Read La dama del castillo Online

Authors: Iny Lorentz

La dama del castillo (6 page)

BOOK: La dama del castillo
5.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Hiltrud vio que Marie le dirigía una mirada llena de súplica, se dirigió deprisa a la despensa y volvió enseguida con una hogaza grande de pan.

—Bien, ahora podemos comer. ¿Quieres una taza de té o prefieres vino?

Marie hubiese preferido té, pero eso habría significado trabajo extra para su amiga, ya que Hiltrud solía mezclar sus hierbas en el momento cada vez que lo preparaba.

—Beberé vino rebajado con dos partes de agua. Después de todo, quiero regresar a casa esta noche.

—Puedes quedarte a dormir con nosotros cuantas veces quieras.

—Lo sé. Pero como no he avisado a mi gente, vendrían a buscarme.

Mientras Hiltrud cortaba unas rebanadas de pan que tenían el grosor de un pulgar y despedían un exquisito aroma y las untaba a continuación con una espesa capa de manteca, el pequeño Giso se dirigió hacia Marie, tambaleante, y extendió sus bracitos hacia ella.

—¡Tía, upa!

Marie se inclinó hacia él, sonriente, y lo alzó en sus brazos. —¡Dios mío, cómo has crecido!

—A esta edad, los niños aún crecen muy rápido. —Hiltrud se alegró de las palabras de Marie, ya que la hacían sentir que se ocupaba bien de sus hijos, pero al mismo tiempo notó un fugaz gesto de contrariedad en el rostro de su amiga—. ¿Bebiste la última infusión que te preparé?

Marie asintió afligida.

—Sí, pero no sirvió de nada.

—Es demasiado pronto para saberlo. Al fin y al cabo, Michel apenas acaba de irse.

Marie sonrió abstraída, pensando en la apasionada última noche que habían pasado juntos, pero luego meneó la cabeza.

—Hace ya diez años que estoy casada, y he probado todos los métodos que me habéis aconsejado tú, la partera y los médicos.

—Entre los que había algunos bebedizos más bien repugnantes y en su mayoría inútiles desde el comienzo... Pero hace muy poco recordé una de las recetas de Gerlind y te preparé un bebedizo que tendría que surtirte efecto. Ella se lo hizo una vez a una mujer que quería darle un heredero a su esposo a toda costa.

Marie se inclinó hacia delante.

—¿Y? ¿Funcionó?

—En lo sucesivo dio a luz a muchos descendientes. Eso sí: ¡fueron todas niñas!

Hiltrud se rio al recordarlo, y Marie sintió que la esperanza, pugnaba por renacer dentro de ella.

—¡Qué no daría por tener una hija! Marie miró al pequeño Giso y se imaginó lo hermoso que sería poder tener en brazos a un hijo propio. Hiltrud vio que a su amiga comenzaban a rodarle lágrimas por las mejillas. En ese momento deseó tener los poderes de una santa para poder ayudarla. Al mismo tiempo, tuvo que reprimir una son risa. En lugar de conformarse con los hechos, Marie volvía a rebelarse contra su destino, al igual que en aquel entonces, cuando Ruppertus Splendidus destruyó su vida para hacerse con la riqueza de su padre, obligándola a convertirse en una ramera errante para poder sobrevivir. Ahora llevaba una vida estupenda, era rica y mucho más respetada de lo que hubiese sido como burguesa acaudalada de Constanza. Hiltrud se sacudió el recuerdo de aquellos agitados años que habían vivido ella y Marie, cogió dos vasos de loza de la alacena empotrada en la pared, que su esposo había construido con madera de abeto, y los llenó casi hasta la mitad de vino, mientras Mechthild iba al pozo y regresaba con un jarrón de agua para rebajarlo.

—¡Aquí tienes, Marie! ¡Salud! Me alegro de que podamos estar sentadas aquí juntas otra vez. ¿Quieres otra rebanada de pan?

Cuando Marie asintió, Hiltrud le cortó otra rebanada y la untó con mucha más manteca.

—No te imaginas cuántas veces ansié comer pan con manteca en las épocas en las que errábamos juntas por todo el territorio.

