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Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (3 page)

BOOK: La dama del castillo
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—Y bien, vosotras cuatro, ¿ha llegado ya mi esposo? —les preguntó a las criadas, que seguían cuchicheando sin dejar de reír.

—Sí, señora. Y nos envía a decirle que os espera en sus aposentos —respondió una de ellas, jacarandosa.

—Entonces no lo haré esperar —dijo Marie, guiando a Liebrecilla hasta un banco que había contra la pared. Desde allí se apeó sin ayuda. Después le arrojó las riendas a la muchacha que había hablado—. Lleva mi yegua al establo y entrégasela a uno de los siervos.

La muchachita hizo una reverencia, tomó el extremo de las riendas con cautela y clavó la vista en Liebrecilla con desconfianza, como si la yegua pudiese morderla en cualquier momento. Marie se alejó riendo y se apresuró a subir las escaleras que conducían al edificio principal. Ischi la siguió de cerca, por eso ninguna de las dos llegó a ver a una mujer de mediana edad vestida de colores oscuros que asomó en ese momento por la esquina y sin dejar de proferir insultos se lanzó sobre las criadas. Éstas, al ver[a, se quedaron heladas.

—¡Vamos! ¡A trabajar! ¡Hatajo de vagas e inútiles! ¿O acaso habéis olvidado lo que os encargué?

Toda la alegría que había en los rostros de las cuatro desapareció, dando paso a una expresión de susto.

—No, señora Marga, nosotras... —balbuceó una.

El ama de llaves del castillo de Sobernburg alzó la mano como si tuviese intenciones de golpear a la muchacha.

—Deja de quedarte aquí de brazos cruzados y ve a trabajar o verás la que te espera. ¿Y qué hace este jamelgo aquí? Que se ocupen de él los siervos del establo.

—La señora me ordenó llevar a Liebrecilla al establo —se defendió la criada que sostenía las riendas del caballo.

—¿Y entonces por qué sigues ahí parada? —le preguntó el ama de llaves, furiosa—. ¡Si vuelvo a veros cacareando aquí en el patio en vez de hacer lo que os digo, os reemplazaré por otras criadas más dóciles!

Mientras las cuatro muchachas partían en todas las direcciones para alejarse del ama de llaves, Marga alzó la vista hacia las ventanas detrás de las cuales se encontraban las habitaciones del señor y la señora del castillo y frunció el gesto. Con la vida disipada que llevaban, era lógico que las criadas fuesen rebeldes y holgazanas.

Entretanto, Marie había llegado al salón de caballeros, y ya se dirigía hacia la escalera para subir a sus aposentos cuando de pronto descubrió a Michel sentado en su silla a la cabecera de la mesa. Tenía una expresión pensativa y la mirada clavada en un pergamino abierto entre sus manos.

—¿Qué sucede? ¿Malas noticias?

Michel soltó el aire que había contenido y asintió.

—También es un motivo para sentirme honrado. Ayer estuvo aquí un emisario del conde palatino y dejó este mensaje para mí. El señor Ludwig me ordena armar una tropa de soldados durante el invierno y partir con ellos hacia Bohemia la próxima primavera.

Capítulo III

Marie se quedó escuchando la respiración acompasada de su esposo, que yacía a su lado, y dejó escapar un leve suspiro. Hubiese querido decirle muchas más cosas, pero prefirió dejarlo descansar, ya que al día siguiente debería partir hacia la guerra y necesitaba toda las energías que pudiera reunir. Ella, en cambio, seguramente no sería capaz de conciliar el sueño esa noche, e intuía que la aguardaban muchas más noches de miedo y angustia. En los diez años que llevaban de matrimonio, jamás habían pasado más de dos o tres noches separados, en cambio, esta vez, cuando Michel dejara el castillo sin ella, saldría rumbo hacia lo desconocido.

La luz de la luna entraba por la ventana abierta en su habitación, iluminándola como si de una antorcha se tratase. Su resplandor plateado se paseaba por los cofres repletos de dinero, prueba de su riqueza, pero no llegaba a las paredes revestidas de madera, de modo que parecían más oscuras que la propia noche. Negras como la muerte, pensó Marie, y se dio, la vuelta sin querer hacia donde estaba Michel, cuya silueta se recortaba contra la ventana. La cama en la que estaban acostados era muy grande y había sido diseñada para dos personas que necesitaban mucho espacio. Mandaron hacerla inmediatamente después de mudarse al castillo de Rheinsobern, ya que Marie no estaba acostumbrada a dormir cerca de otra persona. Sin embargo, aquella noche hubiese preferido que durmiesen acurrucados uno junto al otro, como lo hacían otras parejas, y no a una dis tancia de más de un brazo entre sí. Pero no se atrevió a acercarse a Michel por miedo a despertarlo.

Justo cuando estaba a punto de recostarse otra vez, él comenzó a inquietarse. Soltó un leve ronquido apenas perceptible cuyo ruido lo despertó. Al ver a Marie sentada a su lado, se deslizó junto a ella y apoyó la mano sobre su pierna. Aquel contacto le quemó como fuego sobre la piel.

