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Authors: Alan Bennett

Tags: #Novela, Narrativa, Humor

La dama de la furgoneta (7 page)

BOOK: La dama de la furgoneta
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Terminé de limpiar la furgoneta, desguacé el pasillo y abrí todas las ventanillas y puertas y, por primera vez desde que Miss Shepherd se había instalado en ella, despedía un olor casi agradable, sólo que era aquel espantoso olor dulzón que ella le había inoculado. Mi vecino, el artista David Gentleman, que diez años antes había hecho un boceto relámpago de Miss Shepherd observando la retirada de un vehículo anterior, ahora vino a hacer un dibujo romántico del último, rodeado de hierba alta y con las cortinas en jirones ondeando a la brisa de la primavera.

2 de mayo de 1989.

Esta tarde viene un hombre bastante atildado que, hace quince años, se negó a ejecutar una orden municipal de retirada de uno de los vehículos anteriores de Miss Shepherd, alegando que había alguien viviendo dentro. Eso dice él, en todo caso, aunque sólo sea quizá para sostener su derecho. Se queda en la entrada, aguardando tal vez a que yo mencione un precio; yo también espero, preguntándome si va a formular una acusación. El silencio por ambas partes parece indicar que la transacción ha concluido sin pago por ninguna de las partes, y menos de una hora después vuelve con su grúa. Tom M. saca fotografías mientras levantan la furgoneta en el aire, como si fuera el cadáver de un elefante, y la pasan a través de la puerta hasta la rampa, con los neumáticos milagrosos, por suerte todavía hinchados; el hombre garabatea «Remolcado» en la espesa capa de mugre que recubre el parabrisas; yo poso junto al capó para una última foto (que no sale), y la furgoneta sube por última vez Gloucester Crescent y deja el espacio que ocupaba en el jardín tan amplio y vacío como la Piazza San Marco.

5 de mayo de 1989.

«¿Mr. Bennett?» La voz es una pizca militar y muy aguda, aunque sin ningún acento y nada que indique que es un hombre que debe de pasar de los ochenta.

—Me ha enviado una carta sobre una tal Miss Shepherd, que al parecer ha muerto en el jardín de su casa. Tengo que decirle que no conozco a esa persona.

Un poco perplejo, describo a Miss Shepherd y sus circunstancias y le doy su fecha de nacimiento. Hay una ligera pausa.

—Sí. Bueno, está claro que es mi hermana.

Me cuenta la historia de Miss Shepherd y que, al volver él de África después de la guerra, la encontró persiguiendo a la madre de ambos, diciéndole que era una malvada y lo que debía y no debía comer, situación que finalmente le movió a internarla en un hospital psiquiátrico, en Haywards Heath. Me refiere la historia posterior, o al menos lo que conoce de ella, y dice que la última vez que la vio fue hace tres años. Es franco y directo y no oculta el hecho de que se siente culpable por haberla internado, aunque no ve qué otra cosa podría haber hecho, nunca se llevaron bien y no comprende cómo yo he podido soportarla todos estos años. Le hablo del dinero, con la ligera expectativa de que él cambie de parecer y recalque que en realidad estaban muy unidos. Pero sucede lo contrario. Puesto que no se entendían no quiere el dinero y dice que debo quedármelo yo. Cuando le digo que yo también renuncio a tenerlo, me dice que lo entregue a la beneficencia.

Anna Haycraft (Alice Thomas Ellis) ha mencionado la muerte de Miss Shepherd en su columna del
Spectator,
y se lo comunico, en realidad para mostrar que su hermana contaba con el afecto de algunas personas y no era simplemente una anciana cascarrabias. «Cascarrabias no es la palabra», dice, y se ríe. Presiento a una esposa a su lado, y después de colgar me los imagino reflexionando sobre esta llamada.

Yo también reflexiono y pienso en la vida audaz que ha tenido Miss Shepherd y en el contraste con mi manera tímida de vivirla; vivir, como dijo Camus, es un poco lo opuesto a expresar. Veo que la ubicación de Miss Shepherd y la furgoneta delante, pero al margen, de donde escribo, es la ubicación de casi todo sobre lo que escribo; también es lo marginal y nunca lo que tengo delante.

