque no se exploró en su totalidad. Esa isla está situada sobre la línea imaginaria del Trópico de Cáncer del planeta y viene a tener una extensión pareja a la isla de Borneo de la Tierra. El país se beneficia de la influencia de los monzones y está poblado de grandes selvas al sur. Pero en la altiplanicie el clima es más seco y benigno. Nuestros especialistas creen que ese sería un buen sitio para establecer nuestra primera colonia. Estratégicamente hablando, la isla es todo ventajas, ni demasiado pequeña ni exageradamente extensa, es decir, lo conveniente para desarrollar en ella nuestra industria y afirmar nuestro potencial hasta que estemos en condiciones de saltar al continente.

—Pero la isla está habitada.

—Tanto mejor. Nuestra colonia está necesitada de brazos. Los isleños podrían constituir un importante contingente de mano de obra.

—¿Hacer trabajar a los nativos para nosotros? —exclamó Fidel sorprendido—. ¿Por la fuerza, tal vez?

—No por la fuerza, sino atrayéndolos como amigos. —Pongámonos en lugar de los nativos. Ellos vivían una existencia primitiva y tranquila hasta que llegamos nosotros. ¿Qué derecho nos asiste a interferir en su vida ni cambiar sus costumbres? ¿Qué van a salir ganando?

—Tal vez su vida no fuera tan tranquila —gruñó el viejo Aznar—. Se estaban matando unos a otros cuando los descubriste, ¿no es cierto? Como en todos los pueblos primitivos, habrá entre ellos grandes diferencias sociales; ricos que tienen esclavos, reyezuelos despóticos, gente humilde que sufre hambre y humillaciones, epidemias, sequías y largos períodos de privaciones. Nuestra forma de vida puede que no sea la ideal, al menos no lo hemos demostrado mientras vivimos en nuestro viejo mundo pero hemos desterrado algunas de las peores lacras; la esclavitud, el injusto reparto de las riquezas, el hambre y las enfermedades. Para llegar hasta nuestro actual grado de civilización han tenido que transcurrir milenios y hemos tenido que sufrir en nosotros mismos el dolor de infinitos errores. ¿Preguntas qué podemos ofrecerles a estos salvajes? Yo pienso que si les donamos toda la experiencia adquirida por nuestra civilización desde la Edad de Piedra a nuestros días, y les ahorramos el largo camino de errores que hemos tenido que andar hasta llegar al presente, ese será el mejor regalo que nadie les haya hecho jamás.

—¿Pero querrán aceptar ellos nuestra cultura, o eres del parecer que debemos imponérsela a la fuerza por su propio bien?

—Eso es una tontería —gruñó el Almirante—.

Naturalmente que no les vamos a imponer nuestra forma de vida. No lo considero necesario. Ellos la aceptarán por conveniencia propia, y si eso no ocurre mañana mismo, será en la próxima generación. La Genética dice que es perfectamente posible la mezcla de nuestras razas. Pongamos por caso que te casas con una mujer indígena. Tus hijos ya no se educarán como salvajes. Con el tiempo serán hombres plenamente integrados en nuestra cultura.

En este momento sonó el zumbador del pequeño televisor que estaba sobre la mesa. La asamblea tal vez esperaba una llamada, pues cesaron las conversaciones y todas las miradas se dirigieron al Almirante. Este atendió personalmente a la llamada, apareciendo en la pantalla la imagen de un oficial de transmisiones.

—Diga, Lion. ¿Hay noticias? —inquirió el Almirante—. Sí, señor. El profesor Durare comunica por radio desde el destructor «Navarra». Han encontrado uranio. —¿En la isla?— Sí.

—¡Magnífico! ¿Tenemos la situación de ese yacimiento? —preguntó el señor Aznar.

—Tenemos las coordenadas, señor. "E", punto dos y tres punto nueve. El profesor Durero me recomendó le dijera que van a demorar el regreso hasta obtener algunas fotografías aéreas de la zona.

—Gracias, Lion —dijo el Almirante apagando el aparato. Miró en torno a las alegres caras de sus colaboradores—: Bien, señores. Veamos dónde se encuentra situado ese yacimiento.

De pie, el profesor Valera se inclinó sobre el gran plato ortofotográfico de la isla, donde las curvas de nivel aparecían en trazo blanco en cotas de cien en cien metros. Buscó las coordenadas arriba y en el lado izquierdo y señaló el punto donde ambas se encontraban. —Aquí es.

El yacimiento estaba metido en las estribaciones de la gran cordillera occidental, no lejos de la cabecera del río que, discurriendo primero en dirección sureste, se orientaba después al este, cruzando toda la altiplanicie recibiendo la aportación de numerosos arroyos y barrancos para, en el borde del altiplano, precipitarse en imponente cascada hacia la selva y continuar hasta desembocaren el mar.

Alguien propuso hacer un desembarco directamente sobre la ubicación del yacimiento, dejando allí la maquinaria y el equipo necesarios para la explotación, y un segundo desembarco en el borde del altiplano, cerca de la garganta por donde el río se precipitaba en forma de cascada. El «Rayo», efectuados los dos desembarcos, se remontaba hasta 10.000 metros de altura y desde allí suministraría energía eléctrica simultáneamente a los dos campamentos.

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