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Authors: Louis Auchincloss

La educación de Oscar Fairfax (8 page)

BOOK: La educación de Oscar Fairfax
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—Solamente el de mantenerme con vida. Hay muchos hombres que sólo están capacitados para ser soldados. ¿Por qué exterminar a los que tienen talento?

Me puse a pensar en si no habría algún elogio implícito en el hecho que él diera por sentado que yo me mantenía al margen de la histeria pública de la guerra y que, por tanto, era capaz de escuchar desapasionadamente unas opiniones que, expresadas en plena calle, podrían terminar con el hablante embreado y emplumado. Hasta el oyente podría correr la misma suerte. De cualquier modo, era obvio que en el frente él no sería de utilidad para nadie.

—Sólo se me ocurre una persona que estaría de acuerdo contigo y que podría ayudarte.

—¿Y quién es? —preguntó con urgencia—. Dímelo, dímelo.

—Hugo Warren. Ahora está en el Departamento de Estado. En alguna oficina de propaganda de guerra. Sé que utiliza escritores profesionales. Podría pensarse, supongo, que si quiere podría conseguirte una prórroga.

—¿Tienes su dirección? O mejor aún, ¿su teléfono?

Por supuesto que lo tenía, y por supuesto que lo utilizó, aquí y allí, y por supuesto que Hugo le ofreció el trabajo y consiguió, por las buenas o por las malas, asegurarle la prórroga.

***

Fui a Francia como subteniente de artillería, pero debido a un inesperado viaje a París por servicios especiales, no llegué al frente hasta el verano de 1918 y vi poca acción. Recibí, sin embargo, una pequeña herida de metralla en Belleau Wood, y todavía seguía hospitalizado cuando llegó el armisticio. Quizá por la brevedad de mi destino en combate, me destinaron de nuevo al Estado Mayor durante los primeros meses de paz, y no volví a casa hasta la primavera de 1919.

Pero había sido una guerra «perfecta» para mí. Con un mínimo de peligro e incomodidad, resurgí de la más grande carnicería de la historia sano y salvo con lo que —al menos a los ojos de mi leal familia y de mis amigos— parecía una apacible aura de heroísmo que adornaba mi cabeza (nada merecedora de halo alguno, por otra parte).

Toda aquella gloria, por pequeña que fuera, me resultaba valiosísima: el amigo que se había zafado del reclutamiento se había convertido en el héroe del momento en una Nueva York ansiosa por olvidar la guerra. Todo el mundo estaba leyendo
La serpiente de jade
, la novela mexicana de Danny acerca de un arqueólogo hábil pero alcohólico en las ruinas mayas, y los críticos ya se referían a él como el segundo Stephen Crane. Hugo no sólo se la había publicado; parecía haberle adoptado como su protegido. Danny vivía entonces en la preciosa casa de estilo griego de los Warren en Gramercy Park, y ocupaba la antigua habitación de Constance, que trabajaba de profesora en la Brearley School y compartía un apartamento con una amiga.

Cuando fui a cenar a casa de los Warren, Danny estaba allí, muy animado y contento de verme. Cualquier antigua diferencia entre nosotros por la historia del catedrático o por su actitud ante la guerra había desaparecido; el pasado no existía para él. Por lo tanto ¿por qué debía de existir para mí? Le permití que recuperase nuestra antigua amistad; comprendí que nada resulta más agradable que demostrarle un triunfo indiscutible a un antiguo compañero de clase escéptico; yo también quería divertirme en aquel nuevo mundo posbélico. Y Danny era una gran fuente de diversión, incluso para un laborioso estudiante de leyes en Columbia.

—¿Tuviste modelo para el arqueólogo? —no me pude resistir a preguntarle.

—¡Oh, sí, pero se le averió el hígado! Te aliviará saber que murió antes de que se publicase mi libro. —Aquí Danny rompió a reír con una alegría y una franqueza tales, que uno no podía creer que esa risa siguiera a un comentario tan aparentemente cruel.

