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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

La fórmula Stradivarius (11 page)

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LEVÍ (
VÍNCULO
)

Las notas de la música son solamente cinco, pero sus combinaciones son tan numerosas que es imposible escucharlas todas
.

TS’AO TS’AO. Guerrero y poeta chino

MADRID. NOVIEMBRE DE 2003

A
rmado de sus tijeras, el inspector jefe de la Brigada de Homicidios de la Comisaría Central, Pablo Herrero, recortaba pequeños triángulos de una hoja de papel destinada a reciclar. Con movimientos precisos iba girando la hoja con la mano izquierda, colocándola en el ángulo justo para dar un tijeretazo con la derecha. Los que llevaban tiempo trabajando con él sabían que en esos momentos no había que interrumpirlo. Su cerebro estaba corriendo al galope.

En realidad Herrero les podría haber dicho que no era así, en absoluto. La manía de recortar trocitos de papel con las grandes tijeras le relajaba y limpiaba su mente. Gracias a este ejercicio de relajación el inspector lograba dejar espacio en su mente para las nuevas conjeturas.

Habían pasado setenta y dos horas desde que se descubriera el espantoso crimen en la mansión Hybris, y aún no habían conseguido avanzar ni un milímetro en la investigación. El comisario Martín estaba que se subía por las paredes.

Cuando la jueza por fin había autorizado el levantamiento del cadáver, Herrero había dejado en manos del inspector Dos Anjos la escena del crimen y regresado con el subinspector Ponte y el agente Cuéllar a la comisaría, desde la que llamó a su superior.

—Dígame, Herrero, ¿han encontrado algo?

—Me temo que no, señor —respondió Herrero sentado en su silla de plástico amarillo y sin quitarse ni el abrigo ni el sombrero—. La o las personas que han cometido el crimen, sabían lo que hacían. Han podido trabajar con tranquilidad. Un trabajo de profesional, diría yo.

—¿Cree que pueda tratarse de una banda organizada, como la de los colombianos que detuvimos la semana pasada?

Ese «detuvimos», dicho sin ningún rubor, se refería a Herrero. Dotado de una gran memoria selectiva el comisario parecía haber olvidado las pegas presentadas por él mismo a lo largo de toda la investigación, alargada por espacio de varios meses. En comisaría se amontonaban entre tanto expedientes que reclamaban atención y el escaso personal no podía abarcar semejante tarea. El comisario, político ante todo, daba saltos de uno a otro expediente abandonando los que se presuponía iban a ser arduos y ordenando a sus hombres centrarse en los que podrían ser resueltos en poco tiempo. De esa manera las estadísticas de la memoria anual reflejarían un índice de casos resueltos más elevado.

Durante el tiempo en que la investigación de la banda colombiana trajo de cabeza a Herrero, éste no logró quitarse de encima al comisario, que lo conminaba a abandonar el caso y centrarse en las denuncias menores. Herrero, por su parte, lograba desviar prácticamente todo el trabajo a sus inspectores y, ayudado por el subinspector Ponte, con el que trabajaba desde hacía muchos años, llevaron a cabo una pesada investigación que parecía no avanzar.

En las afueras de Madrid, en las urbanizaciones más lujosas, donde vivían aquellos a los que la diosa Fortuna había sonreído, urbanizaciones vigiladas con guardias de seguridad provistos de radio transmisores, impresionantes porras de policarbonato, perros amaestrados, motocicletas y coches eléctricos, para no contaminar y no molestar con su ruido al selecto vecindario, y demás parafernalias, se había producido una docena de robos con secuestro y pago de rescate.

El
modus operandi
siempre era el mismo. Tres hombres de aspecto sudamericano entraban en una casa controlada durante un par de semanas, a la hora en que menos miembros de la familia se encontraban en su interior. Tras atar a los ocupantes, a ser posible alguna hija o la mujer del propietario, llamaban a éste por teléfono y le daban un plazo de un par de horas para reunir una cantidad de dinero que fuera posible conseguir en tan poco margen de tiempo sin levantar sospechas en el banco o dentro de su entorno. Mientras el propietario, al que le permitían hablar con el secuestrado ya maltratado para que el pánico se reflejara bien por el teléfono, conseguía reunir el dinero, los secuestradores
limpiaban
la casa. En algún caso habían llegado a abusar de sus víctimas, sin terminar de consumar la violación.

La banda de asaltantes parecía elegir momento y víctima al azar, complicando de esta manera el trabajo de la policía, que normalmente se encontraba con la dificultad añadida de unos denunciantes muy poco dispuestos a colaborar, horrorizados ante la posibilidad de que los agentes, y quizá Hacienda, se inmiscuyeran en su vida privada.

Todas las vías de investigación topaban contra un muro. Se indagó entre los soplones, se mostraron a las víctimas cientos de fotos, se interrogó a los asustados guardias de seguridad, a la empresa encargada de las alarmas, al servicio doméstico, frecuentemente ilegales sudamericanos, filipinos o de países eslavos que, por esta misma razón, estaban poco dispuestos a colaborar.

