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Authors: Eric Walz

Tags: #Novela histórica

La cortesana de Roma (8 page)

BOOK: La cortesana de Roma
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«Esta vez, no», se prometió a sí misma.

—Desde hace seis meses —dijo ella—, no he sabido si el año que viene, si el siguiente, si mañana, o si nunca jamás ibas a ser mío. Desde hace seis meses me siento culpable cada vez que conozco a un hombre, como si fuera una esposa descarriada.

Aquel comentario fue una torpeza. Mencionar a otros hombres suponía, en cualquier caso, una absoluta falta de tacto, pero ella estaba cansada de evitar la cuestión.

—¡Así que ese es el motivo de todo esto! —replicó él—. Los hombres que conoces —su tono de voz cambió de pronto—, ¿Tan omnipotente vuelve a ser tu lujuria? No puedes pensar en otra cosa, ¿verdad? Y resulta que Sandro no está disponible ahora mismo, ¡qué desgracia! ¿Qué es lo que quieres: mi absolución?

—No necesito la absolución de nadie. Siempre he hecho lo que he querido.

—Pues entonces, ¡adelante! ¡Llévate a la cama a Roma entera!

Aquello terminó por liberar la bestia que le corroía por dentro, que saltó a morder.

—Eres un cobarde, Sandro. Huyes de todo, das vueltas de aquí para allá, de allá para aquí, con la esperanza de que alguien, ya sea Dios o el destino, tome la decisión por ti. Todo el que te conoce piensa, al principio, que luchas contigo mismo, pero es solo una fachada ante los demás, y quizá también ante ti mismo. En realidad te limitas a hacerte fácil la existencia, porque así no tienes que hacer nada, dejas que los demás lo hagan todo por ti. Toda tu vida es un saco lleno de ejemplos, solo hay que meter la mano y sacar alguno para comprobar que es verdad. ¿Qué clase de hombre es aquel que durante medio año reside en su ciudad natal pero se dedica a evitar a su madre, a la que quiere y no ha visto en los últimos ocho años, porque tiene miedo de su reacción? ¿Qué clase de hombre apuñala en el pasado a una persona y todavía después de muchos años deja que los demás gobiernen su vida?

—Era mi hermanastro y lo sabes —replicó—. Apuñalé al hijo que mi madre tuvo en su primer matrimonio. Debo expiar ese intento de asesinato en el que...

—Huyes incluso de tu crimen. Es lo único que realmente sabes hacer, Sandro Carissimi: huir. De todo y de todos. Del mundo, de la responsabilidad, de tu madre, de mí, del pasado y del futuro, y saben los cielos de qué más. Eres el mayor cobarde que he conocido.

Cada palabra debía impactarle, herirle. Antonia observó cómo sus dardos alcanzaban su objetivo, y experimentó una gran satisfacción, pero también sintió cómo cada palabra rebotaba hacia ella, se volvía en su contra, cómo cada frase que daba en el blanco le hería también a ella.

La joven luchaba penosamente contra las lágrimas, que ya ignoraba si eran expresión de rabia o de pena. ¿Por qué no respondía nada? ¿Por qué él no le pagaba con la misma moneda? Habría sido tan fácil tratarla de posesa, de ninfómana, de loca insensible y ególatra. Sin embargo, él callaba, indeciso sobre qué debía decir, qué debía hacer, y aquel mutismo no hacía sino enfurecerla más, hasta que ya no pudo resistirlo. Aquel silencio mortal, perpetuo, lo que pensaba y sentía. Ella necesitaba estabilidad, seguridad, fuera del tipo que fuera.

—Ahí estás, un hombre adulto, silencioso, con una expresión del todo inocente, pero en el fondo, Sandro, eres débil. La debilidad se ha propagado en tu interior como la gangrena. Todo en ti está podrido: tu voluntad, tu fuerza, tu corazón... Lo único que nos queda a los demás es compadecernos de ti, no hay nada más.

