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Authors: Alan Bennett

Tags: #Novela, Narrativa, Humor

La dama de la furgoneta (4 page)

BOOK: La dama de la furgoneta
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—A San Antonio, por supuesto. Al patrono de las cosas perdidas. San Antonio de Padua.

«Bueno, —quiero decirle—, no ha tenido que buscar muy lejos.»

Mayo de 1982.

Cuando salgo hacia Yorkshire, la mano de Miss Shepherd aparece como la del Viejo Marinero: «¿sé yo si hay escalones en la estación de Leeds?» «¿Por qué?», pregunto cauteloso, imaginando que quizá tenga pensado acampar en mi otra puerta. Resulta que sólo quiere algún sitio donde ir de excursión, y le propongo Bristol.

—Sí, he estado en Bristol. Al volver atravesé Bath. Parecía bonito. Había coches maravillosamente aparcados. —Acto seguido se acuerda de cuando conducía vehículos reacondicionados del ejército y los llevaba hasta Derbyshire—. Fue durante la guerra —dice—. En realidad me pasé en la guerra —dice, y de algún modo esto es el magro fin de la cuña que la ha encallado aquí, anhelando viajar esta mañana de mayo, cuarenta años más tarde.

Miss Shepherd prefiere la palabra «tierra» a «país». «Esta tierra…» Empleada en este sentido, forma parte de la retórica, si no de la locura, al menos de la obsesión. Los Testigos de Jehová hablan de «esta tierra», y también el National Front. La tierra es país más destino; país a los ojos de Dios. Mrs. Thatcher habla de «esta tierra».

Febrero de 1983.

A. me telefonea a Yorkshire para decirme que la caldera ha reventado y el sótano está sumergido bajo quince centímetros de agua. Cuando le dicen que el sótano se ha inundado, el único comentario de Miss Shepherd es: «Qué desperdicio de agua.»

Abril de 1983.

«Estoy pasando malas noches», dice Miss Shepherd, «pero si me eligieran podrían ser mejores.» Quiere que le consiga los impresos para poder presentarse a las próximas elecciones al Parlamento. Sería la candidata del Fidelis Party. El partido, que nunca ha sido numeroso, ahora está notablemente reducido. En su momento pudo contar con cinco votos, pero ahora sólo dispone de dos, uno de los cuales es el mío, y me disgusta decirle que yo voto a la Socialdemocracia.

No obstante, prometo escribir al ayuntamiento para pedir los impresos.

—Todavía no hay fondos —dice—, y no quisiera pedírselos a los simpatizantes. No sirvo para eso. Las secretarias sí (hay que pagarlas). Pero sería muy buena votando; mejor que ellas, probablemente.

Mayo de 1983.

Miss Shepherd me pide que sea testigo de que firma el impreso de candidatura. «Estoy firmando, —dice—, ¿lo ve?» Ha abordado a varias monjas para que sean sus candidatas.

—Una hermana que conozco habría firmado, pero hace años que no la veo y en este tiempo se ha trastornado un poco. No sé lo que haré con los folletos. Tendría que ser un trabajo económico… no podría sufragar los gastos. Quizá sólo escriba mi programa en la acera; estas cosas se esparcen como un reguero de pólvora.

Mayo de 1983.

Miss Shepherd ha recibido la documentación.

—¿Cómo debería describirme? —pregunta, por la ranura de la ventanilla—. He pensado en «anciana solterona», digamos. También hay que decir el tratamiento. Pues el mío es —y suelta una de sus inusuales risas— Mrs. Shepherd. Así me llama la gente por educación. Y no lo rechazo. La madre Teresa dice siempre que está casada con Dios. Yo podría decir que estuve casada con el Buen Pastor
[1]
, y en eso consiste el Parlamento, en cuidar del rebaño. Cuando me elijan, ¿usted cree que tendré que vivir en Downing Street o podré gobernar desde la furgoneta?

Hablo con ella más tarde y el asunto de la candidatura empieza a abatirla.