Al final, como sucede con muchas investigaciones, un golpe de suerte provocó la caída de la banda. Ésta, que inevitablemente se había ido convenciendo de su impunidad, robó en una casa una estatuilla de mármol del alado dios Mercurio, copia de la que se guarda en el Louvre de París.

La estatuilla había terminado en el negocio de un conocido receptador de objetos robados al que Herrero fue a visitar con motivo de otra investigación. En aquella ocasión los policías buscaban, orden de registro en mano, alguno de los treinta relojes de oro, marca Rolex, que unos desconocidos habían robado a un representante, al que habían molido a palos antes de dejarlo semiinconsciente y huir con su maletín.

Mientras los agentes revolvían todo el establecimiento, seguidos por las oportunas protestas del propietario según estaba establecido en el guión del ancestral juego policía-delincuente, Herrero miraba los objetos que se exponían. Televisiones, ordenadores, bicicletas, tablas de esquí y
snowboard
, con sus respectivas botas. Equipos de música, más relojes, joyas y un sinfín de objetos de lo más variado.

En una vitrina de cristal, que también estaba a la venta según una amarillenta etiqueta de cartón pegada, había unas figuritas de porcelana, piedra volcánica, mármol y otros materiales. Examinando de cerca la vitrina, Herrero comentó:

—Bonita colección. ¿Son buenas?

—Claro, inspector —contestó el perista—. ¿Le gusta alguna en especial?

—Ésta me parece muy interesante —dijo señalando una talla colocada entre un unicornio de madera y un jarrón de porcelana—. Yo diría que cuesta unos cuantos años de cárcel.

El receptador no tardó en ofrecerse voluntario para colaborar en cuanto vio la que se le venía encima. Un mes más tarde, la banda de asaltantes a domicilio, puesta bajo vigilancia, se mostró muy sorprendida cuando accedió a la vivienda que llevaban controlando un par de semanas y se encontró con un equipo de los geos, perfectamente identificados, apostados y pertrechados, que los recibieron con los brazos abiertos y las armas preparadas.

Desde aquel día el comisario sufría una pertinaz amnesia que le impedía recordar de quién era el mérito.

—No lo creo, señor —respondió Herrero tras meditar la pregunta un instante. A punto estuvo de contestar afirmativamente y tener en ascuas a su superior durante unos días, pero algo le decía que no era una buena idea—. Más bien parece un caso aislado. Quien haya hecho este trabajo venía con una idea clara. En la casa había objetos de gran valor y obras de arte. Da la impresión de que no se han llevado nada. Todo está en orden.

—¿Diría usted que se trata de un robo?

Herrero se había quedado callado al otro lado de la línea. Sabía que lo que contestase serviría al comisario para dar cuentas a quien fuera que lo estuviera apretando. De acertar, Herrero no ganaría nada, pero si fallaba, su superior no dudaría en achacarle la culpa.

—Es precipitado aventurar nada aún señor. No tenemos…

—Corte el rollo, Herrero, que no está hablando con la prensa. Dígame sí o no.

—Yo diría que sí. Es sólo una corazonada. No me da que sea obra de un psicópata, sería un trabajo demasiado difícil. ¿Un ajuste de cuentas después de tanto tiempo? No parece probable. Aún no hemos encontrado ningún heredero o testamento. ¿Alguien de su entorno? Demasiado profesional.

—Descartamos una banda organizada y partimos de la hipótesis de que se trata de un robo, ¿correcto?

—Creo que aún no se puede descartar nada, pero me inclino a pensar que ha sido un solo asesino profesional con un encargo muy concreto. Las torturas serían para hacer hablar al viejo.

—¿Cree que lograron hacerle hablar?

Herrero pensó en los despojos tirados sobre la mesa. La expresión de agonía. Las terribles mutilaciones. Horas a merced de un despiadado asesino.

—No creo que haya nadie capaz de soportar lo que le han hecho al pobre diablo. Cualquiera vendería a su madre con tal de que lo mataran de una vez.

—Muy bien —contestó satisfecho el comisario, que ya tenía algo que presentar—. Una última cosa. ¿El juez ha decretado secreto de sumario?

—Así es. El caso lo lleva la jueza de instrucción seis.

—De acuerdo. Entonces ya sabe. Discreción. Que no pase como otras veces. Si necesita más personal para que le ayude pídaselo a Zapiola y pónganse a trabajar. Este caso es de…

«… la máxima importancia», terminó para sus adentros Herrero.
Discreción
. Pero ¡si el más peligroso era, precisamente, el propio comisario, que en cuanto tenía algo no perdía tiempo en airearlo a los cuatro vientos! Desde hacía tiempo Herrero había decidido ofrecer a su superior información que no fuese crítica.