Se llevó la mano a la boca y alzó los ojos, horrorizada por lo que acababa de decir, pero sobre todo, por el placer que había sentido al decirlo, al humillarle. El jesuita se encontraba a un par de pasos de distancia, rígido como si acabaran de apuñalarlo a sangre fría, con la respiración contenida.

—Oh, Dios mío —susurró ella, con la boca aún cubierta—. Oh, Dios mío, no quise decir eso. Sandro, eso... eso no es...

Pero ya era demasiado tarde. No podía ni quería escuchar sus disculpas.

Antes de que ella pudiera entender lo que él se proponía, cogió éste algo de encima de la mesa, el cortavidrios, y arrojó el pesado instrumento de hierro, que atravesó la habitación y penetró por la puerta del dormitorio, hasta que cayó, con gran estrépito, sobre la vidriera. La estructura de plomo que mostraba la imagen de «El Ángel y la Muchacha» conservaba aún en una unidad el mosaico multicolor y las diversas formas, pero una parte del dibujo estaba destrozada. Allí donde había estado representado el cuerpo de Sandro, se abría un gran agujero.

La joven gritó y corrió hacia el dormitorio. Se arrodilló a los pies del caballete, y dejó que sus manos temblorosas vagaran sobre los pedazos, incapaz siquiera de tocarlos. Los recuerdos de la noche en la que, como en un trance, había creado «El Ángel y la Muchacha», relampaguearon por la mente de Antonia: cómo, sin proponérselo, el ángel había adoptado las formas de Sandro, y la muchacha las de Antonia; cómo aquella imagen había proyectado su amor, y lo había confesado así por primera vez; cómo, la mañana siguiente, tan extenuada como eufórica, había comprendido que aquella imagen nunca se exhibiría públicamente, que estaba hecha solo para ellos dos. Para ella y para él. Para Antonia y para Sandro. Sus sentimientos hacia Sandro no habían cambiado, pero otras emociones los habían subyugado.

La rabia que la había dominado desapareció como por ensalmo. Se enjugó las lágrimas que le resbalaban por las mejillas y giró la cabeza hacia atrás.

—Oh, Sandro —dijo, suplicante.

En aquel momento, él se trasladaba, bamboleándose como un borracho, como un perro apaleado, hasta la puerta.

La muchacha saltó a su lado a la velocidad del rayo.

—No, Sandro, no, no te vayas. Sabes que no lo decía en serio. Quédate, por favor. Hablemos, desde el principio...

Se colocó entre la puerta y él. Con una mano, aferraba la manta en la que había seguido envuelta, mientras que con la otra le tocaba con suavidad el brazo.

—Lo de la vidriera no tiene importancia. La reharé, será fácil. Por favor, Sandro, dime que me perdonas, que me entiendes al menos un poco...

—Te entiendo.

El quiso apartarla de delante de la puerta, pero ella se mantuvo en su camino.

—Entonces, no puedes irte —ella buscaba su mirada, le acariciaba la mejilla.

En aquel momento, la manta se le resbaló de los hombros. Más tarde ella se vería incapaz de decidir si se había tratado de un hecho accidental, si había ocurrido por descuido, al tratar de aferrar el cuerpo de Sandro con ambas manos, o si había sido deliberado, o al menos con cierta intención. En cualquier caso, la manta cayó al suelo, y Antonia se encontró con su cuerpo expuesto ante él. No hizo nada por recuperar la prenda. En lugar de eso, dio un ligero paso hacia él, reduciendo al mínimo la distancia entre ellos.

—Sé que en el pasado amaste a mujeres. No eres tan diferente a mí. ¿Cómo se llamaban? ¿Cuántas fueron? Debieron ser varias.

Le cogió la mano y se la apretó contra el cuerpo.

Finalmente, Sandro le devolvió la mirada, una mirada que no revelaba lo que él pensaba o sentía. Aquella mirada duró uno o dos instantes.

