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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada (5 page)

BOOK: La lanza sagrada
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—Oh, por favor, claro que sí. Creo que es la persona más extraordinaria que he conocido. Seguro que sabrá que es una de las mejores escaladoras de Suiza, ¿no?

—Creo que vi algo en la tele hace unos años.

—¡A mí me da vértigo subirme a una escalera!

El resplandeciente objeto de la admiración de Frau Goetz estaba en lo que antes fuera la biblioteca de Roland Wheeler. En aquel instante se reía de algo que había dicho el director de la Fundación James Joyce. «Es curiosa la facilidad con la que se gana a la gente», pensó Marcus. Kate Wheeler, la rica heredera; lady Kenyon, la joven viuda de un lord inglés; o simplemente Kate Brand, la esposa de un alpinista británico: fuera cual fuera el escándalo del que se hablaba, se desvanecía al primer contacto con aquella radiante sonrisa.

No habían hecho falta cien millones de libras para regresar a los caprichosos brazos de Zúrich. Para eso le bastaba con su sonrisa. El regalo a Zúrich en nombre de Roland era justo lo que parecía: el amor de una hija por su padre.

El marido de Kate, Ethan Brand, se escabulló del director de la ópera y encontró a los fanáticos del alpinismo en el jardín del lateral de la casa: Reto, el loco; Renate, la belleza de pelo oscuro; Karl, que sabía contar historias mejor que nadie; y Wolfe, el alemán que había estado a punto de coronar el Eiger con Kate antes de romperse las dos piernas en la Araña. Estaban bebiendo vino blanco y pasándose un porro. A juzgar por los ojos vidriosos, Ethan calculaba que aquel porro no era el primero.

Al verlo, Karl gritó en una mezcla de inglés y suizo:

—¡Ethan! What's the los, man?

—Hay un poli ahí dentro —les dijo él en inglés.

Reto se rio y le pidió que se lo enviara, que quizá él también quisiera colocarse. Renate se preguntó en voz alta si el policía llevaría encima las esposas. Wolfe pasó por completo del tema y le ofreció una calada a Ethan, aunque sabía que su amigo no fumaba. Solo lo hizo para poder burlarse de él cuando la rechazara.

No parecía haber pasado mucho tiempo desde la época en la que Ethan estaba convencido de que necesitaba un porro para poder soportar las clases del instituto. Obviamente, después de colocarse, le daba la impresión de que, si volvía a entrar para escuchar a sus profesores, le estallaría la cabeza, así que al final siempre se iba en busca de una casa vacía. Al principio entraba en las viviendas para ver si podía hacerlo y salir impune. Normalmente se fumaba otro par de porros, veía la tele y se daba una vuelta por la casa para cotillear qué tenían sus dueños y cómo vivían. Si veía dinero en efectivo, se lo llevaba, por supuesto, pero, en sus primeros allanamientos, no tocaba nada más. No tardó mucho en ver las cosas de un modo diferente. Se llevó un reloj para él y un microondas para su madre. Después se hizo con una televisión, un estéreo, joyas y varios CD. Más adelante se buscó un compañero, porque le parecía mucho más seguro tener a alguien vigilando, pero su compañero era de los que se iban de la lengua, así que los dos acabaron detenidos.

Los dieciocho meses posteriores le cambiaron la vida. En primer lugar, se enderezó («se enderezó del susto», como decían por aquel entonces) y conoció a un cura jesuita que vio algo en lo que no habían reparado sus profesores del instituto: Ethan tenía una memoria casi fotográfica.