—¿Qué hacíais entonces la tía Marie y tú, mamá?

Mechthild estaba en la edad en la que los niños se interesan por todo.

Marie esperó intrigada la respuesta de su amiga. Si bien Hiltrud no tenía empacho en hablar sobre su pasado como ramera errante enfrente de ella, hasta el momento había mantenido su pasado oculto a sus hijos.

—¿Qué hacíamos? Íbamos viajando de feria en feria, ofreciendo nuestras mercancías.

«También podría describirse de ese modo», pensó Marie, alegrándose de que su amiga hubiese podido salir del brete con tanta sutileza. Mechthild asintió y señaló hacia un botijo que había en un rincón, donde estaba sazonándose el requesón con hierbas que habían ligado por la mañana.

—Ah, vendíais queso y esas cosas en las ferias...

Hiltrud acarició los cabellos albinos de su hija, iguales a los del resto de sus niños, y señaló hacia afuera con el mentón.

—Deberías ir al patio con Dietmar y con Giso. La tía Marie y yo tenemos que conversar sobre algo.

La pequeña asintió con gesto serio y se llevó a Giso, a pesar de los gritos de protesta del niño, que hubiese preferido quedarse en el regazo de Marie. Después cogió a Dietmar y arrastró a ambos ha cia fuera. Una vez que los niños desaparecieron, Hiltrud dejó escapar un suspiro.

—Amo a mis pequeños traviesos, pero a veces son demasiado curiosos. —Hiltrud se inclinó hacia delante y examinó la expresión en el rostro de Marie—. Te he visto más feliz otras veces, Marie.

—Ya te dije que echo de menos a Michel.

—Pero eso no es motivo para que te abandones a la amargura.

Indignada por esa crítica, Marie echó la cabeza hacia atrás.

—¿Abandonarme, yo?

Hiltrud se rio en voz baja.

—Me refiero a que estás intentando encerrarte en ti misma y deshaciéndote en angustia y preocupación. No puedes cambiar el hecho de que Michel haya tenido que marchar a la guerra, pero en lugar de andar llorando su ausencia por los rincones deberías hacer todo lo necesario para que a su regreso se encuentre con un hogar bien ordenado.

—¿Insinúas acaso que no mantengo el orden en mi hogar?

Ahora Marie estaba realmente enfadada.

Hiltrud se reía cada vez con más ganas.

—Seguro que en este momento está todo en orden, pero a partir de ahora tendrás que colaborar con Michel para que las cosas sigan así. Al fin y al cabo, eres la esposa del castellano y alcaide condal de Rheinsobern y tienes la obligación de encargarte de que durante su ausencia todo siga su curso normal. ¿O acaso quieres que, a su regreso, los burgueses acosen a Michel reclamándole decisiones que tú deberías haber tomado mucho antes?

—¡No, claro que no! Mi esposo confía en mí y no puedo decepcionarlo.

Marie asintió, enérgica, abrazó a Hiltrud y la estrechó con fuerza.

—Representaré a mi esposo dignamente en todos sus asuntos, te lo prometo. Perdóname por haberte contestado así.

—Ya estoy curada de espanto. Al fin de cuentas, anduve errando contigo por los caminos el tiempo suficiente como para conocerte, a menudo sin saber cómo hacer para protegerte de tus locuras.

En el rostro de Marie se reflejó la época en la que había dudado tanto de la existencia de la justicia terrenal como de la gracia de Dios. Le respondió con gesto adusto.

—Si llamas locura al hecho de querer vengarme de aquellos que me ultrajaron, robándome mi patria y arrojándome al polvo de los caminos, entonces puede ser que lo haya sido.

—Por aquel entonces tuviste una suerte increíble en Constanza. Si un mínimo detalle en tus planes hubiese salido mal, nuestros cadáveres habrían aparecido poco después flotando sobre el Rin.

—Como casi siempre, tienes razón. Pero si yo no me hubiese arriesgado, ahora no serías una campesina libre y próspera con hacienda propia, un esposo bueno y un establo lleno de niños retozones.