Entonces, Sandro se hizo a un lado con decisión y abrió la puerta y, como si hubiera querido retenerla por última vez, soltó la mano de la joven de su brazo y la apartó enérgicamente.

La puerta se cerró tras él, con un sonido fuerte y sordo al mismo tiempo, como las rejas de una prisión. Sin embargo, ella no supo en que lado de la verja se encontraba, ni siquiera si había dos lados en realidad, o si ambos se encontraban presos de algo que no podían entender.

Las náuseas se propagaron de nuevo por su estómago, y en apenas unos segundos llegaron hasta su garganta. Como siempre, intentó reprimirlas distrayendo la atención. A veces ayudaba. Aquel día, se concentró en los viandantes, pero mientras buscaba con la vista objetivos adecuados a los que contemplar, se dio cuenta de que no le serviría de nada. Logró llegar hasta un hueco en un muro, en el que proliferaban las ortigas, justo antes de que un espasmo brutal le agarrotara todo el cuerpo.

Nada salió de su boca, salvo un par de gotas de líquido. Estaba completamente vacío. Ya había vomitado todo lo que había comido en el hospital doce horas atrás, apenas un par de cucharadas de sopa, así como todo el vino de la noche. A pesar de todo, se concentró y luchó por no vaciarse del todo.

«Como un trapo retorcido hasta que se seca», pensó, y ante la comparación, no pudo evitar sonreír con desgana. El dolor aún permaneció un rato, por culpa de los espasmos, y en cuanto fueron remitiendo, Sandro se percató de que la mano derecha le ardía por culpa de las ortigas.

La boca le sabía de forma repugnante, hacía calor. Era una temperatura propia del verano, y no de la primavera, a pesar de que se encontraban a principios de abril. Una taberna, escondida entre los muros de dos viviendas, ofrecía la promesa del frescor sobre la cabeza y el alivio para la garganta, irritada tras los amargos esputos. Sin embargo, Sandro sabía que aquel paliativo acabaría nueva y rápidamente en otra caída en picado, no solo por el vino en sí, sino porque, adormilado en una posada romana, ligeramente narcotizado por el alcohol, era el estado más vulnerable posible para que todos los reproches de Antonia le golpearan de frente. Además, debía cambiarse y, acto seguido, visitar al cardenal Quirini, canciller de la Cámara Apostólica, y preguntarle por la lista de Maddalena.

Se esforzó en dejar la posada a su izquierda y marcharse, pero no lo consiguió. No se podría concentrar con el cardenal Quirini sin un vaso de vino. El posadero, un hombre tosco con las manos escandalosamente velludas, le sirvió lo que le pidió sin decir una palabra, pero no sin observar el estado de Sandro, ni su pertenencia a la orden de los jesuitas. Acurrucado en una esquina de la taberna, tan oscura como un atardecer de invierno, Sandro sostuvo el vaso entre las manos y lo observó con detenimiento.

Con qué placer hubiera enloquecido ahora de rabia contra Antonia, pues después podría borrar de su mente todo lo que ella había dicho, podría comportarse como si tuviera la razón. Sin embargo, no lo conseguía. De hecho, durante el último medio año había evitado a la muchacha. Se había mostrado ambiguo en cuanto a lo que la joven podía esperar, y lo que no, había eludido cada señal y cada afirmación clara, y todo después de haber dado a entender en Trento lo mucho que desearía tenerla cerca, allí, en Roma.

Había parte de su comportamiento, no obstante, que sí había sido capaz de explicar, como por ejemplo, por qué continuaba siendo jesuita. Así, ya en Trento le había contado lo orgulloso que se había sentido de haber logrado resolver los asesinatos y que, efectivamente, había sido el único gran éxito de su villa, pero aquella no era la razón definitiva. Lo cierto era que, en realidad, no había ningún motivo. La misma noche en que habían resuelto los crímenes, él había decidido dejar la orden, sobre todo después de velarla, a ella, a Antonia, mientras esta dormía. Había escuchado su aliento, había contemplado las heridas que ella había sufrido, y había comprendido que le sería imposible vivir sin ella. Nunca había amado tanto a otro ser humano. Durante toda una noche, Sandro había sido un hombre libre junto a una mujer extraordinaria.

