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Authors: Javier Sierra

Tags: #Intriga

La dama azul (8 page)

BOOK: La dama azul
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—¿A mi bisabuela?

—A la misma.

—Gracias mamá.

Colgó el teléfono con un extraño sabor en la boca. Acababa de descubrir —así, casi sin querer, como si alguien la hubiera empujado a llamar— que ella tenía más en común con su admirado Ingo Swann de lo que jamás hubiera pensado. Ambos compartían un pasado indio… ¡y una abuela bruja por parte de madre! ¿Acaso explicaría eso su extraño sueño de la noche anterior? ¿Y su diagnóstico de «epilepsia de Dostoievski»?

En algunos lugares de América se dice que ese tipo de hallazgos sólo se producen «cuando se tiene al ángel de cara».

Capítulo
11

Carlos tomó aire antes de volver a arrancar el motor de su coche. Siguiendo las instrucciones de Txema, se había echado a un lado de la carretera para reponerse de la impresión que le había causado su descubrimiento. Le resultaba difícil aceptar que existiera un pueblo llamado igual que el «apellido» de una monja cuya pista no había sido capaz de seguir en su momento, y se reprochaba no haber confirmado antes aquel extremo.

—Las cosas llegan cuando así está dispuesto… —susurró Txema, confundiendo deliberadamente sus palabras con el ronroneo del motor.

—¿Qué quieres decir?

—Que tal vez cuando empezaste tu trabajo con las teleportaciones, no estabas todavía preparado para desarrollarlo.

—Eso es filosofía barata —protestó Carlos.

—Barata o no, existe algo que se llama Destino. Yo creo en él, ¿sabes? Y a veces su fuerza empuja con más ímpetu que un huracán.

Las palabras del fotógrafo le sonaron extrañas, como si procedieran de algún antiguo oráculo. Carlos nunca le había oído hablar de aquella manera —en realidad, dudaba incluso de que fuera capaz de albergar esa clase de sentimientos—; sin embargo aquellas breves palabras agitaron algo en su interior. Fue curioso: allí mismo, al salir de aquella cuneta helada de la N—122, supo que no tenía elección, que debía desviarse de su ruta, abandonar su persecución de sábanas santas, alterar el orden de prioridades en su lista de asuntos pendientes y hacer algunas averiguaciones en Ágreda. Quién sabe —pensó— si aquel guiño del Destino no resucitaría del letargo su investigación sobre teleportaciones.

El acelerón le devolvió a la realidad. Cerró el cuaderno de notas que tenía abierto en su regazo, encargó a Txema que plegase el mapa de carreteras con cuidado, volvió a situar su mirada sobre la carretera y se adentró con decisión en el corazón de Ágreda, siguiendo las indicaciones que guiaban al centro.

Aquella mañana las calles de ese pueblo soriano estaban tan húmedas y vacías como las de Laguna de Cameros. Los parabrisas de los coches aparcados a ambos lados de la Avenida de Madrid aparecían cubiertos por una densa capa de hielo, y sólo algunos finísimos hilos de humo rompían la monotonía de los tejados de las casas.

—¿Adónde piensas dirigirte? —le tanteó Txema con suavidad. Su compañero todavía lucía el rostro de trance que tanto le había alertado minutos atrás.

—A la iglesia mayor, ¿adónde si no? Si hubo una monja mística en este pueblo, el cura debería saberlo.

—Es probable.

El Ibiza culebreó durante un par de minutos por las calles de Ágreda. Resultó ser un pueblo grande, mucho más de lo que aparentaba desde la carretera. Por fortuna, la iglesia que buscaba Carlos, erigida junto a un edificio que parecía el ayuntamiento, y empotrada en el lado oeste de una gran plaza rectangular, apareció antes de lo esperado. La rodeó con tiento y aparcó a apenas una decena de metros de su gran portón.

—¡Cerrada! —balbuceó impotente Txema.

—Quizás haya otra abierta…

—¿Otra?

—Sí, mira allí.

Justo a sus espaldas, detrás de un edificio de cuatro pisos pintado de blanco hacía poco tiempo, se alzaba la inconfundible silueta de otro gran campanario barroco. Sin prisa, se apearon del coche, atravesaron a pie la plaza del ayuntamiento y descendieron una pequeña cuesta que desembocaba en ese templo.

—También cerrada —volvió a sentenciar el fotógrafo, no sin cierta desazón—. Aquí no hay nadie, y hace un frío de mil demonios…

—Es raro, ¿verdad? Hasta los bares están vacíos.

—No tan raro. Es domingo, y con esta temperatura es normal que no tengan parroquianos hasta más tarde. Quizá a las doce, cuando toquen a misa mayor…

La insinuación de Txema hizo saltar a Carlos.

—¿Las doce? No podemos quedarnos aquí parados. En todo caso, podríamos tratar de acercarnos a La Cuesta y luego, por la tarde, volver aquí a hacer algunas averiguaciones.

—Me parece bien —estaba tiritando—. ¿Regresamos al coche?