—Mientras que tú eres la pobre y desdichada esposa de un guerrero que llora por su cuna vacía y por su esposo, enviado a luchar a la batalla. Marie, tengo la sensación de que nunca te conformarás del todo. Acepta el destino que te ha tocado en suerte y verás que, a pesar de los terribles años que vivimos juntas en los caminos, la Fortuna te ha acabado favoreciendo.

Hiltrud volvió a llenar el vaso de Marie y se puso a hablar de sus hijos, su tema predilecto. Marie la escuchó con profundo interés, ya que ella era la madrina de todas las hijas de su amiga, mientras que Michel era el padrino de todos los varones. Pocos niños campesinos tenían padrinos más generosos, de eso Hiltrud estaba segura. Incluso en cierta ocasión, durante una conversación con Hiltrud y con Thomas, Michel les había dado a entender que si su mujer traspasaba la edad de fertilidad, adoptaría a uno de sus niños. Marie no sospechaba nada de aquellos planes, y Hiltrud, absolutamente consciente de lo atractivo de aquel ofrecimiento, deseaba sin embargo de todo corazón qué su amiga pudiera tener hijos propios. Al fin y al cabo, apenas superaba los treinta años y era tan sana como podía esperarse de alguien que se alimenta bien y se mueve lo suficiente al aire libre.

Poco después, Thomas regresó de los sembrados y saludó a la visita con esa amable timidez que no se había aplacado en todos aquellos años. Marie le había dado la posibilidad de desposar a la única mujer por la que había sentido inclinación, además de encargarse de que él, que en el pasado había sido un pastor de cabras jorobado y siervo de la gleba que habitaba un castillo apartado en la Selva Negra, se transformase en un rico campesino libre. En el transcurso de los diez años que llevaba casado con Hiltrud, el amor hacia su es posa no había ido más que en aumento, afianzándose y profundizándose cada día, y haría lo que fuese para agradecerle a Marie tanta felicidad.

—Michel se marchó, ¿no es cierto? —preguntó, mientras Hiltrud le alcanzaba un vaso de vino rebajado con agua.

Marie asintió con un suspiro y se quedó mirando por la ventana en dirección hacia el este. La polvareda que había levantado la tropa de su esposo ya se había disipado hacía rato, y aquel horizonte despejado no hizo más que aumentar la angustia en su corazón. Tilomas apoyó el vaso en la mesa sin haber bebido, le cogió la mano entre las suyas y se la apretó con fuerza.

—Michel volverá. Ya sabes, mala hierba nunca muere.

Marie se echó a reír a su pesar.

—Tú y Hiltrud, vosotros sí que sabéis cómo levantarle el ánimo a la gente. Estoy tan feliz de teneros a mi lado... Yo sola no podría con mi pena.

—Te has vuelto demasiado cómoda —se burló Hiltrud, pero enseguida volvió a ponerse seria y le cogió la otra mano—. Si tienes cualquier problema o necesitas ayuda, no dudes en acudir a nosotros enseguida. Siempre puedes contar conmigo y con Thomas.

Marie respiró profundamente y le regaló una mirada de agradecimiento a Hiltrud. El consuelo de sus amigos le había dado fuerzas, y ahora se sentía mucho mejor que a su llegada a la granja de cabras. Sus pensamientos volvieron a volar hacia la distancia, donde se encontraba otra amiga suya, Mechthild, la enérgica señora del castillo de Arnstein. Si su esposo tuviese que marchar a la guerra, Mechthild jamás daría un espectáculo tan patético como el que estaba dando ella ahora. Aunque, por otra parte, al ser la hija de un caballero, Mechthild había sido educada para ser la esposa de un guerrero, ya que los duelos y la lucha eran parte de la vida cotidiana de los nobles, como lo era para los pobres la lucha por ganarse el pan de cada día.

—Bueno, ahora he de dejaros. En el castillo hay mucho trabajo esperándome.

Marie se puso de pie, abrazó a Hiltrud y le estrechó la mano a Thomas.

