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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

La gaya ciencia (7 page)

BOOK: La gaya ciencia
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44. Los motivos en los que se cree.

Por importante que pueda ser el conocimiento de los motivos reales según los cuales ha obrado la humanidad hasta ahora, queda todavía la creencia en tal o cual motivo, pues lo que la humanidad se ha imaginado hasta ahora que era la palanca propiamente dicha de sus actos constituye quizá algo más esencial aún para el conocimiento. Efectivamente, los hombres se han sentido ellos mismos felices o miserables según hayan creído o no en tal o cual motivo, ¡pero no en virtud del motivo real! Todo lo que afecta a este último tiene un interés secundario.

45. Epicuro.

Sí, me siento orgulloso de captar el carácter de Epicuro de modo diferente a como lo haría cualquier otro y de gozar de la felicidad vespertina de la antigüedad en todo cuanto oigo o leo de él. Veo sus ojos contemplando un extenso y plateado mar, por encima de los acantilados de la orilla en los que se posa el sol, mientras pequeños y grandes animales retozan a su luz, tan seguros y serenos como esa luz y esa mirada. Sólo quien sufre permanentemente ha podido inventar semejante felicidad, la felicidad de una mirada ante la cual se ha apaciguado el mar de la existencia y que nunca se cansa de contemplar esa superficie, esa piel multicolor del océano delicada y estremecida. Nunca hubo antes una voluptuosidad tan modesta.

46. Nuestro asombro.

El hecho de que la ciencia descubra cosas que resisten a la prueba y que dejan paso continuamente a nuevos descubrimientos produce una felicidad profunda y radical; ¡no podría ser de otro modo! Sí, estarnos convencidos tanto de la sensación de incertidumbre y de toda la evanescencia de nuestros juicios tanto como del cambio eterno de las leyes y de los conceptos humanos, ¡es asombroso ver la estabilidad de los resultados de la ciencia! Antiguamente no se sabía nada de esta vicisitud de lo humano, puesto que la costumbre moral sostenía la creencia de que toda la vida interior del hombre estaba sujeta con uñas y dientes eternas a una necesidad cobriza; a lo mejor se sentía entonces un asombro agradable similar al escuchar leyendas y cuentos de hadas. Lo maravilloso debía suponer un gran descanso para aquellos hombres, agotados a veces por la regla y la eternidad.

¡No tocar el suelo alguna vez!, ¡volar!, ¡andar sin rumbo!, ¡estar loco! eran cosas que antes correspondían al paraíso y que eran objeto de deleite; mientras que nuestra beatitud es semejante a la de un náufrago que ha llegado a tierra, que pone los pies en la vieja y firme tierra, asombrado de que ésta no oscile.

47. Sobre la represión de las pasiones.

Si se reprime la expresión de las pasiones y se las señala como algo que hay que dejar a las naturalezas «vulgares» y más groseras, a las naturalezas burguesas y campesinas, es decir, si no se reprimen las pasiones en sí, sino sólo su lenguaje y sus gestos, se consigue igualmente lo mismo que se pretendía: la represión de las pasiones, o al menos su debilitamiento, su modificación (así lo vivió con aleccionador ejemplo la corte de Luis XIV y todo lo que dependía de ella). La sociedad del siglo siguiente, modelada en la censura de su expresión, ya no tenía realmente pasiones, sólo una naturaleza agradable, superficial, jovial, como afectada por la incapacidad de ser descortés; incluso una ofensa ya no se recibía ni se devolvía más que con palabras corteses. Tal vez nuestro tiempo ofrezca la más singular contrapartida: por todas partes veo, en la vida, en el teatro y en todo lo que se escribe, el deleite que conllevan las más groseras explosiones y conductas apasionadas. Hoy en día se exige una especie de costumbrismo en lo pasional, ¡aunque sin admitir la pasión a secas! Pero a pesar de este sesgo se llegará también a ella y nuestros descendientes tendrán un salvajismo auténtico y no sólo el salvajismo y la incultura de las formas.