Consideró por un momento la posibilidad de aceptar el ofrecimiento y pedir al subcomisario Ernesto Zapiola más hombres, pero finalmente lo descartó. En otras ocasiones lo había hecho, con no muy buenos resultados. Los agentes escogidos tardaban, como era lógico, en hacerse con la situación y en algo urgente molestaban más de lo que ayudaban.

Pasadas las diez de la mañana sobre el secante de la mesa de Herrero, se acumulaban multitud de triángulos isósceles, escalenos y equiláteros de papel. En tres días no habían avanzado nada. La autopsia reflejaba que el óbito se había producido sobre las seis de la mañana del viernes, producido por una parada cardiorrespiratoria en un organismo totalmente agotado. El informe pericial, transcrito con todo tipo de detalles y fotografías, enterrado bajo la montaña de recortes de papel, ocupaba treinta y dos folios.

Además de la extensa y minuciosa descripción de las numerosas heridas, lo que más llamaba la atención era la alta concentración de noradrenalina en el organismo del anciano. Como Herrero sabía tras largos años en la profesión, ese neurotransmisor inunda el cuerpo en casos extremos de estrés, alarma o pánico, sin duda como los padecidos por Tsaldharis.

La toma de huellas no había aportado nada. Se habían encontrado impresiones dactilares a cientos por toda la casa, pero casi todas pertenecían al personal y Herrero dudaba de que las que faltaban por identificar arrojaran alguna luz. Visto lo visto, el asesino no podía ser tan chapucero como para olvidarse de usar guantes. No aparecían huellas de pisadas, manchas, restos orgánicos o cualquier otra pista. Habían interrogado al pasante inglés y a la servidumbre. Si aquellos asustados empleados habían conspirado para cargarse a su jefe, el inspector se metía a monja.

De las vías de investigación abiertas, la más prometedora parecía ser la de la empresa de alarmas. El propietario de la mansión había mandado cambiar todo el sistema unos meses antes. Uno de los técnicos que había trabajado en la nueva instalación llevaba sin aparecer por el taller desde hacía un par de días. Sus padres no tenían idea de dónde podía estar su hijo, algo que no parecía preocuparlos demasiado.

En la ficha policial el desaparecido técnico tenía antecedentes por pequeños trapicheos con hachís y marihuana, un par de peleas en bares y por hurto de un bolso en un autobús. La ficha era antigua y el chico parecía haberse reformado desde hacía años, pero aun así Herrero había mandado buscarlo bajo las piedras si hacía falta. Su fotografía estaba en los tablones de la comisaría y repartida por todos los coches patrulla.

Herrero, a pesar de la presión a la que estaba sometido, sabía que tocaba esperar. Aunque los de la científica no habían aportado nada, Dos Anjos le había prometido revisarlo todo. Tampoco la autopsia arrojaba ningún indicio. No se había encontrado ningún familiar de la víctima. El pasante del griego aseguraba que su cliente no había sido robado y Herrero estaba dispuesto a creer que el hombre era honesto.

El inspector jefe sabía por experiencia que, cuando el caso se encuentra en un callejón sin salida, de nada vale ofuscarse. Siempre resulta mejor esperar.

—Inspector. Creo que hemos encontrado algo —dijo el subinspector Ponte entrando en el despacho.

GINEBRA. NOVIEMBRE DE 2003

—Señorita ¿creen que me podrán atender hoy? —preguntó irritado Ludwig a la agente que ocupaba el mostrador de la comisaría—. Es posible que no lo crea, pero tengo otras cosas que hacer, además de perder el tiempo viendo pasear a sus compañeros arriba y abajo.

—Lo lamento pero tendrá que esperar.

La policía contestó mecánicamente sin ni siquiera mirarlo. Era una enorme veterana, acostumbrada a torear todo tipo de situaciones. No iba a ser un prepotente y maleducado
doctor
quien la intimidara.

—Sucede que llevo haciendo eso mismo veinte minutos.

La mujer se encogió de hombros y, sin contestar, continuó con su guerra particular contra una grapa torcida que sujetaba un legajo.

Ludwig, rabioso por aquel trato indiferente al que no estaba acostumbrado, volvió a exigir una vez más la inmediata presencia de un superior. La policía, impasible, cogió el teléfono, marcó una línea interna y, tras comunicar apáticamente la petición de Ludwig, colgó el aparato diciendo que en ese momento su superior no estaba disponible y que debería seguir esperando.

Apretando los puños y las mandíbulas, Ludwig se sentó en la sala de espera. Sabía que la policía no había llegado a hablar con nadie, pues su fino oído había captado el timbre del aparato descolgado durante la supuesta conversación. Se sentía insultado y de buena gana se hubiese marchado de no ser por la citación en la que se le comunicaba que, habiendo hecho caso omiso a las dos anteriores para presentarse a prestar declaración, caso de no hacerlo de nuevo, sería detenido.

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