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Authors: Louis Auchincloss

La educación de Oscar Fairfax (19 page)

BOOK: La educación de Oscar Fairfax
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Constance, como siempre, se dio cuenta de lo que yo tramaba.

—Si consigue que Gordon suba una montaña, pierdo mi apuesta —observó secamente, aunque Max le gustaba—. Lo que pasará es que se enamorará de Varina. Más te valdría poner freno a sus visitas.

Varina Pierce vivía con sus padres, el juez Allen Pierce y su esposa, en la casa de al lado, en Shore Path. Era una casa de madera poco pretenciosa pero espaciosa. Eran de Filadelfia, simpáticos y encantadores, y su familia, aunque no muy acaudalada, era antigua y distinguida. Con sus dos elegantes hijos y sus dos guapas hijas dominaban la vida social de la colonia; en casi todas las familias de veraneantes había un adolescente enamorado de un Pierce. Varina, la mayor y ahijada mía, tenía veintidós años (era mayor que Max), y ya de pequeña me eligió como su guía y mentor, lo que me halagaba mucho. Al parecer, mi papel no consistía tanto en tutelar su crecimiento espiritual como en enseñarle todas las maneras en las que podría comerse la rosada manzana de la vida: la piel, el corazón y todo lo demás. Yo estaba encantado de desempeñar ese papel durante tanto tiempo como ella quisiera, convencido de que me relevaría de mis funciones en cuanto llegase a la edad de los chicos y los bailes. Pero no, parecía necesitarme incluso más, porque no se casó inmediatamente después de que la «presentaran en sociedad», como todo el mundo había supuesto, y había seguido todos los cursos en el Bryn Mawr con absoluta seriedad.

—Me pregunto si su ambición no será la de separarte de mí —comentó Constance en una ocasión cuando Varina se hubo marchado de casa después de pasar conmigo dos horas en el mirador.

—Lo sería si pensase que tú presentarías batalla —repliqué—. No le gustan las victorias fáciles.

Supongo que he dejado lo suficientemente claro que Varina era encantadora, demasiado encantadora, tal vez. Parecía una rubia heroína de revista: tez radiante, graciosos ojos azules y una gran facilidad para la risa. Constance, a la que nunca le gustó, sin duda porque a mí me gustaba mucho, observó una vez que su cara era demasiado plana y sus rasgos demasiado pequeños como para ser hermosos, que no tenía una buena constitución ósea y que, a los cuarenta, no valdría nada. Pero Varina ha conservado su belleza y su aspecto joven, casi por arte de magia, hasta hoy. Corre el chiste de que debe de guardar un retrato suyo, como Dorian Gray, para que se marchite en el desván. Sin duda, los dioses la han colmado de bendiciones.

—Más le valdría no ser tan lista —sentenció Constance.

Varina quería el mundo, el mundo entero, el «gran mundo»; soñaba con el poder y la influencia que ganaría al convertirse en la consorte de un gran hombre, o que incluso podría llegar a ganarse por sí misma: podría ser una de las primeras congresistas, o quién sabe si miembro del consejo, como Madame Perkins. Lady Astor era uno de sus ídolos: rica, hermosa, noble y políticamente eminente. ¿Podía alguna mujer querer más que eso? Varina podía. Aspiraba también al mundo intelectual; soñaba con la compañía de artistas y escritores famosos que la admirasen. Y luego estaba el mundo del teatro; incluso el mundo del cine la seducía. Varina habría mirado un convento con ojos curiosos si hubiese sospechado que la soledad y la castidad podían depararle otros gozos.

En el Bryn Mawr un profesor la convirtió al ideario del New Deal, y estuvo a punto de ir más allá y coquetear con el socialismo. ¿Debería, me preguntó una vez, ir tan lejos como para borrarse del
Social Register
?

—Tengo una pequeña regla para estos asuntos —le advertí—. Puede que te sirva. Antes de renunciar a algo que me parece anacrónico, siempre me doy la vuelta: si hay gente haciendo cola para ocupar mi lugar, me quedo como estaba.