Más de un año después, estando cerca del pueblo de Sussex donde vivía F., telefoneé para preguntar si podría visitarle. En el ínterin había escrito sobre Miss Shepherd en la
London Review of Books
y dado una serie de charlas sobre ella en Radio 4.

17 de junio de 1990.

El señor y la señora F. viven en un pequeño bungalow dentro de una urbanización moderna, a poca distancia de la carretera principal. Supongo que me esperaba algo más suntuoso por la firmeza con que él había rechazado el legado de su hermana; de hecho, la señora F. es inválida y la posición del matrimonio es evidentemente muy modesta, lo que hace que su renuncia sea más encomiable de lo que yo pensaba. Por su manera de hablar por teléfono yo me imaginaba a alguien enérgico y serio, pero es un hombre algo regordete y jovial, y tanto él como su mujer se ríen mucho. Me ofrecen un pedazo de pastel delicioso que ha hecho él (la señora F. está casi inmovilizada por la artritis) y después responden pacientemente a mis preguntas.

La revelación más interesante es que, de joven, Miss Shepherd fue una pianista de talento que había estudiado en París con Cortot, quien le dijo que debería seguir una carrera de concertista. Su decisión de hacerse monja puso fin al piano, «y eso no debió de ser bueno para su estado mental», dice el señor F.

Recuerda las ocasionales visitas de su hermana, que nunca se presentaba en la puerta, sino que atravesaba al trote el campo que había detrás de la casa y saltaba la cerca. Nunca prestó la menor atención a la señora F., sospechando, y con razón, que las mujeres tendían a ser menos tolerantes con ella que los hombres.

F. dice que toda esa historia del novio, que me llegó a través de las monjas, era absurda; a ella no le interesaban los hombres y nunca tuvo ninguno. Cuando trabajó en el servicio de ambulancias, los otros conductores le tomaban el pelo, y una vez le preguntaron por qué no se había casado. Ella se irguió y dijo: «Porque no he encontrado al hombre que me hubiera satisfecho.» Desconcertada por sus risas, fue a su casa y se lo contó a su madre, que también se rió.

F. no ha ocultado la situación a sus amigos, especialmente después de mis charlas en la radio, y dice a la gente que se ha pasado la vida intentando dejar huella y ahí la tienes a ella, que ha vivido como una vagabunda, más famosa de lo que él nunca será. Pero habla de su carrera en África, dice que sigue trabajando de veterinario a tiempo parcial y yo me marcho pensando que forman una pareja admirable, divertida y afable, y tan buenos en la práctica como Miss Shepherd en la teoría: el hermano Marta para su hermana María.

A veces, cuando oigo la portezuela de una furgoneta, pienso: «Ahí está Miss Shepherd», e instintivamente levanto la vista para ver qué ropa se ha puesto esta mañana. Pero la mancha de aceite que señalaba el lugar de la furgoneta ha desaparecido hace mucho, y las salpicaduras de pintura amarilla en la acera casi están descoloridas. Pero Miss Shepherd dejó una herencia más duradera, y no sólo a mí. Como la difteria y la gomina, asocio las polillas con los años cuarenta, y hasta que Miss Shepherd se afincó en mi jardín las creía firmemente relegadas al pasado. Pero al igual que fueron unas ropas las que supuestamente propagaron la plaga en el pueblo del condado de Derbyshire, fue un lío de ropas de Miss Shepherd, aunque estuviera fuertemente envuelto en una bolsa de plástico negra, lo que trajo la plaga a mi casa y la extendió desde la bolsa al ropero y del ropero a las alfombras, y la aparición de una polilla ocasiona palmadas frenéticas y pisoteos feroces. Tras su muerte, mi vigorosa limpieza de la furgoneta difundió aún más la plaga, y ahora muchos de mis vecinos han llegado a compartir esta herencia indeseada.

Su tumba en el cementerio de St. Pancras apenas no es más estrecha que el espacio donde durmió los veinte años anteriores. No tiene epitafio, pero creo que este anonimato no hubiera desagradado a una persona tan reacia a confesar su nombre o a divulgar cualquier información sobre sí misma.

Notas

[1]
En inglés,
the Good Shepherd. (N. del T.)
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