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Authors: Mike Lee Dan Abnett

La Espada de Disformidad (4 page)

BOOK: La Espada de Disformidad
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Absorto en sus pensamientos, Malus avanzó hasta los restos de la doncella del templo.
Rencor
no había dejado mucho. La cabeza y parte de un hombro yacían en medio de trozos del druchii sobre el que había caído. El rostro de la doncella estaba petrificado en un rictus de odio, desafiante hasta el final.

El noble se arrodilló y estudió la cara. Lo que necesitaba era un detalle más para su disfraz, algo que hiciera que los fanáticos se lo pensaran dos veces antes de sospechar de él.

—Muy bien, demonio —dijo, pensativo—. Olvídate de darme el poder de un dios. Ahora mismo, me conformo con un par de ojos color latón.

Tz'arkan lo había complacido sin vacilar. Era una mala señal.

El dolor había sido inmenso y pareció durar horas. Hubo un momento en que Malus pensó que el demonio había decidido tomar su petición al pie de la letra y transformarle los ojos en metal fundido. Al cabo de un rato ya no pensaba mucho en nada, con los brazos apretados en torno al pecho para evitar sacarse los ojos con las uñas.

Para cuando el dolor se calmó, la niebla había llegado a la linde del bosque y el fuego se había consumido hasta quedar apenas unas ascuas. Tenía la cara enrojecida y cada parpadeo hacía que le recorrieran el cuerpo escalofríos de dolor.

Malus oía cómo
Rencor
se movía por el claro y mordisqueaba ociosamente los restos de los fanáticos. Tras pensarlo un poco, el noble rodó para apoyarse sobre manos y rodillas, y gateó hacia las ascuas de la hoguera. Incluso la mortecina luz de las brasas le clavaba agujas de dolor en los ojos, pero, tras rebuscar un poco, encontró el zurrón de ofrendas de la doncella. Malus llamó al gélido y subió torpemente a la silla de montar. Luego guió a
Rencor
camino arriba en dirección a Har Ganeth, y lo dejó que continuara por su cuenta.

Viajaron durante toda la noche. Malus se balanceaba sobre el lomo de la cabalgadura, con los ojos cerrados con fuerza. Ya muy pasada la medianoche, sintió la garganta reseca tan contraída que apenas podía respirar, y palpó la parte posterior de la silla de montar en busca de un pellejo de agua. Bebió largamente el líquido salobre y luego, por impulso, se vertió un poco en cada ojo. El dolor fue tan repentino y fuerte que gritó, pero después se sintió mucho mejor.

La luz previa al alba coloreaba las montañas del este cuando llegaron a la Ciudad de Verdugos. La brisa marina cambió y le llevó el olor a cobre quemado de la sangre, momento en que Malus abrió lentamente los ojos.

La ciudad rielaba como un fantasma en la luz perlada.

Har Ganeth, la Fortaleza de Hielo. Antes de que los druchii construyeran Karond Kar en la desembocadura de los Estrechos de los Esclavos, Har Ganeth había sido la ciudad más septentrional de la Tierra Fría. Sus murallas y torres habían sido construidas con el más puro mármol blanco, extraído de las montañas cercanas a las Casas de los Muertos. La Fortaleza de Hielo era fría, cruel y eterna, un símbolo del corazón despiadado de los druchii.

Eso había sido antes de que Malekith le entregara el control de la ciudad al templo de Khaine, antes de la noche de la matanza, hacía siglos, cuando las calles se habían transformado en ríos de sangre.

Las murallas de piedra de nueve metros se encumbraban por encima de Malus, con la superficie pintada con capas de rojo desde las almenas hasta la base. Las murallas recubiertas de sangre podían ser vistas desde kilómetros de distancia; pero al verla de cerca, cuando la luz del amanecer despertaba el mármol blanco de debajo, Malus contempló con asombro los cientos y cientos de huellas de manos ensangrentadas, unas sobre otras, destinadas a crear sutiles matices y homicidas tonalidades. El brillante rojo parecía fresco. A pesar de sí mismo, Malus sintió la tentación de tocarla, de contribuir a la totalidad del mosaico de matanza con una fina capa más.

La puerta de la ciudad era insólitamente ancha y baja, lo bastante amplia para que seis jinetes montados pudieran entrar cómodamente uno junto otro, pero no con las lanzas en alto. Un enorme cuerpo de guardia se encumbraba muy arriba, con la ancha fachada perforada por saeteras y aspilleras. Salidas para aceite pendían como lenguas arqueadas desde las bocas talladas de dragones y basiliscos, preparadas para verter abrasadora muerte sobre cualquier invasor. No obstante, las puertas de Har Ganeth habían desaparecido hacía mucho tiempo y el rastrillo había sido desmantelado. La entrada parecía la enorme boca de un leviatán que bostezaba, siempre hambriento de nuevas presas.

No había ningún guardia sobre las almenas, ni luz verde de fuego brujo que ardiera tras las saeteras. Al otro lado de la entrada, Malus contempló calles envueltas en remolinos de pálida niebla.