Pero no pudo partir tan rápidamente como esperaba, ya que los hijos del matrimonio comenzaron a reclamar sus derechos a viva voz. Michi, el primogénito, se había convertido en un mucha chito despierto y diligente a pesar de sus nueve años, y había notado enseguida que su madrina estaba triste.

—Estoy deseando que regrese el tío Michel. Nos traerá algo a todos nosotros, ¿no crees?

Marie asintió con una sonrisa.

—Seguro que sí. ¿Qué te gustaría que te trajera?

El niño comenzó a dar rodeos, cohibido.

—Oh, no lo sé. Pero seguro que a ti te regalará alguna joya muy bonita. Siempre lo hace.

—¡Yo también quiero una joya! —exclamó su hermana Mariele. La niña era apenas un año menor que él y, según su madre, apuntaba maneras ¿le vanidosa. Los tres más pequeños tampoco habían aguantado más tiempo fuera y ahora rodeaban a Marie, observándola con ojos suplicantes, pero finalmente se dieron por satisfechos ante la perspectiva de recibir uno de esos panes grandes de jengibre de los que Michel les traía todos los años. Aquella banda de pequeños traviesos y retozones no dejaba lugar para la tristeza, y cuando Marie logró por fin montar sobre Liebrecilla y partir, siguió riéndose durante un buen rato de las ocurrencias de los niños. Aunque a veces la vida le deparara tormentas, amigos como Hiltrud y Thomas y sus hijos las hacían más fáciles de sobrellevar.

Capítulo V

A pesar de que el tiempo era seco e inusualmente estable para esa época del año, el ánimo de Michel era realmente malo. En realidad, ya había abandonado toda esperanza de que los caballeros y sus acólitos lo reconocieran como líder de la campaña y le demostraran cierta confianza. Era obvio que Falko von Hettenheim hacía todo lo que estaba a su alcance para poner al resto de les aristócratas en su contra, pero él no era la única causa de las desavenencias suscitadas durante el viaje; el principal obstáculo era el orgullo de clase de los nobles señores. Al ser hijos de caballeros, les contrariaba profundamente tener que obedecer las órdenes del hijo de un tabernero, y se lo hacían saber cada vez que tenían ocasión. Sin embargo, a Michel no le quedaba más remedio que seguir alimentando a esa banda de arrogantes, ya que de otro modo habrían saqueado a los campesinos por el camino sin piedad. Sin embargo, en respuesta a su generosidad no recibió más que burlas e ironías.

Cuando Michel ya empezaba a pensar que las cosas no podían ir peor, los hechos se encargaron de demostrarle lo contrario. La pequeña caravana que conformaba aquella expedición militar había pasado el día anterior por la ciudad de Waiblingen, y ahora continuaba su marcha por un camino enmarcado a ambos lados por sierras boscosas, cuando de pronto, en un claro algo alejado del camino, apareció un diminuto pueblo. Consistía en un par de chozas miserables apenas cubiertas con un delgado techo de paja y albergaba a poco más de una docena de personas, que a esa hora del día trabajaban en los pequeños campos dispersos en los claros de los alrededores. Algo más alejada del resto, una muchacha cuidaba los rebaños de cabras de los pueblerinos. A Michel le interesaba más el estado del camino que las personas que se cruzaban a su paso, y por eso le echó apenas un breve vistazo a la pastora. Falko von Hettenheim, en cambio, que como siempre iba cabalgando detrás de él, pisándole los talones, se quedó observando a la muchacha con lujuria, experimentando en la zona lumbar una sensación de ardor que clamaba alivio. Cuando comprobó que Michel no estaba prestándole atención, comenzó a aminorar la marcha, se dio la vuelta y cabalgó hacia la pastora de cabras.

BOOK: La dama del castillo
5.64Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Riches of the Heart by June Tate
Keeping Blossom by C. M. Steele
Stories by Doris Lessing
The Witch's Trinity by Erika Mailman
The Heart Healers by James Forrester
Sway's Demise by Jess Harpley
Beg Me by Lisa Lawrence
The Wounded (The Woodlands Series) by Taylor, Lauren Nicolle
Animalis by John Peter Jones