Cuando el Ibiza volvió a arrancar, una nube de humo blanco inundó la plaza. El estruendo de su motor retumbó en las paredes del recinto. En el interior, Txema todavía se frotaba las manos, tratando de entrar en calor.

—A lo mejor te precipitaste.

—Seguramente —admitió Carlos—. En cualquier caso, no me negarás que sigue siendo demasiada casualidad haber ido a dar por azar con este pueblo…

—Y eso sería muy incómodo para ti, ¿me equivoco?

—No. No te equivocas.

—Oye, ¿por qué te resistes a aceptar que pueda haber cosas en tu vida que estén programadas de antemano y que puedan escapársete?

Carlos sujetó el volante con fuerza, haciendo equilibrios para no rozar contra los vehículos mal aparcados en aquellas estrechas callejuelas.

—¡Vaya pregunta! —respondió finalmente—. Porque admitir eso equivaldría a aceptar que, en alguna parte, alguien ha trazado las líneas maestras de nuestras vidas. Y de ahí a aceptar la existencia de Dios, va un paso.

—¿Y por qué no habrías de admitirla? —le presionó el fotógrafo.

—Porque tengo la impresión de que Dios es una etiqueta muy fácil de aplicar a todo aquello que no se entiende, y nos evita el esfuerzo de indagar aún más…

—¿Y si tras el esfuerzo concluyes que existe?

Carlos no contestó. De repente, sus brazos se habían quedado rígidos sobre el volante y su mirada volvía a ser vidriosa. Detuvo el Ibiza, manteniendo su motor al ralentí en medio de la calzada. A Txema le incomodó su estado casi catatónico.

—¿Qué te pasa?

—Nos… hemos equivocado de carretera —contestó muy lentamente el
patrón
.

—¿Y bien?

—Nada… nada.

Tras unos segundos, las extremidades de Carlos recuperaron parte de su flexibilidad natural. Lo suficiente como para hacer avanzar el coche unos metros, hasta detenerlo en la cuneta. Lo detuvo a unos palmos escasos de otro indicador con el nombre de Ágreda cruzado por una banda roja, que indicaba el límite del término municipal, y quitó la llave del contacto. Un simple vistazo bastó a Txema para darse cuenta de que, en efecto, aquélla no era la N—122. Se trataba de un camino mal asfaltado, lleno de socavones y demasiado estrecho para permitir la circulación de dos vehículos al mismo tiempo.

El fotógrafo seguía sin entender.

Alterado, Carlos descendió del vehículo, cerró de un golpe la portezuela y cruzó sin mirar la carretera en dirección a un edificio de piedra construido junto a un pequeño campanario. «Quizás necesite tomar más aire», barrunto su compañero. Desde el interior del coche, Txema observó sus pasos vacilantes.

—¡Es aquí! ¡Baja! —gritó de repente.

El fotógrafo se estremeció. Sacó la bolsa de sus cámaras de debajo del asiento, y saltó fuera del coche.

—¿Qué ocurre?

—¡Mira!

Txema tembló. El dedo del
patrón
señalaba el edificio. O más exactamente, a una especie de foso, a poco más de dos metros por debajo del nivel de la carretera, donde se adivinaban un par de puertas. Una de madera, con un extraño escudo de piedra sobre él, y otra resguardada por cuatro arcos de medio punto, sitiada por fuertes rejas de hierro.

—¿Qué quieres que mire?

—Ahí. ¿No lo ves?

De nuevo, Txema paseó la vista por el foso. Se había colocado ya junto a Carlos, quien señalaba la estatua de piedra de una monja con los brazos abiertos y una cruz en una de sus manos.

—¡Es un convento! —exclamó el
patrón
—. ¿Qué mejor sitio para preguntar por una monja?

Sí…, desde luego. ¿Bajamos?

Los dos periodistas descendieron por una pequeña rampa de tierra que desembocaba en una portezuela de hierro, y que flanqueaba el paso a una escalera apenas visible entre la tierra y la nieve. Pronto se percataron de que el edificio era mucho más grande de lo que habían calculado desde el coche. En realidad, parecía una fortaleza. Su fachada apenas estaba moteada por algunas minúsculas ventanas de madera y por unas pocas cruces oscuras, numeradas, que conformaban un paupérrimo vía crucis.

—Tienes razón, debe de ser un convento —murmuró Txema.

Carlos no le escuchó. Estaba de rodillas sobre la nieve, delante del pedestal de cemento sobre el que se había erigido la estatua de la religiosa que tanto le había llamado la atención. Garabateaba en su cuaderno algunas frases, como si transcribiera una leyenda cincelada en la peana.

—¿Lo ves? —exclamó al fin—. Mira lo que está escrito ahí.

Txema forzó su mirada y descubrió una inscripción grabada en bajorrelieve sobre el cemento:

A la venerable Madre Ágreda, con santo orgullo. Sus paisanos.

—¿Crees que se trata de tu monja?

—¿Y quién si no?

—Conviene que no nos precipitemos. Tú mismo dijiste que fue costumbre poner el nombre del pueblo a las personas célebres que nacieron en él, y ésta podría ser otra monja famosa de otra época. ¿No te parece?

—Demasiada casualidad.