48. Conocimiento de la miseria.

Es posible que nada diferencie más a los hombres y a las épocas que el distinto grado de conocimiento que tienen de la miseria, miseria tanto del alma como del cuerpo. Respecto a esta última, los hombres actuales, pese a nuestras enfermedades y fragilidades, somos probablemente sin excepción ignorantes y descuidados porque nos falta una rica experiencia de nosotros mismos, en comparación con la época del miedo —la más larga de todas— en la que el individuo había de protegerse con sus propios medios contra la violencia, lo que lo obligaba a ser violento también. En épocas pasadas, el hombre asistía a una escuela plagada de torturas y de privaciones corporales y consideraba como un medio de supervivencia tener incluso una cierta crueldad consigo mismo, provocándose voluntariamente dolor; en esa época se enseñaba a los semejantes a soportar el dolor, se hacía sufrir voluntariamente y se presenciaban los más atroces sufrimientos de otros, sin otro sentimiento que el de la propia seguridad. Pero en lo que respecta a la miseria del alma, examino actualmente a todo individuo para ver si la conoce por experiencia o por simple descripción; si considera necesario fingir ese conocimiento para dar la apariencia de una cultura erudita; o bien si no cree en el fondo de su alma en la realidad de los grandes dolores del espíritu y, cuando oye hablar de ellos, como cuando oye nombrar grandes pruebas físicas, no se le ocurre más que pensar en sus dolores de muelas o de estómago. De la falta general de experiencias en este doble aspecto y del hecho de que hay pocas posibilidades de ver sufrir, deriva una consecuencia importante: hoy se detesta el dolor mucho más de lo que lo hacían los hombres de otrora, sedo degrada más que nunca, la sola presencia del dolor como objeto de reflexión apenas se juzga tolerable y se considera con tanto rigor a la existencia en conjunto que hasta se hace de ella un caso de conciencia. El surgimiento de filosofías pesimistas no es ni mucho menos el síntoma de grandes y espantosas desgracias, sino que el cuestionamiento del valor de toda vida se observa en épocas en que el refinamiento y las facilidades de la existencia inducen a pensar que las picaduras de mosquito que sufre inevitablemente el alma y el cuerpo resultan demasiado sangrientas y demasiado crueles; son épocas en las que la carencia de experiencias dolorosas reales hace que se dé crédito comúnmente a tormentos imaginarios como sufrimientos elevados. Pero hay un buen remedio contra las filosofías pesimistas, contra la hipersensibilidad, a la que considero la verdadera «miseria de hoy». Tal vez ese remedio suene demasiado cruel a los oídos y se lo incluya entre los indicios que sugieren actualmente que «la existencia es un mal». El remedio contra la «miseria» imaginaria no es otro que la miseria real.

49. La generosidad y sus afines.

Esas expresiones paradójicas que constituyen la frialdad repentina en el comportamiento del hombre afectuoso, el humor satírico del melancólico y, principalmente, la magnanimidad que rechaza la venganza y la satisfacción de la envidia se producen en hombres influidos por una poderosa fuerza derrochadora a causa de que se sienten saciados y se hastían enseguida. Sus satisfacciones son tan efímeras y tan profundas que inmediatamente desembocan en el aburrimiento, en la repugnancia y en una desesperada huida hacia el gusto contrario. En esta oposición se resuelve la crisis de la sensibilidad: en uno mediante una frialdad repentina, en otro mediante la risa, en un tercero mediante las lágrimas y la autoinmolación. Considero al generoso —al menos a esa clase de generosos que siempre ha causado una gran impresión— como a un hombre sediento de venganza a más no poder, a quien se le ofrece la posibilidad de satisfacer su deseo, saboreado con la imaginación y apurado tan abundante y profundamente, que a este brusco delirio lo aplaca debido a una formidable y rápida aversión —entonces se eleva «por encima de sí», como suele decirse, perdona a su enemigo y luego lo bendice y lo honra—. Con esta violencia que se produce a sí mismo, con esta forma de ridiculizar su impulso de venganza, tan poderoso incluso momentos antes, no hace sino ceder al nuevo impulso (la aversión) que a su vez le domina ahora, y lo hace con la misma impaciencia y el mismo delirio con que antes anticipaba con la imaginación el placer de vengarse, hasta agotarlo. Existe en la generosidad el mismo grado de egoísmo que en la venganza, pero es un egoísmo cualitativamente distinto.

50. El argumento del aislamiento.

El reproche de la conciencia, aun el más escrupuloso, resulta débil en comparación con la idea de que «esto o aquello va en contra de las buenas costumbres de la sociedad a la que pertenecemos». Incluso al más fuerte lo asusta la mirada fría, el gesto hosco de aquellos entre los cuales y para los cuales ha sido educado.

¿Qué teme, a fin de cuentas? ¡El aislamiento! Argumento que destruye hasta los mejores argumentos en pro de una persona o de una causa. Así se expresa a través de nosotros el instinto gregario.

51. Sentido de la verdad.

Aplaudo todo escepticismo al que se me permita responder: «¡probémoslo!». Pero que no me hablen de cosas ni de cuestiones que no admitan la experimentación. Éste es el límite de mi «sentido de la verdad»; pues más allá de aquí, la audacia ha perdido sus derechos.

52. Lo que otros saben de nosotros.

Lo que sabemos de nosotros y lo guardamos en la memoria no es tan decisivo como se cree para que vivamos felices. Llega un día en que se nos viene encima lo que otros saben de nosotros (o pretenden saber), y sólo desde ese momento reconocemos que esto es realmente lo que nos afecta. Soportamos más fácilmente la mala conciencia que la mala reputación.

53. ¿Dónde comienza el bien?