—No quería despertarte, Michel —susurró Marie.

Él la atrajo hacia sí, acarició su cabello y enrolló su dedo índice en uno de sus hermosos mechones. A pesar de que sus rizos rubios habían ido oscureciéndose después de sus años de peregrinaje, el resplandor de la luna los hacía brillar de nuevo como si fuesen oro recién acuñado, y su rostro seguía siendo tan suave y tan dulce que podía equipararse a cualquier imagen de la Virgen María.

—¿Sabes que jamás has estado tan hermosa como esta noche, Marie?

Al pronunciar esas palabras, los ojos de Michel brillaron de deseo. Era su mujer y, al amanecer, la abandonaría sin saber cuándo volvería a tenerla entre sus brazos.

Marie alzó las manos en un gesto apenado.

—Daría toda mi hermosura con tal de que pudieras permanecer a mi lado.

Michel meneó enérgicamente la cabeza.

—Yo no lo permitiría, ya que quiero alegrarme de poder regresar a mi hogar junto a mi hermosa mujer.

Marie bajó la cabeza con tristeza.

—Siento mucho no ser la esposa que merecías, Michel.

—¿Qué estás diciendo? Eres lo mejor que me ha pasado. Mantienes mi hogar en orden, me apoyas en mis quehaceres y me regalas en la cama placeres con los que otros hombres no se atreven siquiera a soñar. ¿Cómo podría estar disconforme?

En sus palabras flotaba un tono de irritación.

Marie no lo notó, y se abrazó a él, intentando mantener su voz bajo control.

—Estoy triste por no haber podido darte hijos, Michel. Pero cuando regreses, te buscaré una criada para que puedas engendrar un heredero.

—¡Nunca miraré ni desearé a otra mujer que no seas tú!

Michel soltó una carcajada puerilmente orgullosa y le besó uno de sus pezones sonrosados, que se le había escapado indiscretamente del escote del camisón. Antes de que Marie pudiese responder algo, se balanceó sobre ella, separándole los muslos con una leve presión.

—Vamos, hermosa mía, regálame una vez más tu pasión para que sepa qué alegrías me esperan a mi regreso.

—¿Por qué el conde palatino tiene que enviarte justo a ti?

Marie no estaba de ánimo para holgar con él en su lecho, pero cuando Michel comenzó a mordisquearle suavemente el lóbulo de la oreja derecha, no tuvo fuerzas para rechazarlo. No quería privarlo de ese placer, y mientras él la penetraba, ella comenzó a sentir que su propia excitación iba en aumento. Sería la última vez en mucho tiempo, se dijo, y por eso ambos debían guardar un buen recuerdo de su encuentro. Michel era un amante muy vigoroso y resistente, pero también tierno; sabía cómo darle placer a una mujer. Marie se abrazó a él, alentándolo con exclamaciones suaves, y comenzó a sentir que la invadía una ola inmensa de placer.

Al cabo de un rato, él yacía a su lado, jadeante, mientras su cuerpo se estremecía con los ecos de la excitación. Marie lo tomó y volvió a besarlo.

—¡Qué pena que debas partir precisamente ahora!

—Se trata de una tarea importantísima, Marie, y me honra que Ludwig von der Pfalz me haya encomendado a mí el mando de esta tropa. Por orden suya, incluso los caballeros nobles que me acompañarán con sus acólitos deberán obedecerme.

A sus treinta y seis años, Michel aún era lo suficientemente joven como para entusiasmarse ante la campaña militar que le había sido encomendada, y no pensaba en las batallas duras y sangrientas que lo aguardaban, sino en el honor y la gloria que obtendría. Si bien el enemigo al que se enfrentaba tenía fama de ser perverso y cruel, Michel confiaba plenamente en el poder del emperador y de su conde palatino.

—¡Ya verán esos herejes bohemios! En el otoño, como muy tarde, todos esos fantasmas que nos acechan se habrán disipado y entonces regresaré contigo.

Marie asintió sin mucha convicción.

—Seguramente tienes razón. Pero hasta entonces te echaré muchísimo de menos.

Sus pensamientos regresaron al concilio que se había celebrado diez años antes en su ciudad natal, Constanza. Vio ante sus ojos la imagen de la hoguera en la que el emperador y los obispos habían ordenado quemar a Jan Hus. Esa hoguera no había hecho más que avivar otro fuego mucho mayor, pero los poderosos del Imperio Germánico no lo comprendieron sino hasta mucho tiempo después. Tras la muerte de Jan Hus, en Bohemia se produjo un levantamiento terrible, en el transcurso del cual sus partidarios diezmaron y pulverizaron a los ejércitos de caballería que se enfrentaron a ellos. Con sus primeras victorias, los husitas ganaron tanta popularidad que en lo sucesivo lograron asolar tanto las regiones de Bohemia que habían permanecido fieles al emperador Segismundo, que también era el rey de Bohemia, como los territorios vecinos. Hasta entonces, nadie había logrado someter a los rebeldes, de manera que los husitas habían ido ganando en audacia hasta llegar al extremo de despojar a su rey del derecho al trono, a pesar de que el monarca no sólo ostentaba la corona imperial del Sacro Imperio Romano Germánico, sino que también poseía la corona real húngara y varios títulos soberanos más.

