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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

La esquina del infierno (5 page)

BOOK: La esquina del infierno
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Stone dejó atrás las puertas de hierro forjado del cementerio y entró en su casa de cuidador del camposanto. El mobiliario era espartano y de segunda mano, lo cual encajaba a la perfección con la personalidad y los recursos limitados de Stone. Se trataba de una estancia grande dividida en cocina y salón. En una de las paredes tenía una estantería repleta de libros esotéricos en diversos idiomas que había coleccionado con el paso de los años. Junto a la estantería había un escritorio destartalado de madera heredado con la casita. Había varias sillas desvencijadas frente a la chimenea de ladrillos ennegrecidos. Detrás de una cortina raída se encontraba el catre en el que dormía. Junto con un baño minúsculo eso era todo cuanto había en su humilde morada.

Stone cogió tres Advil, se los tomó con un vaso de agua y se sentó junto al escritorio mientras se frotaba la cabeza. No sabía si al final iría a México o no, pero supuso que se quedaría en Estados Unidos hasta que fueran a buscarle.

Sostuvo en alto cuatro dedos de la mano derecha y se los miró.

«Cuatro personas», se dijo. Aunque tal vez solo quedaran tres, porque la grabación había dejado bien claro que el del chándal ya no seguía entre los vivos. Sin embargo, todavía no sabían quién era ni por qué estaba allí, así que Stone mantuvo en alto los cuatro dedos.

«¿Estaba el del chándal en el lugar equivocado en el momento equivocado o formaba parte del atentado? —‌se preguntó‌—. ¿Y dónde están el trajeado y la mujer? ¿Estaban conchabados?»

El pandillero seguramente era un policía, ese era el único motivo por el que había acudido armado al parque. Tenía placa y autorización para estar allí. El que la pantalla se hubiera apagado bastó para confirmar las sospechas de Stone. Riley Weaver tenía tan poco tacto con la gente como Carter Gray.

Lo que no terminaba de encajar era que el hombre del traje y la mujer se hubieran marchado justo antes de que comenzara el tiroteo. ¿Coincidencia? ¿Habían tenido la suerte que le había faltado al del chándal?

Cerró los ojos y se esforzó por recordar lo sucedido. Todavía notaba punzadas en la cabeza y le seguía doliendo el lugar donde se había hundido el incisivo, pero comenzó a hacerse una idea más clara.

—Fueron MP-5 o tal vez TEC-9 —‌dijo en voz alta‌‌— programadas para disparar automáticamente con cargadores de entre treinta y cincuenta balas.

¿Cuántas balas se habían disparado? Le habría sido imposible contar las balas en aquel momento, por supuesto, pero ahora podría realizar un cálculo aproximado. En modo automático, con cargadores de unas treinta balas, se vaciaría una caja de balas en dos o tres segundos. El tiroteo había durado unos quince segundos. Unas cien balas en total si habían salido de un arma, pero cientos de balas en caso de haber habido más armas. Toda una artillería. Puesto que la mayoría de las balas había acabado en la tierra del parque, el FBI podría contarlas para dar con el total, pero la pregunta más importante seguía sin respuesta. ¿Cómo era posible que alguien hubiera perpetrado tal atentado tan cerca de la Casa Blanca?

Stone se levantó, miró por la ventana y visualizó la topografía de la zona que circundaba el parque. Al norte y al oeste, en la calle H, se encontraban el edificio de la cámara de comercio de Estados Unidos y el venerable hotel Hay-Adams. Al noreste estaba St. John’s Church. Detrás había oficinas y edificios gubernamentales. Recordó que el Hay-Adams tenía un jardín en la azotea, y que se elevaba por encima de la iglesia. En este caso, la altura era esencial para explicar la trayectoria de las balas.

Se planteó otra pregunta: «¿Por qué me han traído al NIC? ¿Para que les diese mi versión de los hechos? Había otras personas que les habrían contado lo mismo. Tiene que haber otro motivo. ¿El viento y la marea me son favorables?»

Stone miró por la ventana y vio el coche negro detenerse junto a la puerta. Stone observó a los hombres que salieron del mismo. «Del FBI —pensó—. Suelen gastarse más dinero en ropa.» Stone dudaba mucho que fueran a escoltarle a un avión con destino a México. El presidente no habría involucrado al FBI, ya que había demasiados impedimentos legales. El FBI suele cumplir la ley al pie de la letra, y el director del FBI podía negarse a ejecutar órdenes del presidente. Tal vez las tornas habían vuelto a cambiar.

«Puede que a mi favor», pensó.

Mientras los cuatro hombres se acercaban Stone confirmó su primera impresión. Uno de los agentes llevaba un anillo con una insignia del FBI. Había una mujer en el grupo y no parecía ser del FBI. A juzgar por su apariencia y modo de andar Stone llegó a la conclusión de que era británica, seguramente del MI6, a cargo de la investigación, seguridad e inteligencia exteriores.

Lo cual tenía sentido si el primer ministro era el blanco. O bien había acompañado al primer ministro durante su estancia en Estados Unidos, o estaba destinada aquí, o bien se había subido a un avión a las dos y había llegado a la misma hora. A juzgar por su aspecto, Stone llegó a la conclusión de que la segunda opción era la más probable.