Cuando la débil visión del ojo no alcanza a discernir la naturaleza perversa de un impulso, a causa de la sutileza de éste, el hombre cree estar en el reino del bien y, a partir de ese instante, ese sentimiento transmite su agitación a todos los impulsos que la mala conciencia había amenazado y reprimido, como los sentimientos de seguridad, de consuelo, de benevolencia. De este modo, cuanto más se desdibuja la visión, más parece extenderse el terreno del bien. ¡De ahí la eterna alegría del pueblo y de los niños! ¡De ahí el carácter sombrío y la aflicción de los grandes pensadores que conservan la mala conciencia!

54. La conciencia de la apariencia.

¡Qué maravillosa y nueva, y a la vez qué horrible e irónica es la postura que me hace adoptar mi conocimiento frente a la existencia! Por mí mismo descubrí que la antigua animalidad del hombre, incluyendo la totalidad de la época originaria y del pasado de todo ser sensible, continuaba dentro de mí poetizando, amando, odiando, extrayendo conclusiones. Me desperté de pronto en medio de mi sueño, pero sólo para tomar conciencia de que estaba soñando y de que necesitaba seguir haciéndolo para no morir, de la misma forma que el sonámbulo precisa seguir soñando para no caerse.

¿Qué es para mí la «apariencia»? Por supuesto que nada distinto a cualquier ser; entonces, ¿qué puedo decir de cualquier ser excepto enunciar los atributos de su apariencia? ¡Ésta no es, ciertamente, una máscara inerte que se pueda poner y también quitar a cualquier desconocido! Para mí, la apariencia es la viva realidad misma actuando que, irónica consigo misma, había llegado a hacerme creer que aquí no hay más que apariencia, fuegos fatuos, danzas de duendes y nada más, así como que entre todos esos soñadores también yo, atravesando un «trance de conocer», bailo mi propia danza. El que está «en trance de conocer» no es sino un medio para prolongar la danza terrenal y, en este sentido, figura entre los maestros de ceremonia de las fiestas de la existencia, ya que la consecuencia y el vínculo primordiales de todos los conocimientos constituyen y constituirán, tal vez, el medio supremo de asegurar la universalidad del sueño y la comprensión mutua de todos estos soñadores y, por consiguiente, de prolongar la duración del sueño.

55. El sentido supremo de la nobleza.

¿Qué es lo que conforma «la nobleza» de un ser? Está claro que no será el hecho de hacer sacrificios, pues hasta el desordenado libertino los hace. Tampoco consistirá en ceder a una pasión; hay pasiones despreciables. Y menos aún hacer algo por otro y sin egoísmo, puesto que quizá sea el egoísmo el consecuente máximo en los más nobles. Lo que conforma la nobleza de un ser es que cualquiera sea la pasión que lo afecte tenga un carácter singular, sin que él mismo se dé cuenta; es el uso de un criterio raro y singular, casi una locura; sentir calor en cosas que resultan frías a los demás; ofrecer un sacrificio en el altar de un dios desconocido; ser valiente sin aguardar honores; sentirse satisfecho de uno mismo y con abundantes recursos para enriquecer a hombres y a cosas. Hasta ahora, entonces, lo que constituía la nobleza de un ser era la rareza y la ignorancia de esa rareza. Consideremos, no obstante, que semejante norma supone un juicio inofensivo sobre todo lo habitual, inmediato e indispensable; en definitiva, sobre todo lo que más ha contribuido a la conservación de la especie, y de una manera absoluta sobre la regla misma de la humanidad hasta ese momento, a lo que se calumnia en aras de las excepciones. Convertirse en abogado de la regla podría ser la forma suprema y más sutil de revelarse en la tierra el sentido de la nobleza.

56. El deseo de sufrir.

Cuando pienso en ese deseo de sufrir que excita y estimula continuamente a millones de jóvenes europeos, ninguno de los cuales soporta el aburrimiento ni se soporta a sí mismo, concluyo que ese deseo emana con el objeto de obtener una razón convincente para obrar y para justificar su acción. ¡Las situaciones violentas son necesarias! Por eso se explica la algarabía de los políticos, las pretendidas «crisis sociales» de todo tipo, tan numerosas como falsas, imaginarias, exageradas, y todo ese ciego apuro por creer en ellas.

Lo que pretende esta joven generación es que sea la desgracia, y no la felicidad, lo que le caiga y se le manifieste desde el exterior; y su imaginación se esfuerza por forjar un monstruo para tener, acto seguido, alguien a quien combatir. Si, deseosos como están de situaciones violentas, se sintiesen con fuerzas para hacerse bien a sí mismos interiormente, con fuerzas para violentarse a sí mismos, sabrían también crearse interiormente situaciones de conflicto propias y singulares. Sus invenciones serían entonces más finas, y sus satisfacciones resonarían como música selecta. Mientras, hoy el mundo resuena con sus gritos de angustia, ¡y con extrema frecuencia no lo llenan más que de sentimientos de angustia! No saben qué hacer con su existencia y por eso proclaman la desgracia de otros. ¡Tienen necesidad de los otros! ¡Y de unos otros distintos cada vez! Perdónenme, entonces, si me he atrevido a proclamar mi felicidad.

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