Marie sintió que la preocupación por su esposo se cernía sobre su alma como el más gris y pesado de los mantos.

—¡Ten cuidado, Michel! El emperador Segismundo ya ha fracasado en sus reiterados intentos de someter a los husitas. ¿Cómo sabes que esta vez lo logrará?

Michel intentó disipar sus reservas con una carcajada.

—¿Cómo puedes dudarlo, amor mío? Después de todo, esta vez yo estaré de su lado.

Michel pronunció esas palabras con tanta convicción en sí mismo que Marie no pudo menos que reír a su pesar, y con ello su corazón se alivió un poco. Lo besó en la punta de la nariz y apoyó la cabeza de Michel en la almohada improvisada de su pecho.

—Ahora duérmete, Michel, así mañana no estarás demasiado cansado cuando llegue la hora de partir.

—Lo único que espero es despertarme lo suficientemente temprano como para poder volver a sentirte debajo de mí —respondió él alegremente.

Sin embargo, cuando Michel se despertó a la mañana siguiente, el sol ya había asomado en el horizonte, y desde fuera llegaba el ruido de los siervos ensillando los caballos y enganchando los bueyes a los carros. Sonrió a Marie y bromeó con ella mientras se lavaba la cara y las manos. Cuando ella se dispuso a abandonar la habitación, le acarició las nalgas con una sonrisa picara.

—Ansio la hora de regresar.

—Yo también.

Marie salió al encuentro de la criada que subía la escalera cargando una pesada bandeja y le sirvió ella misma el desayuno a su esposo.

—Sé cauteloso y cuídate. Yo... —Marie se tragó las lágrimas e intentó sonreír con el mismo ánimo que él.

Michel le dio un golpecito cariñoso en la nariz.

—Siempre lo hago, amor mío. Además, el peligro ya no es tan grande como antes, ya que Jan Ziska, el temible líder de los husitas, cayó víctima de la peste. Su sucesor, ese tosco Prokop, no nos causará mayores problemas.

A Marie le pareció que su esposo se tomaba demasiado a la ligera aquella campaña. Aunque Bohemia quedaba al otro extremo del imperio, al territorio palatino llegaban continuamente rumores que no contribuían precisamente a calmar sus miedos. Se decía que los bohemios eran unos verdaderos monstruos que ni siquiera se apiadaban de los niños que aún estaban en el vientre de sus madres y que, más de una vez, los rebeldes habían obligado a emprender la retirada a los ejércitos que habían marchado contra ellos, masacrando a todo aquel que caía en sus garras. Le confesó a Michel todos estos miedos, pero sólo cosechó como respuesta una sonrisa condescendiente.

—¡Mi valiente Marie, aquella que alguna vez supo desafiar a señores tan poderosos como el conde de Keilburg y el mismísimo emperador, se ha convertido en una muchachita temerosa! Regresaré, te lo prometo. ¿Acaso crees que permitiré que un par de bohemios andrajosos me lo impidan? Cabalgaremos hasta allá, los derrotaremos, reinstauraremos a Segismundo en su trono y, antes de que puedas darte cuenta, ya estaré de regreso en casa.

—Ojalá tengas razón. —Marie dejó escapar un nuevo suspiro y se esforzó para mostrarse al menos medianamente confiada—. Te deseo toda la suerte del mundo, amor mío, y espero que la distancia no haga que te olvides de mí.

Michel la miró meneando la cabeza, la besó y le acarició dulcemente la frente.

—Olvidarte es imposible, amada mía. Pero ahora he de darme prisa; mi gente ya debe de estar reuniéndose en el patio del castillo.

Se asomó y miró por la ventana. Sus siervos de infantería ya estaban formándose allí abajo. Eran un grupo de muchachos rústicos y vigorosos, acostumbrados a realizar grandes esfuerzos. Vestían unas túnicas guerreras grises burdamente tejidas que les llegaban hasta poco más arriba de la cintura y que se distinguían de las túnicas campesinas vulgares únicamente por el escudo del león palatino que llevaban cosido. Debajo vestían unos petos de cuero con unos apliques de placas metálicas para protegerse de los golpes del enemigo. Sus cabezas estaban protegidas con unos cascos toscamente forjados que parecían cacerolas de cocina.

El herrero que había confeccionado los cascos normalmente se ganaba el pan haciendo y reparando utensilios de uso cotidiano. Como no había nadie en Rheinsobern que supiera fabricar partes de armadura y armas, a Michel no le había quedado más remedio que acudir a aquel hombre. Pero más que la impericia del herrero, lo que realmente le molestaba a Michel era haber tenido que pagar el armamento con fondos provenientes de sus arcas privadas, ya que el conde palatino Ludwig había enviado órdenes de armar a las tropas, pero en ningún momento había puesto a su disposición los medios necesarios para hacerlo. A pesar de todo, Michel estaba dispuesto a hacer cuanto estuviese a su alcance para no defraudar la confianza de su señor, sin importarle cuan malas fueran las noticias que llegaban hasta él.

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