En algún lugar lejano, una voz gritó de cólera y dolor. Malus clavó los tacones en los costados de
Rencor
y entró en la Ciudad de Verdugos, en busca de la casa de Sethra Veyl.

3. La ciudad de los cuervos

Malus perdió pronto la cuenta de los muertos.

Yacían por todas partes en las calles y cunetas de Har Ganeth, contorsionados por el dolor y la violencia, y dejados enfriar en charcos de sangre que se secaba. Algunos estaban amontonados en estrechos callejones como basura vieja; otros yacían desplomados contra las murallas de mármol teñidas de rojo, donde habían dejado pintadas grandes franjas con su propia sangre. La mayoría eran druchii como él, aunque en más de una ocasión vio el cadáver de un esclavo, desnudo salvo por el collar distintivo. Todas las víctimas habían sufrido tajos hasta morir. Muchas presentaban las sanguinarias heridas de un hacha o un
draich
, el gran mandoble preferido por los verdugos del templo. Había hombres y mujeres, druchii jóvenes y viejos. Algunos habían muerto luchando, con espadas y dagas en las manos y heridas mortales en la cabeza y el cuello. Otros simplemente habían huido y recibido las heridas en la espalda. El resultado era el mismo.

Muchas de las víctimas habían sido decapitadas y los cráneos añadidos a las pirámides de trofeos similares, algunas de las cuales llegaban a la altura de un hombre, levantadas a los lados de la calle o cerca de la puerta de un comercio o casa. Casi todas las pilas de cráneos descansaban sobre gruesas capas de sucio polvo gris. Aquello desconcertó a Malus en un principio, hasta que reparó en que se trataba de un macabro estrato de las propias pirámides. Las cabezas más próximas a la cúspide eran las más frescas, por supuesto, aún recubiertas de carne y piel tensa. Más cerca de la base, las alimañas y los elementos habían limpiado los cráneos y dejado una capa de hueso descolorido en la parte inferior. Con el tiempo, incluso esos resistentes huesos se desmenuzaban, aplastados por el peso de los de arriba, y se transformaban en polvo pálido.

La ciudad olía como un campo de batalla. En las plazas abiertas el hedor ya era bastante malo, pero ascender por las estrechas calles serpenteantes hacia los distritos más altos era como caminar por un matadero mal iluminado.
Rencor
gruñía y olfateaba la fuerte fetidez de sangre putrefacta y órganos derramados, y Malus luchaba contra el impulso de cubrirse la cara con un pliegue de la capa. Nunca había visto nada parecido, ni siquiera en las más brutales batallas, camino de Hag Graef.

La Ciudad de Verdugos había sido construida sobre terreno elevado en la costa del Mar Frío. Lo que al principio era sólo una colección de formidables torres que se alzaban hacia el cielo sobre una colina de granito, a lo largo de los siglos se había extendido como un manto de piedra blanca por las laderas de la colina y por el terreno llano que la rodeaba. Cuando Har Ganeth fue entregada al templo por un edicto del Rey Brujo, se había abandonado el templo de la zona inferior de la ciudad y los ancianos se habían apoderado de los distritos que rodeaban la cima de la colina. Muchos de los ciudadanos más ricos habían sido desalojados de sus casas, y éstas demolidas para construir la enorme fortaleza del templo que encerraba las manchadas torres blancas del drachau en un puño de piedra oscura. Con independencia de dónde se hallara uno en la zona inferior de la ciudad, sentía la ominosa sombra del templo de Khaine.

Al igual que todas las ciudades druchii, Har Ganeth era un laberinto de estrechas calles y callejones serpenteantes, diseñadas a propósito para confundir a los intrusos. Los altos y estrechos edificios conducían a los pretendidos intrusos hasta callejones y otros sitios sin salida, donde quedarían a merced de ciudadanos que los aguardaban en los altos balcones de hierro forjado. Salvo unas pocas avenidas principales destinadas al comercio o la guerra, no había ninguna calle lo bastante ancha para permitir el paso de dos jinetes, y en muchos casos eran aún más estrechas. El sol raras veces llegaba al interior de estas claustrofóbicas vías, e incluso a plena luz del día una de cada dos casas estaba iluminada por un farol de intrincada forja de hierro que pendía en el exterior de la pesada puerta de roble.

Al entrar en Har Ganeth, Malus se encontró en el distrito de los comerciantes. Los remolinos de niebla giraban en torno a los flancos de
Rencor
mientras Malus lo conducía pasando ante destrozados almacenes y a través de mercados sembrados de basura. A continuación venía el barrio de los esclavos, con amplias plazas y jaulas de hierro. El primero de los muchos santuarios de la ciudad estaba justo saliendo de la plaza, y fue allí donde el noble vio los primeros signos de matanza. Malus no pudo evitar preguntarse cuánta carne era comprada en el mercado y llevada al otro lado de la plaza simplemente para desangrarla sobre el altar del Señor del Asesinato.