—¿Sabe usted algo de la ley de 1974? Se refiere a los requisitos indispensables. De todos modos, me está dando dolor de cabeza. Creo que pronto habrá otras elecciones, así que en todo caso éstas habrán sido una buena preparación.

Junio de 1984.

Miss Shepherd ha vuelto a buscar en
Exchange and Mart
y ha respondido a un anuncio de un Morris Minor blanco. «Es el tipo de coche al que estoy acostumbrada, o estaba. Necesito tener movilidad.» Planteo la cuestión de la matrícula y el seguro, que ella siempre considera formalidades fastidiosas. «Lo que usted no entiende es que estoy asegurada. Estoy asegurada en el cielo.» Afirma que desde que tiene el seguro celestial, su furgoneta no ha sufrido ni un rasguño. Le recuerdo que eso tiene menos que ver con el cielo que con el hecho de que la furgoneta está aparcada día y noche en mi jardín. Ella admite que cuando estaba en la calle, de vez en cuando recibía algún golpe.

—Una vez vino un tipo por detrás y me rayó la chapa. Le pedí que me pagara algo: media corona, creo que era. No quiso.

Octubre de 1984.

Hoy instalan una alfombra nueva en la escalera. Al ver que tiran la vieja, Miss Shepherd dice que le vendría de perlas ponerla encima de la furgoneta para amortiguar el ruido de la lluvia. Esta conversación se produce justo en el momento en que salgo hacia el trabajo, pero digo que no quiero ver la furgoneta engalanada con retales de una alfombra vieja; tal como está, ya tiene bastante mala pinta. Cuando vuelvo por la noche encuentro los restos de la alfombra sobre el techo de la furgoneta. Le pregunto a Miss Shepherd quién los ha puesto ahí, ya que no puede haberlo hecho ella sola. «Un amigo, —dice, misteriosamente—. Un samaritano.» Furioso, arranco un pedazo simbólico, pero la mayor parte de la alfombra permanece en su sitio.

Abril de 1985.

Miss Shepherd ha escrito a Mrs. Thatcher solicitando un puesto en «la asesoría del Ministerio de Transportes, relacionado con la bebida, la conducción y demás». También me enseña el texto de una carta que tiene intención de enviar a la embajada argentina, en defensa del general Galtieri. «Lo que él no entiende es que Mrs. Thatcher no es la Dama de Hierro. Soy yo.»

A la persona responsable de Argentina,

19 de abril de 1985

Estimado señor:

Le escribo para solicitar clemencia para el pobre general que condujo sus fuerzas armadas en la guerra, como persona realmente entendida. Me preocupaba la Justicia, el Amor y, por así decirlo, yo estuve en la guerra, como si dijéramos, estrechando la mano de su dirigente de entonces, y teniéndole presente en mis pensamientos (puede que tuviera algo que ver con el amor a las Malvinas de la educación católica, por ejemplo) y deseándole en verdad buenos resultados en las negociaciones, etc., pero me temo que puede haber pensado que era Mrs. Thatcher la que le dispensaba esta bienvenida y quizá por eso se haya visto inducido a engaño.

Por consiguiente le ruego sea clemente con él. Libérelo, reincorpórelo en su puesto, si es factible. Puede leer en público esta carta si desea explicar este acto de misericordia, etc.

Atentamente,

Una miembro del Fidelis Party

(Servidores de la Justicia)

P.D. Quizá también hayan intervenido otros en inducirle a engaño.

P.P.D. Sin darse cuenta, digamos. Tradúzcalo al argentino si quiere.