Saltaba a la vista por qué estaban allí. Las balas no habían sido ninguna broma, pero el objetivo de la bomba había sido acabar con alguien, y Stone no creía que el blanco hubiera sido el del chándal. Esperaban que Stone les ayudase a dar con la verdad.

«Qué irónico —‌pensó‌—. La verdad.»

Los observó mientras se acercaban a la casita.

9

Era cierto, la mujer pertenecía al MI6. Se llamaba Mary Chapman. Tenía treinta y tantos años, medía cerca de metro ochenta y el pelo rubio, sujeto con un broche, le llegaba a los hombros. Tenía la mandíbula pequeña, los labios finos y, aunque no estaba cachas, era fibrosa. Tenía los dedos largos y estrechaba la mano con fuerza. A Stone le parecía atractiva, aunque no tanto como para cortar la respiración. Los ojos eran de un verde oscuro y vivarachos. Stone pensó que nadie diría que era «mona». Segura de sí misma e incluso avasalladora, pero no «mona».

—¿Qué tal te ha sentado cruzar el charco? ¿Todavía tienes un poco de jet lag? —‌preguntó Stone tras las presentaciones de turno y haberse sentado frente a la chimenea vacía.

Chapman miró a Stone y luego se afanó por alisar una arruga de la chaqueta del traje.

—No hay camas en clase turista, ni siquiera en la querida British Airways. —‌A juzgar por el tono y las palabras, Stone detectó cierta humildad y un gran sentido del humor.

—Para que te traigan a casi cinco mil kilómetros de distancia deben de tenerte en mucha consideración. El MI6 tiene cobertura permanente en Washington D.C., ¿no?

Chapman observó lo cochambrosa que estaba la casita y luego se fijó en la ropa raída de Stone.

—Y yo que creía que los yanquis pagaban mejor a los suyos.

Uno de los agentes del FBI se aclaró la garganta.

—La agente Chapman ha venido a colaborar con el FBI en la investigación.

Stone miró al agente. Era corpulento. Por el tamaño de la cintura y la frente sudorosa Stone supuso que se dedicaba a labores administrativas. Estaba claro que era un mero mensajero y que no se ocuparía de los asuntos serios.

—Ya he estado en el NIC. Se te han adelantado. Han ido a buscarme al hospital. Aunque tengas más clase eres más lento.

Al agente corpulento aquello pareció disgustarle, pero prosiguió:

—Ha sido fructífero el encuentro?

—Creía que compartíais esa clase de información entre vosotros. —‌El agente miró a Stone con frialdad‌—. No han estado muy comunicativos que digamos. Espero que no seas como ellos.

Chapman cruzó las piernas.

—Siento ser un tanto quisquillosa, pero no he visto tus credenciales —‌dijo.

—Porque no las tengo —‌replicó Stone en tono sosegado. Chapman lo miró desconcertada‌—. Se trata de una formalidad que no debería interrumpir el progreso de la investigación —‌añadió forzadamente.

Chapman arqueó las cejas, pero no replicó.

—Bien —‌dijo Stone. Se recostó en la silla del escritorio y adoptó una expresión grave‌—. El parque. —‌Les contó hasta el último detalle de lo sucedido. Al terminar, añadió‌—: Seguimos sin saber qué ha sido de esas tres personas. —‌Miró al agente del FBI‌—. ¿Cómo se llamaba el pobre desgraciado del chándal?

—Encontramos restos humanos por todas partes —‌dijo el agente con evidente desagrado.

—¿Identificables?

—No será fácil hacerlo, pero tampoco imposible. Tendremos que recurrir al ADN. Si está en alguna base de datos lo encontraremos. Hemos colgado su imagen, sacada de la grabación, en nuestras páginas web y se la hemos dado a los medios para que la difundan. Esperemos que alguien lo reconozca o que, al menos, comuniquen su desaparición.

—¿Y los otros tres?

—En el caso del hombre del traje y la mujer, hemos introducido la grabación del parque en varias bases de datos dedicadas al reconocimiento facial, aunque el hombre no llegó a mirar hacia las cámaras de vigilancia. No ha habido suerte hasta el momento. También hemos entregado las capturas a los medios para que pidan ayuda a los ciudadanos.

—¿Crees que tienen que ver con el atentado?

—Aún no tenemos pruebas al respecto. Tal vez tuvieron suerte y se fueron del parque justo a tiempo.

—¿Y el pandillero? ¿Era un poli?

—¿Te lo ha dicho el NIC?

—No de esa manera, pero no lo ha negado.

—Pues yo tampoco lo negaré.

—Tenía uno de sus dientes incrustados en la cabeza —‌dijo Stone‌—. Es posible que consigas identificarlo con la prueba dental o del ADN. —‌Sostuvo en alto la manga‌—. Y aquí hay sangre suya. ¿Llevas un kit en el maletero del coche? Si quieres, puedes tomar una muestra ahora mismo.

—No hace falta —‌repuso Chapman.

Stone se volvió hacia ella.

—¿Y eso?