Sin embargo, a la mañana siguiente, el papa Julio III tendría preparado un destino diferente para él. El secreto surgido de los oscuros sucesos de Trento había establecido un vínculo entre Sandro y el pontífice. Sus conocimientos sobre las maquinaciones producidas a la sombra del concilio constituían material sumamente peligroso, y por ello, Julio III había decidido prohibirle abandonar la orden, pues solo su voto jesuita de absoluta obediencia al Papa garantizaba su silencio permanente. Mientras el Papa viviera, Sandro tendría que seguir siendo jesuita, y probablemente aún más allá, pues su sucesor podría ser de la misma opinión.

Podría haberle explicado al menos eso, y quién sabe: quizá de haberse desarrollado aquel encuentro de forma diferente, lo hubiera hecho.

Sin embargo, había algo que nunca podría haberle explicado a Antonia, algo que ésta nunca habría sido capaz de entender, quizá porque él mismo tampoco lo entendía. El que fuera y siguiera siendo un jesuita, impedía que Sandro pudiera casarse con ella, si bien no era obstáculo para que la viera, le hablara, la amara, incluso físicamente. Muchos religiosos mantenían mancebas, incluso el Papa. Probablemente podría haber compensado a Antonia con algún tipo de acuerdo, si esta hubiera aceptado ser su único amor y amante, pero él no se habría conformado con eso. No transcurría una noche en la que no soñara con tocar a Antonia; con cubrirla de caricias, y recibirlas, a su vez; con comer con ella, con reír, con hacer planes, y todo aquello que los enamorados hacen. Tampoco pasaba un día en que no procurara mantenerse alejado de todo aquello. No se debía a Dios, puesto que Sandro no era un hombre de gran devoción. Tampoco a su expiación, a pesar de que había prometido permanecer casto. Era algo distinto, una fuerza distinta le apartaba de ella, más fuerte que Dios, más fuerte incluso que el amor de Sandro.

Quizá ella tuviera razón, quizá fuera un cobarde, débil, alguien que prefería vivir en la esperanza antes que en la realidad y que evitaba de la realidad todo aquello que amenazara sus esperanzas. Aquel podría ser el motivo por el cual, por ejemplo, ni siquiera se había propuesto visitar a su padre, sino que había preferido preguntarle a cualquier otra persona de la lista. Solo para no tener que enfrentarse a su madre.

Sandro se acercó al mostrador y le dio a entender al posadero que le sirviera más vino. Este cumplió su deseo sin pronunciar una palabra y, cuando terminó, permaneció con la mano sobre la jarra, como si esperara tener que repetir la acción casi de inmediato.

—Te asombrará —dijo el religioso al posadero—, que un jesuita venga a tu establecimiento y beba, más aún al mediodía.

—Bueno, ya sabes, cuando se es posadero, sobre todo posadero en Roma...

Dejó la frase sin completar, como si ya nada en este mundo pudiera sorprenderle, ni siquiera el día que el Apocalipsis se desatara sobre Roma, y la eternidad de aquella ciudad llegara a su fin.

Sandro deseó durante un instante que aquel fuera el día en cuestión. Entonces ya nada importaría: ni la muerte de Maddalena, ni el Papa, ni Elisa, ni Antonia...

Lo había presentido. Antes, en la iglesia de Santa Maria del Popolo donde, siguiendo la recomendación de Carlotta, había entrado para maravillarse con la luz verdosa, llena de esperanza, de las vidrieras de Antonia, la había añorado, pero al mismo tiempo había presentido que, si la iba a ver, acabarían discutiendo. A pesar de todo, había ido. ¿Porque quería verla más que cualquier otra cosa? ¿O porque quería dejar en sus manos la decisión de lo que ocurriera entre ellos a partir de entonces?

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