—¿No te importan las consecuencias? —exclamó con los ojos abiertos y llenos de reprobación—. ¿No importa que sea algo inmoral? ¡Oh, tío Oscar, nunca pensé que fueses tan oportunista!

—Entonces intenta conocerme mejor, querida. Si crees que tu fin es bueno, procura no desaprovechar tus medios. Utiliza todos los instrumentos que el destino ha puesto a tu alcance. Tú has nacido con una buena ración: buen aspecto, cerebro, encanto y posición social. ¡Agárralos todos ellos! ¡No seas un burro que se queja: «Quiero triunfar por mí misma» o «quiero que me amen por mí misma»! ninguno de nosotros sabe con certeza por qué triunfamos o por qué nos aman. ¡Tenemos que ser humildes para aprender! El asunto es triunfar. Y ser amados.

—¿Y crees que algún hombre —algún hombre, quiero decir, que pareciese ser merecedor de mi interés— me amaría por aparecer en el
Social Register
?

—¿Quién sabe? Un personaje en Proust llamado Mademoiselle Legrandin, inteligente y culta, se casa con el señor de Cambremer por el secreto placer de poder referirse a una de sus parientes nobles como «ma tante de Ch’nouville» y usar, así, la elegante costumbre familiar de dejar caer una
e
en el nombre.

—¡Pero vamos, tío Oscar, tú crees que a mí me atraería alguien que fuese tan estúpido!

—¡Eso nunca se sabe; ése es el asunto! El ejemplo es algo extremo, lo admito. Pero incluso la gente más sabia está sujeta a motivaciones que moriría antes de admitir. Mira el resultado, no la causa. Por mucho que Roosevelt la hubiera nombrado por la secreta admiración que le provocaban sus sombreros, Frances Perkins seguiría siendo ministra de Trabajo.

—¡Entonces él sería el estúpido! —exclamó con una carcajada—. Y hablando de la señora Perkins ¿no es ésa la forma en la que una joven debería regirse? El matrimonio ya no es la única carrera. ¿Quién es su marido? ¿El señor Wilson? ¿Quién ha oído hablar alguna vez del señor Wilson?

—Nadie, lo reconozco. Y desde luego las carreras se están abriendo a las mujeres. Pero esto va despacio. El matrimonio es todavía el camino para lo que tú quieres ahora. Deberías casarte con un gran hombre. Un hombre que tenga un tipo de carrera que deba compartir con su esposa. Un político o un diplomático. O incluso el dueño de un periódico. Donde tú y él seáis esencialmente compañeros. Donde él necesite tu ayuda, no sólo como ama de casa o anfitriona, sino como la persona que comparte sus aspiraciones e ideales, que trabaje con él.

—¿Y qué hay del amor? ¿O eso no cuenta?

—Por supuesto que tiene que haber amor. Es tan fácil amar a un gran hombre como a uno cualquiera. Lo único importante es que te protejas de las pequeñas estratagemas de seducción de los don nadies atractivos. No le daría este consejo a cualquier chica, querida. Pero tú no serás feliz a menos que consigas algo grande. Y eso es algo bueno, también.

—Sí, Sócrates.

***

Advertí con satisfacción que Gordon y Max se llevaron espléndidamente desde el primer día. Le había dicho a mi hijo que no tenía la intención de imponerle un tutor, que si había contratado a Max, era sólo para que fuera su compañero, si es que quería tener alguno, y si no quería, Max podía hacerme compañía a mí, y sus obligaciones consistirían en llevarme a pescar o a jugar al golf. Pero Gordon, tras sólo una breve pausa, pareció haber decidido que tal cambio no sería necesario. Con una facilidad excepcional e incluso, supuse, con una sutil habilidad, Max se ganó el afecto del muchacho en menos de una semana. Gordon no había tenido antes un verdadero amigo; era demasiado tímido, demasiado duro como para aceptar que cualquiera que mereciera su estima pudiera devolvérsela. Y ahora, de pronto, Max era su héroe.

