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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

La espada encantada (9 page)

BOOK: La espada encantada
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—¿Y crees que Calista puede estar vagando por esa zona y que la retienen allí, incapaz de atravesar esa sombra mediante la mente?

—Eso me temo —afirmó Leonie—. Si la tuvieran drogada o en trance, o si le hubieran quitado la piedra estelar, o si la hubieran maltratado tanto que su mente estuviera obnubilada por la locura..., entonces en este nivel estas circunstancias aparecerían como si se hallara aprisionada por una enorme sombra impenetrable.

Rápidamente, con la agilidad del pensamiento, Damon contó a Leonie todo lo que sabía del rapto de Calista en Armida.

—No me gusta —observó Leonie—. Lo que me cuentas me asusta. He oído que hay extraños hombres de otro mundo, en Thendara, y que han venido con permiso de los Hastur. De vez en cuando, uno de ellos viene al supramundo durante el sueño, pero tanto sus formas como sus mentes son extrañas, y en general se desvanecen cuando se les habla. Aquí son sólo sombras, parecen bastante inofensivos, hombres como todos, poco hábiles para desplazarse por los dominios de la mente. Me resulta difícil creer que estos terráqueos, pues así se denominan a sí mismos, puedan tener algo que ver con la desaparición de Calista. ¿Qué razones podían tener? Y ya que se les permite permanecer en nuestro mundo, ¿qué razones tendrían para provocar nuestra enemistad con una conducta así? No, tiene que esconderse algún otro propósito en todo esto.

Damon advirtió que volvía a tener frío y que temblaba. La planicie se estremecía bajo sus pies. Sabía que si deseaba permanecer en el supramundo, tenía que desplazarse. Hablar con Leonie había significado un consuelo, pero no debía demorarse aquí si deseaba llevar a cabo la búsqueda de Calista. Leonie pareció comprender su decisión.

—Búscala, entonces. Cuentas con mi bendición.

En el momento de alzar el brazo según el gesto ritual, su imagen se esfumó y Damon descubrió que había retrocedido una gran distancia y que ya no se hallaba ante el familiar patio empedrado de la Torre, sino que había avanzado un gran trecho en dirección a la oscuridad.

El frío aumentó y se estremeció con las repetidas ráfagas como de viento helado, que emanaban de ese oscuro lugar. Las tierras oscuras, pensó desanimado, y para combatir el frío al instante se visualizó ataviado con una pesada capa verde y dorada. El frío disminuyó, pero sólo un poco, y su progreso hacia la oscuridad se hizo más lento, como si de la sombra emanara alguna fuerza que lo empujara hacia atrás, cada vez más. Luchó contra ella, gritando otra vez el nombre de Calista.
Si está en alguna parte de las planicies me oirá
, pensó. Pero si Leonie la había buscado en vano, ¿qué éxito podía esperar él?

La sombra fluyó, como una densa nube hirviente, y de pronto pareció poblarse de formas oscuras y retorcidas, amenazadores rostros apenas vislumbrados, ominosos movimientos de miembros sin cuerpos que se divisaban por un momento en la oscuridad y luego desaparecían. Damon sintió un espasmo de terror, un anhelo casi angustioso por el mundo sólido, su cuerpo tangible y la chimenea de Armida... Aquel plano parecía colmado de amenazas y gritos semiaudibles.
¡Regresa! ¡Regresa o morirás!

Avanzó penosamente, abriéndose paso contra la fuerza. El broche de Calista, entre sus manos, parecía brillar, aletear y vibrar, y él supo que estaba cada vez más cerca, más cerca...

—¡Calista! ¡Calista!

Por un instante, la espesa nube oscura se desvaneció y llegó a vislumbrarla, una sombra, un fuego fatuo, con un camisón tenue y rasgado, el pelo suelto y enredado, el rostro ensombrecido por el dolor o las lágrimas. Le extendió las manos en un gesto de súplica, y movió los labios, pero él no llegó a oír las palabras. Después, la oscuridad volvió a envolverlos, y por un instante él distinguió centelleantes hojas de espadas de curiosas formas, que lo amenazaban.

