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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

La esquina del infierno (3 page)

BOOK: La esquina del infierno
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Volvió a mirar en derredor. La mujer estaba despierta y hablaba por el móvil. El hombre trajeado seguía junto a la estatua de Von Steuben, de espaldas a Stone. El del chándal se acercaba a la estatua de Jackson. El pandillero seguía pateando Lafayette Park a pesar de que el parque no era tan grande. Ya debería tenerlo bajo control.

Aquello pintaba mal.

Stone se dirigió hacia el oeste. Aunque ya no se manifestaba allí, Lafayette Park se había convertido en un territorio que defendía de cualquier amenaza. Ni siquiera el inminente viaje a México había cambiado ese sentimiento. Todavía no se sentía amenazado, pero tenía la impresión de que las cosas cambiarían en breve.

Se fijó en el corredor. Se había detenido en el otro extremo del parque y toqueteaba el iPod. Stone observó a la mujer del banco. Acababa de guardar el móvil.

Stone se acercó a la estatua del general francés Comte de Rochambeau, situada en el extremo suroccidental del parque. Mientras lo hacía, en la intersección contigua de Jackson Place y Pennsylvania Avenue los equipos de seguridad formaron una muralla de chalecos antibala y metralletas a la espera del primer ministro. De camino a la estatua Stone se topó con el pandillero cara a cara. Parecía como si el tipo caminara sobre arenas movedizas: se movía, pero no llegaba a ningún lado. Llevaba un arma en la chaqueta; Stone vio la forma extraña pero que le resultaba reconocible incluso en la oscuridad. «Un tío con pelotas», pensó Stone. No era sensato andar armado por allí porque un francotirador apostado en algún tejado podría suponer lo peor, en cuyo caso los parientes más cercanos tal vez recibirían una disculpa oficial después del funeral. ¿Por qué arriesgaba la vida aquel hombre?

Stone calculó la trayectoria potencial del disparo desde el pandillero hasta el lugar por el que el primer ministro entraría en la Blair House. Era imposible, salvo que el pandillero tuviera un arma que desafiara las leyes de la física y lograra que las balas sortearan las esquinas.

Stone observó al hombre trajeado en el extremo noroccidental del parque. Seguía contemplando la estatua, algo que normalmente le habría tomado un minuto como mucho. ¿Y por qué acudir al parque a esa hora para mirar la estatua? Stone se fijó en el maletín que llevaba. Aunque estaba lejos para verlo con claridad, a Stone le parecía que era lo bastante grande como para alojar una bomba pequeña. Sin embargo, la distancia que separaba al supuesto terrorista del primer ministro habría condenado al fracaso cualquier intento de asesinato.

El séquito de coches siguió por West Executive Avenue hacia Pennsylvania. El lento desfile de coches acorazados con sirenas y guardias ocupaba media manzana. Giraría a la izquierda en Pennsylvania y se detendría junto a la acera frente a la famosa marquesina verde que cubría la entrada principal a la Blair House.

Stone vio que alguien se movía a su derecha al final del parque. El corredor avanzaba de nuevo. Stone no estaba seguro, pero tuvo la impresión de que el hombre gordo miraba al trajeado.

Stone volvió a mirar a la mujer. También se había levantado, se había colgado el bolso del hombro y se encaminaba hacia la zona norte del parque en dirección a St. John’s Church. Era alta, pensó Stone, y la ropa la quedaba bien. Calculó que estaría más cerca de los treinta que de los cuarenta, aunque no había llegado a verle la cara con claridad debido a la oscuridad, la distancia y los árboles que los separaban.

Desvió la mirada de nuevo. El trajeado se puso en marcha por fin en el otro extremo del parque en dirección al Decatur House Museum. Stone miró hacia atrás. El pandillero le observaba, inmóvil. A Stone le pareció que el índice del tipo se contraía como si estuviera cerca de un gatillo.

El séquito de coches giró en Pennsylvania y se detuvo frente a la Blair House. Se abrió la puerta que daba a la acera. Las salidas de las limusinas solían ser rápidas por motivos obvios. La exposición a un disparo de corto o largo alcance debía ser lo más breve posible. Esa noche, sin embargo, no fue así.

El primer ministro, bajo y robusto, y vestido con elegancia, salió lentamente y, asistido por dos personas, subió cojeando los escalones con mucho tiento bajo la marquesina que había cubierto la cabeza de numerosos dirigentes mundiales. Llevaba un vendaje aparatoso en el tobillo izquierdo. Mientras entraba en el edificio un sinfín de ojos observaba el exterior en busca de cualquier atisbo de amenaza. Aunque había varios agentes de seguridad británicos, el grueso de la protección quedaba en manos del Servicio Secreto de Estados Unidos, como solía suceder con los presidentes de visita.

Dada la ubicación de la Blair House, Stone no vio al primer ministro salir cojeando de la limusina. Siguió vigilando el parque. El del chándal se dirigía hacia el centro del mismo. Stone desvió la mirada. La mujer estaba a punto de salir del parque. El trajeado ya estaba en la acera que discurría junto a la calle H.