Cuando felicité a Max en privado por su éxito, insistió en que no había ningún arte en ello.

—Es un muchacho admirable, señor Fairfax. Debería pagarle a él por lo que me está enseñando a mí. Me está dando un curso de cálculo, y durante nuestros paseos hace que practique mi mal francés.

—Pero eres tú quien está haciendo que se abra, cosa que ni su madre ni yo hemos conseguido. Y como no hay nada como pedirle más a alguien que ya te ha dado la luna, ¿crees que podrías ayudarle un poco con su vida social? Ni tú ni él habéis ido ni una sola vez al Club de Natación.

El rostro de Max se ensombreció.

—Gordon odia ese lugar.

—Ahí está el problema. Es absurdo odiarlo. No merece la pena odiarlo. Si realmente lo odia, es algo que tiene que superar.

—Pero no conoce a nadie de su edad allí. Y yo tampoco conozco a nadie de la mía.

—Ni queréis conocer a nadie. Ya veo. Pero no te haría ningún daño darle vacaciones a ese resentimiento. Mi ahijada, Varina Pierce, viene a cenar hoy. Ella dirige el cotarro entre los jóvenes. Estaría encantada de presentaros gente.

Pero la expresión de Max delataba que eso no iba a ser fácil.

—¿Puedo serle franco, señor?

—¿No lo eres siempre?

—Cuando le hablo, sí. Pero no tengo por qué hablar siempre.

—Continúa.

Se rascó la cabeza.

—Bueno, no quiero que piense que no le agradezco todo lo que ha hecho por mí.

—Max —le dije con firmeza—, no quiero que me estés agradecido. Yo tengo el
hobby
de creer en la gente. Es como me siento a gusto. Y sucede que creo en ti. No nos debemos nada.

—Ya veo, señor. No es sólo gratitud. Usted me gusta. Usted es lo más próximo a un padre que he tenido. Y tal vez eso es algo que no quiero tener.

—Ya. Crees que quiero que seas elegante y sociable como algunos de los jóvenes bobos del Club de Natación.

—Bueno, algo así. ¿Por qué me abrió una cuenta en Jay Press en New Haven? ¿Era porque usted sabía que, si la utilizaba, no me quedaría más remedio que gastar el dinero en trajes elegantes?

—Quería asegurarme de que vestirías bien.

—¿Pero por qué? ¿Para poder impresionar a los niños ricos? ¿A los chicos de escuela privada?

—Así te sentirías más cómodo con ellos. No quería que los trajes y las corbatas fueran una barrera.

—¿Lo habrían sido? ¿Lo habrían sido, para un individuo decente?

—No. Pero el mundo no sólo está hecho de tipos decentes. Es importante saber cómo llevarse bien con cualquiera.

—¿Es eso lo que usted verdaderamente quiere? ¿Qué me lleve bien con todos los tipos? Pero las ropas elegantes podrían ser una barrera entre yo y los intelectuales. Mire, señor Fairfax, cómo se lo explicaría. Me parece que usted quiere que ingrese en la Scroll & Key. Igual que ingresó usted.

Me detuve a considerar la réplica. Debía hacerlo, porque me había dado la oportunidad de explicar mi verdadero objetivo. De las seis sociedades de estudiantes de Yale, Scroll & Key y Skull & Bones eran las dos más apreciadas; Skull & Bones hacía su selección en base a los méritos, a las actividades de estudio, atléticas o extracurriculares; incluía a los líderes de cada clase. Scroll & Key, por otra parte, era más urbana, más social, más como un club de caballeros de Nueva York o Boston.