Al momento, Damon se desplazó otra vez y, con una repentina idea, transformó la abrigada capa en una reluciente cota de malla. Justo a tiempo. Oyó cómo las espadas semiinvisibles chocaban contra la armadura, y un espantoso dolor surgió y desapareció, en un instante, cerca del corazón.

Las espadas retrocedieron a la oscuridad y, una vez más, él presionó hacia adelante. Entonces la oscuridad volvió a hervir a su alrededor, como el remolino de un tornado, y del burbujeante núcleo del huracán de nubes emergió una vocecita malévola.

—Retrocede. No puedes entrar aquí.

Damon no cedió, esforzándose por hacer que la superficie bajo sus botas fuera sólida, por lograr que se convirtiera en el familiar suelo de piedra. Así, tanto él como su antagonista invisible se apoyarían sobre un terreno elegido por el humano. Pero el terreno se ondulaba y se agitaba como si se tratara de agua, hasta que se sintió mareado, y una vez más se oyó la voz invisible, con tono imperativo.

—Vete, te digo. Vete mientras puedas hacerlo.

—¿Con qué derecho me lo ordenas?

—No sé nada de derechos —replicó la voz, indiferente—. Tengo el poder de hacer que te vayas, y lo ejerceré. ¿Por qué provocar una lucha sin necesidad alguna?

Damon no se movió, aunque le parecía estar balanceándose en un mareante ritmo de sube y baja, y la cabeza le estallaba de dolor.

—Me iré si mi pariente viene conmigo —dijo.

—Te irás ahora mismo, y no pienso repetirlo —insistió la voz.

Damon sintió un enorme embate de poder, un gran golpe que le hizo temblar la cabeza. Se debatió dentro de la hirviente oscuridad.

—¡Muéstrate! —gritó—. ¿Quién eres? ¿Con qué derecho vienes aquí?

La piedra estelar, o su contraparte mental, estaba aún en su poder; la alzó sobre la cabeza, como un farol, y la oscuridad se iluminó con un deslumbrante resplandor azul. A esa luz distinguió una figura alta, extrañamente ataviada, con cabeza de gato salvaje y terribles garras...

Y en aquel momento se produjo otro de esos terribles golpes. La oscuridad retrocedió hasta convertirse en un viento que aullaba y gemía, y Damon se encontró solo en lo que parecía una resbaladiza ladera. A su alrededor, el viento le azotaba, las agujas del viento helado se le incrustaban en el rostro... caía una nieve densa, la tormenta rugía...

Luchó por recuperar un punto de apoyo, consciente de que se había topado con algo que nunca antes había visto en este plano.

Toda su piel se erizó, y se tensó, sabiendo que ahora debería luchar por su cordura, por su misma vida...

Los telépatas de Darkover estaban entrenados para trabajar con las piedras estelares, que apoyadas en la mente humana tenían el poder de transformar directamente la energía de una forma a otra. En los reinos por donde viajaban sus mentes para lograr este efecto vivían entes extraños, inteligencias que no eran humanas ni materiales, sino que procedían de otros dominios de la existencia. La mayoría no tenía nada que ver con la raza humana. Otras tendían a interferir con las mentes humanas, cuando éstas se internaban en los reinos a los que pertenecían esas inteligencias extrañas. Unas pocas, captadas por las mentes humanas entrenadas para alcanzar su plano, permanecían en contacto con los niveles humanos, y adquirían la apariencia de demonios o incluso de dioses. El don de los Ridenow, el don de Damon, había sido deliberadamente estimulado en las mentes de su familia para permitirles detectar y establecer contacto con estas presencias extrañas.

Pero nunca había visto una que adoptara esa forma...
el Gran Gato
... Era deliberadamente maligno, no indiferente. Lo había arrojado aquí, al nivel de la tormenta...