Transcurrieron otros cinco segundos. Entonces se oyó el primer disparo.

El impacto de la bala en el suelo provocó un pequeño géiser de tierra y hierba a menos de un metro y medio a la izquierda de Stone. Se produjeron otros disparos; las balas se hundieron en la tierra, destrozaron parterres y rebotaron en las estatuas.

Mientras el tiroteo proseguía a Stone le dio la impresión de que todo se ralentizaba. Observó el campo de fuego al tiempo que se arrojaba al suelo. Ya no veía al trajeado ni a la mujer. El pandillero seguía estando detrás de él y también estaba boca abajo en el suelo. Sin embargo, el del chándal corría como alma que lleva el diablo. Entonces lo perdió de vista.

El tiroteo se detuvo. Hubo varios segundos de silencio. Stone se levantó lentamente. No se tensó al hacerlo, sino que se relajó. Si aquello le salvó la vida o no es pura conjetura.

La bomba explotó. El centro de Lafayette Park se sumió en una nube de humo y escombros. La pesada estatua de Jackson se vino abajo, con la base de mármol de Tennessee agrietada por la mitad. Su reino de más de ciento cincuenta años en el parque había llegado a su fin.

La onda expansiva de la explosión arrojó a Stone contra algo duro. El golpe en la cabeza le provocó náuseas. Durante unos breves instantes sintió que los escombros salían despedidos por doquier. Inhaló humo, tierra y el olor nauseabundo del residuo de la bomba.

El ruido de la explosión dio paso gradualmente al del griterío, las sirenas, el chirrido de neumáticos en el asfalto y más griterío. Oliver Stone no presenció ni oyó nada de todo aquello. Estaba tumbado boca abajo en el suelo, con los ojos cerrados.

5

—¿Oliver?

Stone olió el antiséptico y el látex y se dio cuenta de que estaba en un hospital, lo cual era mucho mejor que estar muerto en el depósito de cadáveres.

Abrió los párpados. Le vio la cara.

—¿Annabelle?

Annabelle Conroy, miembro extraoficial del Camel Club y su única timadora profesional, le sujetó la mano con fuerza. Era esbelta, una pelirroja que medía casi metro ochenta.

—Tienes que dejar de saltar por los aires —‌le dijo.

El tono era frívolo, no así la expresión. Con la mano libre se apartó el pelo de la cara y Stone vio que tenía los ojos hinchados. Annabelle no era de las que lloraba con facilidad, pero había llorado por él.

Stone se llevó la mano a la cabeza y se tocó el vendaje.

—Espero que no se haya abierto en dos.

—No, tienes una conmoción leve.

Stone miró en derredor y se dio cuenta de que la sala estaba repleta de gente. En el otro extremo de la cama estaban el gigantón de Reuben Rhodes y, junto él, Caleb Shaw, el bibliotecario menudo. Alex Ford, el alto agente del Servicio Secreto, se encontraba a la derecha de Annabelle con expresión preocupada. Detrás de ellos Stone vio a Harry Finn.

—Cuando me enteré de que había explotado una bomba en el parque supe que andarías metido.

Stone se incorporó poco a poco.

—Entonces, ¿qué pasó?

—Todavía no se sabe con certeza —‌respondió Alex‌—. Hubo un tiroteo y luego la explosión.

—¿Hay más heridos? ¿Y el primer ministro británico?

—Entró en la Blair House antes de la explosión. No hubo víctimas.

—Es sorprendente que nadie resultara herido en el tiroteo.

—Más bien milagroso.

—¿Hay alguna teoría? —‌preguntó Stone mirando a Alex.

—Todavía no. El parque está patas arriba. No dejan entrar a nadie, nunca había visto nada igual.

—¿Y el primer ministro?

Alex asintió.

—En un principio era el blanco.

—Un atentado muy mal organizado —‌apuntó Reuben‌‌—, ya que la explosión y el tiroteo fueron en el parque, y el primer ministro no estaba allí.

Stone volvió a mirar a Alex.

—¿Se te ocurre alguna explicación? —‌preguntó lentamente. Cada vez que pronunciaba una palabra le dolía la cabeza. Hacía treinta años no le habría dado la menor importancia y habría seguido trabajando como si nada. Pero los años no pasaban en balde.

—Ya he dicho que todavía no lo sabemos, pero ese es uno de los principales misterios. En general no fue un buen día para el primer ministro.

—¿A qué te refieres? —‌preguntó Stone.

—Se torció el tobillo y se movía con dificultad.

—¿Lo sabes de primera mano?

—Se cayó por una de las escaleras interiores de la Casa Blanca antes de que comenzase la cena. Fue bastante vergonzoso. Por suerte, las cámaras de los medios no graban en esa zona del edificio.

—¿Qué estabas haciendo anoche en el parque? —‌preguntó Annabelle‌—. Creía que estabas en Divine con Abby.

Stone miró por la ventana y vio que era de día.

—Volví —‌replicó‌— y Abby se quedó allí.

—Oh —‌dijo Annabelle con tono de decepción, aunque su expresión era de alivio.

Stone se volvió hacia Alex.