En algún momento de 1980, Miss Shepherd se compró un coche, pero sólo había dado un par de vueltas en él («¡Va como la seda!»), cuando se lo robaron. Fue hallado más tarde, desmontado y abandonado en el sótano de los pisos municipales de Maiden Lane. Fui a recoger lo que quedaba («Aunque quizá la policía lo necesite como prueba, digamos»), y descubrí que incluso en el breve tiempo en que ella había tenido el Mini se las había ingeniado para atiborrarlo del contingente habitual de bolsas de plástico, rollos de cocina y mantas viejas, todo ello profusamente rociado con polvos de talco. En 1984, cuando compró un Reliant Robin sucedió tres cuartos de lo mismo: fue a la vez un segundo coche y un segundo ropero. Miss Shepherd podía permitirse gastar un dineral en aquellos automóviles porque al estar estacionada en el jardín contaba con un domicilio fijo y en consecuencia podía beneficiarse de todos los servicios de la seguridad social y de sus diversas prestaciones. Puesto que sólo gastaba en comida, podía ahorrar algo y tenía una cuenta en el Halifax y unos cuantos depósitos bancarios. En efecto, yo oía decir a gente que pasaba: «Ya sabes que es millonaria», en el sentido de que, si no lo fuese, nadie en su sano juicio le dejaría vivir allí.

El Reliant tuvo más actividad que el Mini, y a bordo de él se largaba tan campante la mañana del domingo, aparcaba en Primrose Hill («Se respira mejor»), e incluso iba hasta Hounslow. La mayoría de las veces, sin embargo, se contentaba (y creo que entonces sí estaba contenta) con sentarse en el Reliant y acelerar el motor. Pero como, por lo general, para hacer esto elegía la primera hora de la mañana del domingo, no se granjeaba el aprecio de los vecinos. Además, lo que ella llamaba «toda una vida con motores» no le había enseñado que acelerar un coche no recarga la batería, y cuando periódicamente se le descargaba yo tenía que sacarla y llevarla a cargar, sabiendo perfectamente que esto sólo significaría más acelerones. («No», insistía ella, «quizá vaya a Cornualles la semana próxima, digamos.») En realidad, el problema no era recargar la batería: lo malo era que me daba vergüenza que me vieran hurgando en un coche tan ridículo.

Marzo de 1987.

Las monjas de lo alto de la calle —o «las hermanas», como siempre las llama Miss Shepherd— se han habituado a hacerle algunas compras. Una de ellas ha dejado una bolsa esta mañana en el escalón posterior de la furgoneta. Son las inevitables galletas de jengibre y varios paquetes de compresas. Entiendo que sería difícil que me pidiera a mí que le comprara esas cosas, aunque también debe de resultarle problemático pedírselo a una monja. Forman parte de sus complicados métodos de aseo, y de vez en cuando las ves puestas a secar en el hornillo eléctrico manchado de costras de sopa. Como ha dicho el cartero esta mañana: «A veces el olor te echa un poco para atrás.»

Mayo de 1987.

Miss Shepherd quiere extender una manta encima del techo (además del pedazo de alfombra) para amortiguar el ruido de la lluvia. Le señalo que al cabo de unas semanas estará frío, húmedo y asqueroso. «No, —dice ella—, sólo curtido.»

Ha puesto un cartel del partido conservador en la ventanilla lateral de la furgoneta. La única persona que lo ve soy yo.

Esta mañana estaba sentada en la portezuela abierta y cuando he pasado por delante ha tirado un paquete de Ariel vacío. La manta que cuelga sobre el cochecito de niño está cubierta de detergente. «¿Lo ha echado usted?», pregunto. «No», dice ella, enfadada, irritada por tener que explicar una obviedad. «Es detergente. Cuando llueva se lavará la manta.» Mientras trabajo sentado a mi mesa la veo encorvada sobre el cochecito, distribuyendo los polvos de jabón y esparciéndolos encima de la manta. Por el momento no han pronosticado lluvias.

Junio de 1987.

Miss Shepherd ha convencido a la asistencia social de que le den una silla de ruedas, aunque realmente había echado el ojo a la versión eléctrica.

miss s.: El chico de la otra acera tiene una. ¿Por qué yo no?

yo: El no puede andar.

miss s.: ¿Cómo lo sabe? No lo ha intentado.

yo: Miss Shepherd, tiene espina bifida.

miss s.: Pues yo de niña tenía los hombros redondos. Puede que no sea grave ahora, pero entonces era muy serio. He pasado por dos guerras; en la primera era una niña y no recibía raciones completas, y en la segunda trabajé en las ambulancias. ¿Por qué no se ocupan de los viejos?