—Sólo una más en este viaje.

Carlos miró al fotógrafo de reojo. Txema continuó.

—Además, si es la monja que acabó con tu paciencia cuando lo de las teleportaciones, lo sabremos pronto… Pero si no lo fuera, me harás un favor: nos olvidamos de este buen montón de casualidades y volvemos a Madrid. ¿Vale?

—Vale.

Carlos se incorporó, y con paso firme ambos se encaminaron hacia la puerta de madera que tenían más cerca. Estaba abierta.

—¡Entra! —le forzó Txema.

Tras atravesar el umbral y adecuarse a la penumbra vieron confirmadas sus primeras sospechas. Se encontraban, efectivamente, en un pequeño recibidor forrado de esterillas de madera y adornado con motivos religiosos. El torno, empotrado a un metro de altura en la pared de la derecha, no dejaba lugar a dudas: aquello era un convento de clausura.

Una escuálida mesa cubierta por un mantel de ganchillo y algunas hojas parroquiales antiguas, una campanilla, un viejo interruptor que tenía aspecto de timbre y el inconfundible cilindro de madera que conectaba la clausura con el mundo exterior, completaban la austera decoración de aquella antesala.

—¿Llamas tú? —preguntó Txema en voz baja.

—Claro.

Al presionar aquel timbre un agudo chirrido retumbó por todo el edificio.

A los pocos segundos, los goznes de una puerta crujieron al otro lado de aquel pequeño tiovivo de madera.

—Ave María Purísima —rompió el silencio una voz al otro lado del torno.

—Sin pecado concebida… —Carlos dudó.

—¿Dígame? ¿Qué desea?

La invisible interlocutora le interrogó con extraordinaria suavidad. Por un momento,
el patrón
barajó la posibilidad de construir una historia inocente que justificara su presencia allí y enmascarara lo que empezaba a ser ya una indigerible secuencia de casualidades, pero se dejó llevar explicándole
parte
de la verdad.

—Vera usted, madre: somos dos periodistas de Madrid que estamos investigando reliquias de algunas parroquias de la zona de los Cameros, y el temporal de nieve y el mal estado de las carreteras nos han arrastrado hasta aquí…

—¡Qué nos va a decir usted de la nieve! —exclamó espontánea aquella mujer a través del torno.

—Bueno… lo que nos gustaría es saber si aquí vivió alguna vez una monja llamada María Jesús de Ágreda. ¿Sabe? Fue una religiosa del siglo XVII y no sé si todavía guardarán memoria de ella. Hace unas semanas la cité en un reportaje sin saber si…

Un codazo del fotógrafo le hizo dejar la frase a medias…:

—¡Cómo no vamos a haber oído hablar de ella! ¡Si es nuestra fundadora!

Aquella exclamación les dejó sin palabras. La monja, ajena a su sorpresa, añadió con cierto tono de complicidad:

—Seguro que ustedes están aquí porque ella les ha llamado. ¿Sabe? Es una monja muy convincente, hasta hace milagros, y algo de ustedes le debe de haber interesado cuando han llegado aquí de esta forma que me cuenta.

—¿Es? —preguntó Carlos alarmado.

—Bueno, era… —admitió.

—¿Y qué quiere usted decir con que nos «ha llamado» hermana?

—Nada, nada… Coja la llave que le voy a dejar en el torno; abra la puerta pequeña que tiene a la derecha y atraviese el pasillo hasta el fondo. Tendrá que abrir una puerta de cristal que tiene otra llave puesta; crúcela y enciéndase la estufa, que ahora mismo bajará alguna hermana para atenderles.

Las suaves órdenes fueron tan precisas que no tuvieron alternativa. De hecho, antes de que se dieran cuenta, el torno ya giraba proporcionándoles una pequeña llave de acero cosida a un llavero amarillo. Era su pasaporte al interior del convento.

Capítulo
12

Carlos se adentró por la puerta indicada tratando de seguir al pie de la letra las instrucciones recibidas. Detrás, con paso más vacilante, le siguió Txema, que comenzaba a barruntar si detrás de todo aquello no habría algo milagroso… A fin de cuentas, él era un hombre de fe. Discreta, sí, pero fe al fin y al cabo.

Pronto llegaron a una especie de salón con un amplio ventanal enrejado. Resultaba evidente que aquella apertura en el muro daba a otra estancia del interior de la clausura. Aquel modesto salón estaba decorado con varios lienzos de aspecto vetusto. En uno se apreciaba la imagen oscurecida de una religiosa que sostenía en su mano derecha una pluma, mientras que la izquierda descansaba sobre un libro abierto. Les llamó la atención una Inmaculada parecida a las pintadas por Murillo, y un curioso tapiz colgado encima de la ventana enrejada que representaba varias escenas de la aparición de la Virgen de Guadalupe, en México, al indio Juan Diego, en pleno siglo XVI… Pero, sobre todo, les cautivó un último cuadro: se trataba —era evidente— de una tela moderna, de colores vivos y paupérrima ejecución artística, que representaba una monja vestida con un hábito azul, rodeada de indios tocados con plumas y de animales domésticos.

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