—Nunca he marcado ningún objetivo para ti, Max. Y Key, de cualquier modo, no lo habría sido. Intento adivinar qué es lo que tú quieres para ti mismo. Y sospecho que estoy en lo correcto al pensar que es lo más alto. Si eso es lo que quieres, tu opción es Bones. Bien, creo que tienes una buena posibilidad. Y con mis contactos en Yale no es una suposición absurda.

Max estuvo entonces más cerca de ruborizarse de lo que yo nunca le había visto. Me pareció que incluso era posible que no le hubiese gustado que yo hubiese dado en el clavo. Si para este joven idealista yo era Mamón, el dios de la codicia, y si Mamón le había interpretado tan correctamente, si Mamón le estaba aconsejando que tomara el camino que él mismo tenía en mente, ¿qué le decía todo esto de la dirección hacia la que se estaba encaminando?

—¡Usted apunta muy alto, señor! —exclamó con un cierto desagrado. ¿Sería autorreprobación?— ¿Qué le hace pensar que tengo pasta de Bones?

—Es un presentimiento. Y he aprendido a tener fe en mis presentimientos.

—Se va a llevar una decepción.

—¡Oh! No me importa en absoluto. Hay vida tras los Bones.
[2]
Y no intento hacer un juego de palabras.

Aquella noche Varina cenó en casa y nos contó, muy animada, que las absurdas pistas de una divertidísima caza del tesoro habían llevado a los «jóvenes brillantes» a recorrer toda la isla con sus coches en carreras enloquecidas. Uno de los objetos que había que llevar ante los jueces era «un hombre pelirrojo con dientes postizos» y el compañero de Varina había provocado la cólera de un famoso magnate del acero de Seal Harbor, del que se rumoreaba que poseía ambas características, visitándole en su mansión y preguntándole si podía «llevarle». No dirigía sus observaciones directamente a Max, pero yo podía ver que le tenía en cuenta, y cuando tras la cena lo llevó a la biblioteca para jugar al backgamon, fue obvio que el chico, sin duda, había despertado su interés.

También observé que Max la miraba con gravedad durante la cena, y entonces recordé lo que Constance había dicho. Me extrañaba haberlo olvidado. ¿Quería Varina añadir otra cabellera a la ristra que colgaba de su tienda? ¿O eran los celos propios de un antiguo «favorito» por otro recién llegado? Siempre me había tratado como a su propiedad particular. ¿Quería compartirme con un hombre joven y apuesto? Yo adoraba a mi ahijada, pero la conocía.

Al día siguiente, el relato de Gordon de su encuentro y el de Max con Varina y su grupo en el Club de Natación no hizo nada por aplacar mis temores acerca de lo poco acertada que había resultado mi idea de contar con las habilidades sociales de la joven. Gordon, que miraba a las mujeres con considerable desconfianza (actitud que no iba a cambiar durante varios años), estaba indignado con el modo en el que Varina había «jugado» con su tutor. Sospecho que lo que le había molestado todavía más era la evidente susceptibilidad del tutor ante tal juego. No tenía ganas de ceder ni una porción de su nuevo amigo.

—Cuando salimos hacia la piscina con nuestros bañadores puestos, le sugerí a Max que nos sentásemos en el lado donde no cubría, lejos de todas las
jeunesses dorées
reunidas alrededor del trampolín. —El tono afectado y frío de Gordon expresaba suficientemente bien su opinión respecto a quienes trataba de evitar—. Pero a tu encantadora ahijada no le gustó mi idea. Tan pronto como nos divisó se fue acercando, moviendo sus maravillosas piernas untadas con aceite bronceador, y recorrió la piscina con andares seductores para hablar con nosotros. ¡Tenías que haberla visto, Padre, sujetándose la parte delantera del traje de baño para proteger su casto seno! Se había bajado los tirantes, por supuesto, para brocearse mejor. «¿No nos apetecía juntarnos con ella y su grupo?» Le contesté que estábamos bien donde estábamos, pero Max, frunciendo el ceño ante mi grosería, dio un brinco, se puso en pie y fuimos.

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