Frustrada su ambición de una silla eléctrica, Miss Shepherd lo compensó comprando (nunca he sabido dónde) una segunda silla («Por si la otra se avería»). El inventario completo de sus vehículos de ruedas es ahora el siguiente: una furgoneta; un Reliant Robin; dos sillas de ruedas; un cochecito de niño plegable; un cochecito de niño plegable (dos plazas). Una y otra vez reduzco el número de esos cochecitos llevándome uno sigilosamente a un contenedor. Ella atribuye esas desapariciones a unos niños (que nunca le han gustado), y las remedia rápidamente adquiriendo otro de esos chismes en la chatarrería de Reg. Miss Shepherd nunca ha dominado la técnica de autopropulsión en la silla, porque se negaba a utilizar el mando manual («No me arreglo con todas estas tonterías»). Prefería, en cambio, desplazarse con dos bastones, con los cuales parecía más bien una esquiadora sobre suelo llano. Al final tuve que retirarle el mando («El peso extra afecta a mi salud»).

Julio de 1987.

Miss Shepherd (visera verde vivo, falda violeta, rebeca marrón, calcetines turquesa fluorescentes) sale por la verja en la silla de ruedas mediante una maniobra compleja que podría haber simplificado mucho si hubiera empujado la silla hasta la calle. Un transeúnte se apiada de ella y se la lleva pitando al mercado. No tan «pitando», porque dificulta el trayecto más de lo necesario la negativa de Miss Shepherd a levantar los pies del suelo, con lo que el buen samaritano se ve empujando una silla continuamente retenida y frenada por esos pies grandes que se arrastran, enfundados en pantuflas. Ahora tiene las piernas tan delgadas que los pies son flaccidos y planos como las patas de un camello.

Aun así, habrá un momento de placer en este viaje, como en todos ellos. Cuando la han traído del mercado empujando la silla, dice a quien la empuja (y lo dice: nunca da las gracias) que la deje delante de la verja, pero en el centro de la calle. Después, cuando cree que nadie mira, levanta los pies, se incorpora y recorre andando los pocos metros de distancia hasta la verja. La expresión de su cara es de puro deleite.

Octubre de 1987.

He estado filmando en el extranjero.

—Cuando estuvo en Yugoslavia —pregunta Miss Shepherd—, ¿se encontró con la Virgen María?

—No —respondo—. Creo que no.

—Oh, bueno, se está apareciendo allí. Lleva varios años apareciendo todos los días.

Es como si me hubiese perdido una importante atracción turística.

Enero de 1988.

Pregunto a Miss Shepherd si ayer fue su cumpleaños. Ella asiente, cautamente.

—Así que ha cumplido setenta y siete.

—Sí. ¿Cómo lo ha sabido?

—Lo vi un día en que estaba rellenando el impreso del censo.

Le doy una botella de whisky y le explico que es sólo para darse friegas.

—Oh. Gracias. —Silencio—. Mr. Bennett, no se lo diga a nadie.

—¿Lo del whisky?

—No. Lo de mi cumpleaños. —Silencio—. Mr. Bennett.

—¿Sí?

—Tampoco lo del whisky.

Marzo de 1988.

«He estado haciendo un poco de limpieza de primavera», dice Miss Shepherd, arrodillada delante de un cuadro de suciedad y deterioro parecido a un
tableau
de Kienholz. Dice que ha hablado con la asistenta social de la posibilidad de que le den un bungalow, para el que estaría dispuesta a aportar «unos cuantos cientos o así». Es posible que el bungalow esté hecho de amianto, «pero podría usar una máscara. No me importaría, y por supuesto sería mucho mejor si se piensa en un incendio». Tiene las manos embutidas en mitones, una compresa secándose encima del hornillo y un lustroso folleto del Halifax que ofrece «fabulosas oportunidades de inversión».

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