Se obligó a reflexionar. La tormenta no era real. Era una tormenta imaginada, solidificada por el pensamiento, y él podía refugiarse en otros niveles donde la tempestad no existiera. Visualizó una cálida luz de sol, una ladera soleada... por un momento las agujas de nieve disminuyeron, después empezaron a caer con renovado vigor. Alguien la estaba proyectando sobre él... alguien o
algo.
¿Los hombres-gato? ¿Estaba Calista en su poder?

Las ráfagas de viento arreciaron, obligándolo a caer de rodillas. Se debatió, resbaló y cayó sobre el hielo áspero, que lo hirió. Sintió que sangraba, que se congelaba, que se debilitaba... Moría...

Con helada lucidez, pensó:
Debo salir de este nivel, debo volver a mi cuerpo.
Si quedaba atrapado aquí, fuera de su cuerpo, éste sobreviviría por un tiempo, alimentado e inerme, marchitándose lentamente hasta la muerte.

Ellemir, Ellemir
, envió una llamada que resonó como un grito.
¡Despiértame, haz que regrese, sácame de aquí!
Gritó una y otra vez, consciente del aullido del viento que se llevaba sus gritos a través de la oscuridad punzante y atravesada por la nieve. Tenía el rostro herido, las manos le sangraban mientras se esforzaba por ponerse en pie sobre la nieve, por arrodillarse, por arrastrarse...

Su lucha se debilitó progresivamente, y le invadió un sentimiento de desesperanza total, casi de resignación.
No tenía que haber confiado en Ellemir. No tiene suficiente fuerza. Nunca saldré de aquí.
Le parecía que se había deslizado, resbalando, vagando por esa tormenta de pesadilla durante horas, días...

Un sentimiento agónico lo acuciaba, y un dolor helado le traspasaba las sienes. Un resplandor de fuego azul surgió con furia a su alrededor, hubo una conmoción como de trueno, y Damon, débil y exhausto, se vio yacente en el sillón del gran salón de Armida. El fuego se había extinguido hacía mucho, y la habitación estaba muy fría. Ellemir, pálida y aterrada, con los labios azules y castañeteando los dientes, lo miraba.

—¡Damon! ¡Oh, Damon! ¡Despierta, despierta!

Él jadeó dolorosamente.

—Estoy aquí, ya he vuelto.

De alguna manera, ella había llegado a la pesadilla del supra-mundo y lo había traído de regreso. La cabeza y el corazón le latían con dolor, y le castañeteaban los dientes. Miró alrededor. La luz del día empezaba a filtrarse por los altos ventanales; en el exterior, el patio estaba en calma y silencioso bajo la claridad del amanecer; la tormenta había pasado, dentro y fuera. Parpadeó y sacudió la cabeza.

—La tormenta —murmuró débilmente.

—¿Has encontrado a Calista?

Él sacudió la cabeza.

—No, pero di con lo que la tiene prisionera, y casi me apresa a mí también.

—No podía despertarte... y estabas azul, jadeabas y gemías mucho. Al fin me decidí a cogerte la piedra estelar —confesó Ellemir—. Cuando lo hice, tuviste algo así como una convulsión. Pensé que te había matado...

Poco había faltado, pensó Damon. Pero era mejor eso que dejarlo morir en la rugiente tormenta del supramundo. Ellemir había estado llorando.

—Pobre chica, debo de haberte asustado muchísimo —murmuró con ternura, y la atrajo hacia sí.

La tenía sobre las rodillas, aún temblando, y se dio cuenta de que tenía casi tanto frío como él mismo. Tomó un manto de piel que descansaba sobre el respaldo, y con él se envolvieron los dos. Después volvería a encender el fuego; por ahora bastaba con arroparse así, en esa calidez consoladora, sintiendo cómo la helada rigidez de la joven disminuía y sus escalofríos se calmaban.

—Mi pobre amor, te he asustado, estás medio muerta de frío y de miedo —musitó, estrechándola con fuerza.