—¿Y sobre quién vas a escribir ahora?

—¿Qué dirías de un venerado y antiguo editor y su chic esposa decoradora?

Pero me guiñó el ojo mientras lo decía, y ni siquiera yo pude creer que fuera a llegar tan lejos. Además, ¿no eran los Warren indispensables para su carrera? Él y Hugo y Vera se habían convertido casi en un trío; la gente invitaba a Danny a cenar cuando invitaba a los Warren. De hecho, algunas personas invitaban a los Warren para que Danny fuese. Los tres habían desarrollado lo que parecía su propio lenguaje secreto; se intercambiaban miradas cuando, en una fiesta, escuchaban algo que a los tres les parecía absurdo, y los tres se echaban a reír a la vez. Podía resultar muy enojoso para quien no estuviese al tanto.

Pero yo sucumbí, como todo el mundo, a
La serpiente de jade.
Su estilo era de una belleza clara, límpida, viva e inolvidable. No es que uno sintiese lástima por el alma perdida del arqueólogo: Danny era tan objetivo como su adorado Flaubert. Lo que sucedía era que la novela había creado un mundo diferente que parecía, de algún modo, más allá de la compasión o del juicio. Simplemente estaba allí; uno tenía que aceptarlo. Uno no tenía que reaccionar ante ello. Su prosa era como un arroyo claro y fresco fluyendo sobre un fondo cuya turbiedad no te concernía.

Una noche en casa de los Warren me vi de pronto sentado al lado de Constance. Me saludó con su acostumbrada mirada de reserva tranquila, pero pensé que su tono era más amistoso. No hizo referencia al tiempo que había transcurrido desde nuestro último encuentro; retomó el tema justo donde lo había dejado.

—Me alegra que hayas ganado tu guerra, Oscar. ¿Puedo darte mis felicitaciones atrasadas?

¿Se estaba riendo de mí?

—¿Nunca llegó a ser tu guerra Constance?

—Oh, sí. En cuanto estuvimos metidos en ella, supe que teníamos que ganarla. Trabajé en el Brooklyn Navy Yard. En la oficina de personal. Por cada hombre en combate había cincuenta mecanógrafas. La victoria estaba asegurada.

—Estoy seguro de que hiciste un buen trabajo.

Asintió con la cabeza, como para terminar con el tema de la guerra.

—Y ahora estás en la Facultad de Derecho. ¿Te gusta?

—Sí. Si estás metida en un lío, no desesperes. Siempre puedo sacarte de él con la letra pequeña. ¿Y qué tal tu Historia del Arte?

—Creo que a fin de año obtendré el máster.

—Tengo la sensación de que hemos intercambiado los papeles. Ahora tú estás en el éter artístico y yo estoy cavando en el sótano.

—Hemos intercambiado los papeles en más de una cosa, Oscar —No había un atisbo de sonrisa tras su seriedad—. Te has convertido en un soldado valiente. Y eso te sienta bien. Te debo una disculpa.

—¿Por qué, por el amor de Dios? —¡Pero me encantó!

—Por haberte subestimado. Por ser una pedante y una bruta.

—Pero si tenías razón. Honestamente, Constance, no hice nada especial. Mis padres lo han exagerado todo.

—No lo creo. Pienso que tengo una idea clara de lo que hiciste.

Mi preocupación más inmediata consistía en descubrir cómo podría cambiar yo en el futuro para mantener aquel interés por mí tan inmerecido. Mi corazón estaba haciendo cosas extrañas.

—¿Puedo invitarte a cenar una noche? —¡Qué poco delicado estuve!—. Como antes.

—No veo por qué no.

Pensé que tenía que desviarme hacia un tema menos personal. Necesitaba tiempo para pensar en el nuevo Oscar Fairfax antes de que me pusiese demasiado sentimental. Mis ojos cayeron sobre Danny, que se reía a carcajadas al otro lado de la mesa.

—¿Qué piensas de que viva aquí?