Las estrechas calles del barrio de los artesanos se hallaban allende el santuario, y más allá estaban los lupanares y los pozos de sangre del barrio dedicado al ocio. Todas las casas de huéspedes y tabernas estaban bien cerradas, con los salones desiertos de indigentes y borrachos. No se veía rastro alguno de los excesos de la noche pasada, sólo pilas de cabezas maltratadas con expresión contraída. Hacía semanas que fantaseaba con un baño, botellas de vino y una cama blanda en una de esas casas de huéspedes, pero la horripilante quietud del lugar borró de su mente todas las tentaciones.

Allende el vecindario de casas de huéspedes y tabernas, la calle comenzaba a ascender por la ancha colina. Las altas casas miserables de los plebeyos se alzaban en torno a él, y el camino se hacía más difícil. A Malus se le puso el pelo de punta al conducir a
Rencor
por las estrechas callejas. Las angostas ventanas tenían echados los postigos y los balcones de lo alto estaban desiertos, pero no podía deshacerse de la sensación de que lo observaban. El noble desenvainó la espada y la colocó sobre el regazo, mientras deseaba haber pensado en ponerse la armadura que llevaba envuelta en tela y colgada de la parte posterior de la silla de montar.

Cuanto más numerosas eran las escenas de carnicería ante las que pasaba, mayor se hacía su inquietud. De algunos de los cuerpos aún manaba vapor en el gélido aire matinal, cosa que sugería que sus verdugos aún estaban cerca. La idea de que tuviera lugar en ese mismo momento una batalla con una turba de fanáticos —en el propio terreno de éstos—, le dio escalofríos.

Sabía, por las conversaciones mantenidas con los viajeros, que los distritos de la nobleza se hallaban en torno a la cima de la colina, pero no estaba muy seguro de cómo llegar a ellos. ¿Durante cuánto tiempo podría deambular por las laberínticas calles antes de tropezar con un grupo armado que buscara más trofeos para apilarlos ante la puerta de su casa? No tenía modo de saberlo. Nada de lo que había visto hasta el momento tenía sentido alguno para él. Por primera vez desde el horrendo e interminable viaje de regreso de los desiertos del Caos, se sentía vulnerable y expuesto.

La verdad era que no podía ir de puerta en puerta y preguntar cómo llegar hasta la casa de Sethra Veyl. Por un breve instante, consideró encaminarse directamente hacia el templo y simplemente presentarse allí, ya que estaba seguro de que, cuando la herejía hervía en la ciudad, los sacerdotes no podrían escrutar demasiado minuciosamente a alguien que ofreciera ayuda. La solución era sencilla y directa, pero lo hizo pensar. Tenía que haber una razón para que los fieles estuvieran siendo alojados en casas de la propia ciudad. ¿Tal vez se habían infiltrado entre las tropas del templo? De ser así, ¿cómo podía estar seguro de que el sacerdote con quien hablara no era un aliado secreto de Urial? Dado que no tenía ninguna otra alternativa, hizo avanzar a
Rencor
y aguzó el oído por si captaba sonidos de movimiento en los callejones o en los balcones de lo alto.

Al romper el alba en el este, Malus oyó las primeras señales de vida, a la sombra de los aleros de las casas. Frotamiento de plumas y trocitos de piedra que caían por la manchada fachada de las casas. A Malus, desde tan abajo, le pareció que los sombreados antepechos de las ventanas situadas cerca de los tejados de pizarra se mecían y desperezaban con vida invisible. Entonces, con un quejumbroso graznido y un batir de pesadas alas, un cuervo enorme se lanzó desde las sombras y pasó muy bajo, en vuelo rasante por encima de la cabeza de Malus, antes de posarse sobre la cumbre de una pirámide de trofeos de carne. El ave carroñera le lanzó una desafiante mirada al noble que pasaba, antes de inclinar la lustrosa cabeza para contemplar el resplandeciente banquete rojo.

Al cabo de pocos minutos el aire estaba negro de cuervos que aleteaban y se llamaban unos a otros al recorrer las calles de la ciudad. Pasaban tan cerca que Malus sentía el viento de las alas en la cara, y no demostraban tenerle ningún miedo a
Rencor
. En una ocasión, el gélido pasó justo por encima de un cuerpo yacente que estaba cubierto de hambrientos cuervos, y las aves no prestaron la menor atención a la pesada bestia.

El constante parloteo de las aves ponía nervioso a Malus. Algunas de ellas incluso le graznaron a Malus en un druhir aceptable.

—¡Espada y hacha! —chilló una.

—¡Cráneos! ¡Cráneos! —graznó otra.

—¡Sangre y almas! ¡Sangre y almas! —dijo una tercera.

Sus ojos destellaban cruelmente al acometer la carne desgarrada con los picos como dagas.

Le clavó los talones a
Rencor
para hacerlo trotar, y continuó adelante. Cada casa tenía el mismo aspecto que la anterior: muros manchados y puertas de roble oscuro con herrajes de hierro, sin símbolos ni signos que identificaran a quienes moraban en el interior. A cada giro, Malus escogía la senda que ascendía por la colina y espantaba nubes de cuervos que alzaban el vuelo entre graznidos ante los pasos de una tonelada de peso del nauglir.

BOOK: La Espada de Disformidad
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