Besó las mejillas frías y húmedas por las lágrimas y se dio cuenta de que lo había deseado desde hacía mucho tiempo; fue desplazando los besos lentamente desde las húmedas mejillas a la boca fría, tratando de calentar esos labios con su propio aliento.

—No llores, querida, no llores.

Ella se movió un poco contra él, no en señal de protesta sino como respuesta, y dijo, casi dormida:

—Los criados aún duermen. Deberíamos volver a encender el fuego, llamarlos...

—Al diablo con los criados. —No deseaba que nadie interrumpiera esta nueva situación, esta nueva y bella intimidad—. No quiero que te vayas, Ellemir.

Ella alzó el rostro y lo besó en los labios.

—No voy a hacerlo —contestó con suavidad, y ambos yacieron en silencio, muy juntos bajo el manto de piel, rozándose apenas, pero confortados por el contacto. Damon sentía un terrible cansancio y hambre, el espantoso agotamiento de la fuerza nerviosa que era el precio inevitable del trabajo telepático. La razón le decía que debía levantarse, encender de nuevo el fuego, ordenar que trajeran un poco de comida, o lo pagaría con horas o días de cansancio y enfermedad. Pero no podía obligarse a moverse y no estaba dispuesto a dejar que Ellemir se alejara de su abrazo. Por un momento, permitiendo que el agotamiento lo venciera, cayó en un breve sueño o inconsciencia.

Ellemir lo sacudió. En el brillante salón se oían golpes, un sonido, una extraña llamada.

—Hay alguien en la puerta —comentó Ellemir semidormida—. ¿A esta hora? ¿Y los criados...? ¿Qué...?

Damon apartó el manto y se incorporó. Atravesó el salón hasta el patio interior y de allí hasta la gran puerta acerrojada. Rígidamente, con dedos torpes, luchó con la cerradura y logró abrirla.

En la entrada se hallaba un hombre, envuelto en un enorme abrigo de piel de diseño poco familiar, vestido con ropas extrañas y harapientas.

—Soy extranjero y me he perdido —dijo con un acento extraño—. Vine con la expedición cartográfica de la Ciudad Comercial. ¿Pueden ofrecerme albergue y enviar un mensaje a mi gente?

Damon lo miró confundido durante un momento. Finalmente habló con lentitud:

—Sí, entra, entra, extranjero; eres bien venido. —Se volvió hacia Ellemir—. Es tan 'sólo un terráqueo de Thendara. He oído hablar de ellos, son inofensivos. Hastur desea que seamos hospitalarios con ellos en caso de necesidad, y éste sin duda se ha extraviado. Llama a los criados,
breda
; probablemente necesite un fuego y comida.

Ellemir se serenó.

—Entra y sé bienvenido a Armida y a la hospitalidad del Dominio Alton, extranjero. Te ayudaremos como podamos...

Se interrumpió, pues el visitante la observaba con ojos muy abiertos y asustados.

—¡Calista! ¡Calista! —murmuró temblorosamente—. ¡Eres real!

Ella lo observó, tan confundida como él.

—No. No —tartamudeó—. No soy Calista, soy Ellemir. ¿Pero qué... qué puedes saber

de Calista?

5

—También podría decirte de inmediato que no me creo ni una sola palabra —objetó la joven que se había presentado como Ellemir.

Todavía me resulta difícil aceptar que no es Calista. ¡Son tan condenadamente parecidas!
, pensó Andrew Carr. Se sentó en el pesado banco de madera ante el fuego, bebiendo en la creciente calidez. Era fantástico estar de nuevo en una casa de verdad, aunque la tormenta hubiera pasado. Flotaba el aroma de comida cocinándose en alguna parte, y eso también era estupendo. Todo habría resultado maravilloso, de no ser por aquella chica que se parecía tanto a Calista pero que, extrañamente, no era ella. Estaba de pie frente a él, observándolo con sombría hostilidad y repitiendo:

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