—¿Quieres decir si siento que ha ocupado mi lugar? No realmente. Siempre he estado en un segundo plano respecto a los escritores de Papá. Estoy acostumbrada. Y nunca he ocupado un auténtico lugar para mi madrastra. Ella y yo nos llevamos bien, pero no somos íntimas. Nos respetamos. Está bien.

—Entonces no te importa que lleve la voz cantante aquí.

—Bueno, hay algo que me molesta de él, ahora que lo mencionas. Su costumbre, tú ya me lo dijiste una vez, de utilizar a las personas en sus historias. Describirlas con todos los detalles espectaculares y horribles, quiero decir ¿Crees que estará tomando nota sobre Papá y Vera?

Entonces le dije lo que Danny me había comentado sobre el asunto. Añadí que no le había creído y que aún no le creía. Ella no compartía mi certeza.

—Yo no lo daría por hecho. Claro que eso no sería malo del todo. Si dejara a Papá lo suficientemente mal, podría curarle de este amor suyo por su nuevo genio.

—Pero podría dejarle muy mal.

—¿Por qué no se lo preguntas tú? Probablemente no se andará con rodeos. Contigo, quiero decir. Y así al menos estaremos preparados.

—Pero seguramente tu padre, como editor suyo, tendrá la oportunidad de leerlo primero.

—A menos que Danny se lo dé a otro editor. Esas cosas le suceden a Papá.

—¡Pero tendrá una opción sobre la obra!

—Papá nunca ha ejecutado una opción en su vida.

Sea como fuere, estaba encantado de tener un favor que hacerle a Constance, y al sábado siguiente invité a Danny a cenar a un restaurante francés muy caro, su favorito, para tenerle de buen humor durante una conversación franca. Pero fue tirar el dinero. No habíamos ni terminado la sopa cuando surgió el tema de su próxima novela.

Resulta que sí, que estaba «trabajando» con Hugo y Vera, y cortó mis vacilantes objeciones de un modo casi brusco.

—Tú no puedes ver las cosas como son, Oscar, porque tienes la mente atascada con ideas preconcebidas de cómo deberían de ser los Warren. Tienes tu propio dibujito de color rosa de los Warren, y ni te planteas que el mío pueda ser más lúcido.

—¿Y qué es eso que se me escapa?

—No son sólo los Warren. Es la gente. Tú crees que la gente valora su privacidad. ¡Al contrario, la gente odia su privacidad! No siempre son conscientes de eso, por supuesto. Pero Freud nos ha demostrado dónde vivimos realmente. ¡En el ego! Y en el ego de Hugo, él está en una playa llena de gente, desnudo, con una erección, y todos se burlan de él: «¡Tápatelo, Hugo!», gritan.

Aquella imagen me asqueó, pero también me impactó profundamente.

—¿Quieres decir que le gusta eso?

—A su manera. Como al hombre que le gusta que le azoten. Puede haber un placer sensual en exponerse, en la humillación. Incluso un poco de desafío. Mostrar una erección a todos los que piensan que no se le levanta. ¡Mirad, soy un hombre, incluso un caballero! Demasiado caballero para ser un hombre. ¡Pero aun así, miradme!

Cerré los labios firmemente. Sabía que no podía perder los nervios.

—Y Vera, ¿cómo se ve a sí misma?

—¡Oh, no hay secreto! ¡Ella es un libro abierto! Mira las habitaciones que diseña. ¡Rojo jungla! Todos esos oropeles chillones y todas esas tulipas salvajes. Es una tigresa encadenada. Pero de vez en cuando se deshace de las cadenas. ¡Sí, de verdad, lo hace!

—¿Y entonces qué es lo que hace?

—Bueno, todavía no lo tengo claro del todo, pero creo que su oficina puede ser la clave. Uno de sus jóvenes ayudantes viene de vez en cuando a casa. Creo que le invitaré a comer.

—¿Quieres decir que crees que Vera tiene amantes?