—Había otras cuatro personas en el parque anoche. ¿Qué fue de ellas?

Alex miró a su alrededor antes de aclararse la garganta.

—No está claro.

—¿No lo sabes o no puedes decírnoslo? —‌preguntó Stone.

Annabelle lanzó una mirada iracunda al agente del Servicio Secreto.

—Casi matan a Oliver, Alex.

Alex suspiró. Nunca había logrado dominar el arte de equilibrar el secretismo de su profesión con las constantes preguntas del Camel Club sobre asuntos confidenciales.

—Están repasando las grabaciones de vídeo e interrogando a quienes vigilaban el parque anoche. Tratan de resolver el misterio.

—¿Y las otras cuatro personas? —‌insistió Stone.

—¿Cuatro personas?

—Tres hombres y una mujer.

—No sé nada al respecto —‌repuso Alex.

—¿Dónde explotó la bomba exactamente? No llegué a verlo.

—En el centro del parque, cerca de la estatua de Jackson, o lo que queda de la misma. Fragmentos de la estatua, la valla y el cañón cayeron por todo el parque.

—¿Entonces hubo daños importantes? —‌preguntó Stone.

—Todo el parque se vio afectado, pero el mayor daño se produjo en un radio de quince metros. Parece una zona de guerra. Fuera lo que fuera, esa bomba era potente.

—Había un hombre obeso con un chándal en esa zona cuando comenzó el tiroteo —‌apuntó Stone. Frunció el ceño y trató de recordar‌—. Le estaba observando. Corría para salvar el pellejo, y entonces desapareció. Estaba justo en el epicentro de la explosión.

Todos miraron a Alex, que parecía incómodo.

—¿Alex? —‌volvió a reprenderle Annabelle.

—Vale, parece que el tipo se cayó en el agujero en el que habían plantado un árbol nuevo. La explosión tuvo lugar allí o muy cerca, pero no hay nada confirmado.

—¿Se sabe quién era? —‌preguntó Caleb.

—Todavía no.

—¿Y el origen de la bomba?

—Se desconoce de momento.

—¿De dónde salieron los disparos? —‌preguntó Reuben.

—No lo sé.

—Me golpeé con algo mientras caía —‌dijo Stone‌—. Un hombre me vigilaba.

—Tal vez —‌dijo Alex con recelo.

—La enfermera me dijo que te sacaron un diente de la cabeza, Oliver —‌dijo Annabelle.

—¿Un diente? ¿Choqué con el hombre tras la explosión?

Annabelle asintió.

—Eso parece. Si fuera así le faltaría un incisivo.

—¿Has visto las grabaciones de las cámaras de vigilancia, Alex? —‌preguntó Stone.

—No. No formo parte de la investigación y por eso desconozco la mayoría de las respuestas. Ahora estoy en el equipo de escoltas, lo cual significa que, al igual que muchos otros, estoy con el culo al aire en lo que al trabajo se refiere.

—¿Y el Servicio Secreto tiene que lidiar con la situación? —‌preguntó Reuben.

—Pues sí, la cosa va en serio.

—Me sorprendió ver a tantos escoltas anoche —‌comentó Stone‌—. Había leído lo de la cena, pero los periódicos decían que el primer ministro se alojaría, como de costumbre, en la embajada británica. ¿Qué pasó?

—Cambio de planes de última hora. El presidente y el primer ministro querían reunirse a primera hora de la mañana siguiente. Era mucho más sencillo desde un punto de vista logístico trasladar al primer ministro desde la Blair House hasta la Casa Blanca —‌añadió Alex‌—, pero el cambio no se comunicó a la prensa. Sin embargo, ¿sabías que iría anoche a la Blair House?

Stone asintió.

—¿Y eso?

—Pasé junto al séquito de coches de camino al parque. Solo había un motorista a la cabeza, lo cual significaba que no irían muy lejos y que el control del tráfico no era lo más primordial. La jefatura de policía de Washington D.C. no desperdiciaría recursos de manera innecesaria, y habían acordonado los alrededores de la Blair House. Al ver que iban tan armados supuse que era un dignatario de primer orden. El primer ministro era el único que tenía ese rango.

—¿Qué hacías en el parque a esas horas? —‌le preguntó Annabelle.

—Recordar —‌respondió como si nada antes de dirigirse de nuevo a Alex‌—. ¿Por qué las medidas de seguridad fueron tan poco estrictas anoche?

—No fueron poco estrictas, y se trata de un parque público —‌replicó Alex.

—No cuando la seguridad es un asunto de máxima prioridad. Lo sé mejor que nadie —‌repuso Stone.

—Obedezco órdenes, Oliver.

—De acuerdo. —‌Stone miró a su alrededor‌—. ¿Puedo irme?

—Sí —‌respondió una voz‌—, con nosotros.

Todos se volvieron y vieron a dos hombres trajeados junto a la puerta. Uno tendría unos cincuenta años, era bajito y robusto, huesudo y ancho de espaldas, con un arma debajo del traje. El otro tendría unos treinta años y era delgado, medía casi un metro ochenta y llevaba el corte de pelo típico del cuerpo de marines. También iba armado.

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