—Porque el diente es de uno de los miembros de nuestro equipo de seguridad que patrullaba el parque. Supongo que los médicos no te lo devolvieron, pero al vigilante le gustaría recuperarlo.

—¿Y por qué estaba el vigilante en el parque anoche?

—Porque antes de torcerse el tobillo en las escaleras de la Casa Blanca, se suponía que el primer ministro atravesaría Lafayette Park exactamente a las once y dos de camino a la Blair House. Por suerte no lo hizo, porque habría saltado por los aires.

10

Después de que los agentes del FBI y la del MI6 se hubieran marchado, Stone se entretuvo recolocando las lápidas que había derribado un aguacero reciente y limpiando los escombros que había provocado la misma tormenta. Aquel trabajo manual le permitía pensar con claridad. Había muchas incógnitas sin respuesta. Mientras introducía en una bolsa ramitas y palos, se puso tenso y se dio la vuelta lentamente.

—Estoy impresionada. —‌Mary Chapman salió de detrás de un arbusto‌—. Ni me he movido. ¿Tienes ojos en la espalda o qué?

—A veces —‌Stone ató la bolsa y la dejó junto a un cobertizo de madera‌—, cuando lo necesito.

Chapman se le acercó.

—Una tapadera excelente para un agente. Vigilante de cementerio.

—Más bien cuidador. El cementerio ya no se usa. Es un emplazamiento histórico.

Chapman se detuvo, levantó un poco una pierna y se quitó restos de tierra del zapato negro de tacón bajo.

—Ya veo. ¿Te gusta cuidar de los muertos?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque no discuten conmigo. —‌Se encaminó hacia la casita, seguido de Chapman.

Se sentaron en el porche. Permanecieron en silencio mientras escuchaban el trino de los pájaros mezclado con el ruido de los coches que pasaban por la calle. Stone tenía la mirada perdida. Chapman lo miraba una y otra vez, como si no terminara de creer lo que veía.

—Así que Oliver Stone, ¿eh? —‌dijo por fin con expresión alegre‌—. He disfrutado con varias de tus películas. ¿Estás reconociendo el terreno para la próxima?

—¿Por qué has vuelto? —‌preguntó Stone volviéndose hacia Chapman.

Ella se levantó y le sorprendió al decirle:

—¿Te apetece un café? Invito yo.

Fueron en el coche de Chapman hasta Georgetown y encontraron sitio para aparcar en la calle, algo inaudito en una zona tan congestionada.

Stone se lo comentó.

—Ya —‌replicó ella en absoluto impresionada‌—. Intenta aparcar en Londres.

Se sentaron fuera, a una pequeña mesa, para tomar el café. Chapman se quitó los zapatos, se subió la falda hasta la mitad de los muslos, colocó los pies en la silla vacía, se recostó, cerró los ojos y dejó que el sol bañara su rostro pálido y las piernas destapadas.

—El sol casi nunca es tan fuerte en Inglaterra —‌explicó‌—, y las pocas veces que tenemos esa suerte las nubes y la lluvia se encargan de aguarnos la fiesta. Por eso muchos de nosotros tenemos tendencias suicidas, sobre todo si llueve en pleno agosto y no tienes vacaciones.

—Lo sé.

Chapman abrió los ojos.

—¿Lo sabes?

—Viví dos años en Londres. Hace ya mucho —‌añadió.

—¿Por negocios?

—Algo así.

—¿Eras John Carr? —‌Stone sorbió el café, sin responder. Ella hizo otro tanto‌—. ¿Eras John Carr? —‌repitió.

—Lo he oído a la primera —‌respondió Stone cortésmente mientras la miraba de reojo.

Chapman sonrió.

—¿Te gustaría saber dónde oí ese nombre por primera vez? —‌Stone no respondió, pero Chapman debió de pensar «el que calla, otorga», porque añadió‌—: De boca de James McElroy. Es mayor que tú —‌recorrió con la mirada el cuerpo alto y enjuto de Stone‌—, pero no está en tan buena forma. —‌Stone permaneció en silencio‌—. Es una leyenda en los círculos de inteligencia británicos. Dirigió el MI6 durante décadas. Pero eso ya lo sabes. Ahora tiene un título especial, no sé muy bien cuál, pero hace lo que le da la gana. Te aseguro que por el bien del país.

—¿Está bien?

—Sí, al parecer en parte gracias a ti. ¿Irán, 1977? ¿Seis fanáticos dispuestos a clavar su cabeza en la punta afilada de una lanza? Seis hombres muertos después de que te ocuparas de ellos. McElroy dijo que ni siquiera tuvo tiempo de desenfundar el arma para ayudarte. Te los cargaste en un abrir y cerrar de ojos. No tuvo la oportunidad de agradecértelo.

—No era necesario. Era nuestro aliado. Era mi trabajo.

—Bueno, de todos modos dijo que durante décadas quiso invitarte a una cerveza por haberle salvado el pellejo pero que no volvió a verte. La invitación sigue en pie, de hecho.

—Insisto, no es necesario.

Chapman se estiró, puso los pies en el suelo, se bajó la falda y se calzó.

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