Danny se echó a reír, casi con sorpresa.

—No me rebajaré a responderte.

—¿Y Hugo? ¿Lo sabe?

—Oh, Hugo lo sabe todo. Ésa es su grandeza. Y su cruz.

—¿Y cómo se siente ella?

—Eso la tortura. Siente que él es todo lo que ella debería ser: fiel, amante, amable, cariñoso, comprensivo. Sabe que tiene al mejor de los hombres, pero preferiría a la bestia.

—Debo decir que nunca lo manifiesta.

—¡Sí, su educación es perfecta! Pero algunas veces, cuando estamos los tres solos en casa, lo deja ver. Cuenta una historia escabrosa y me hace un guiño —la espléndida decoradora convertida en la Esposa de Bath de Chaucer— y cuando él se limita a sonreír, ella le grita: «¡Oh, vamos anda, Hugo, sabes que no soportas que hable así! ¿Por qué no me llamas mujerzuela y me pides que me sujete la lengua?». Y entonces él simplemente sonríe de nuevo y dice suavemente: «Muy bien, eres una mujerzuela, querida, pero ni siquiera Dios podría hacer que te sujetases la lengua». Como ves, no logra que él pierda los nervios. ¡Sabe que él es más fuerte que ella, y eso la vuelve loca! Quizá sospecha que él se mantendrá impasible hasta que, un buen día, la mate.

Danny te iba arrastrando. Yo estaba casi asustado.

—Pero nunca lo hará.

—No, nunca lo hará. Ésa es la cruz de Vera.

—¡Ahora haces de novelista!

—De hecho, todo es conjetura e intuición. Pero con un gran novelista la conjetura y la intuición pueden llegar a convertirse en hechos.

—¿Y qué te dice tu intuición acerca de Hugo? ¿Se divierte?

—¿Con otras mujeres? ¿O con chicos? No, definitivamente no. Es demasiado romántico como para desenamorarse de la Vera que su imaginación creó. Y demasiado leal como para romper una promesa hecha a un dios en el que no cree. Y hay otro impedimento: Vera le vigila como un halcón. ¡Le sacaría los ojos a la mujer que se atreviese a mirarle!

—¡Pero eso es doble moral!

—¡Y venganza! Ella quiere poseer a Hugo, y si no lo consigue, ninguna mujer lo va a conseguir.

—Supongo que eso es un tipo de amor.

Danny extendió los brazos.

—¡Todo tuyo!

Mientras pensaba en lo que una novela así podría llegar a hacerle al pobre de Hugo, me encontré buscando un remedio desesperadamente.

—¿No habría ningún tema que yo pudiera ofrecerte en lugar de los Warren? ¡Supón que me tomas a mí! Y puedes ser tan espantoso como quieras. Ni me inmutaré.

—¡Tú! —Danny irrumpió con una gran carcajada—. ¿Pero, por Dios, qué puedo hacer con personas como tú? Tú no eres un hombre; tú eres un ojo. ¡El mayor
voyeur
de la ciudad!

—¿Y tú, precisamente tú, dices que yo soy un
voyeur
?

—Sí, yo. Porque yo miro a los demás y los recreo. Tú los miras porque quieres llegar a ser ellos. Eres una especie de monstruo.

—Merci du compliment.

—Lo es, en cierto modo. Tú eres como el confidente en una tragedia clásica francesa. Tú no haces nada, pero sin ti no sabríamos nada del héroe. Eres el Pílades de mi
Orestes.

—Entonces mantendré la boca cerrada y te aniquilaré.

—No, no te enfades ahora, Oscar. Tienes tu importancia.

—¿Como una nota a pie de página en la biografía de Daniel Winslow?

—Como su autor.

—Pero ya te he dicho que yo no la escribiré.

—Sí que lo harás. Será tu función. Y además yo no seré tu único tema. Recuerda: el confidente siempre sobrevive al héroe. Es Horacio quien dice: «Buenas noches, dulce príncipe» según cae el telón.

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