Cuando lo soltaron, se pasó nueve meses en una escuela católica terminando los dos años de instituto que le faltaban y aprendiendo del cura el equivalente a cuatro años de latín. En su tiempo libre aprendió a escalar..., también con ayuda del cura. Al año siguiente entró en la universidad de Notre Dame con una beca académica y la intención de hacerse sacerdote después de la graduación. Le gustaban las asignaturas, sobre todo la historia de la Iglesia, y era el mejor de su clase en latín. Sin embargo, cuanto más estudiaba la fe, más vacilaba la suya. Finalmente se dio cuenta de que podía abandonar la idea de hacerse cura (y, en última instancia, su fe en Dios), sin hundirse de inmediato en la ruina moral. Al menos, ese era el plan. Después resultó que la ruina moral solo necesitaba un poco de ayuda.

Lo aceptaron en la Facultad de Derecho de George Washington después de licenciarse con matrícula de honor en Notre Dame. Antes de irse a Washington DC, Ethan quiso pasar un verano viajando por Europa, dedicando el último mes a subir montañas. Después de una semana en la fase del alpinismo Ethan estaba en una roca con un par de amigos, sacando las cuerdas, cuando apareció Kate, le dedicó una bonita sonrisa y empezó a subir la roca a pelo. Ethan dejó atrás a sus amigos y las cuerdas, y la siguió hasta la cumbre. Fue su primera ascensión sin ningún tipo de seguridad, pero mereció la pena el riesgo, ya que logró captar la atención de Kate. Un par de noches antes del vuelo de vuelta de Ethan a los EE.UU., en pleno paseo con Kate, la chica saltó un muro y se metió en una propiedad privada. Él sabía lo que pretendía hacer, pero la mera idea de tener a Kate en sus brazos en la cama de un desconocido lo excitaba, así que saltó el muro detrás de ella.

Siguió saltando muros detrás de Kate durante siete años más, ganándose bien la vida con el sistema. Roland vendía los cuadros que ellos robaban. Un antiguo novio italiano de Kate, Luca Bartoli, se encargaba del resto. A veces entraban en una casa a por un solo cuadro que el comprador ya estaba esperando, mientras que otras veces se basaban en especulaciones. Su buena racha se acabó el verano de 2006 con un trabajo que había ido mal desde el principio. Tras el desastre dejaron el negocio y salieron del país. No eran del todo fugitivos, pero la habían fastidiado y no les pareció buena idea quedarse por allí, por si a la policía le daba por hacer un montón de preguntas difíciles de contestar.

—¿Dónde encontráis a esta gente? —preguntó Reto.

Ethan se volvió y miró por una ventana. «Entre esta gente —pensó— están algunas de las personas más asombrosas del continente». Pero, en el mundo de Reto, si no escalabas no valías ni..., bueno, ni el aire que respirabas, entre otras cosas.

—El padre de Kate solía decir que, si quieres dinero, lo primero que debes hacer es averiguar dónde bebe.

—¡Pero no lo van a soltar, tío! —exclamó Reto entre risas. Para él, el dinero no era más que algo que servía para llevarlo al pie de una montaña con un equipo decente—. Por mi parte, prefiero hacer un whipper antes que hablar con esa gente. —Un whipper era jerga estadounidense para referirse a una caída sin cuerdas.

—Es una condenada convención de pingüinos —masculló Renate, haciéndose la inglesa.

—¿Y eso es malo? —preguntó Ethan, mirando su propio traje de pingüino.

—¡Es malo, tío! —afirmó Renate, riéndose—. ¡Es como si ya no te conociera!

—Bueno, ¿dónde habéis estado? —le preguntó Reto—. ¡Hace siglos que no os vemos el pelo!

—Nos quedamos en Francia casi todo el año pasado. Antes estuvimos unos cuantos meses por Nueva York.

«Estar por Nueva York» era la forma en que Ethan describía su breve paso por la universidad de la ciudad cuando dejó los robos. Al final resultó que la vida académica, como la virtud, no cuajaba. Descubrió que la mayoría de sus profesores no sentían ninguna curiosidad por algunos aspectos del mundo medieval. Si mencionaba el santo grial, la lanza de Longino, el sagrado rostro de Edessa o incluso el sudario de Turín, los académicos vibraban con una especie de patente nerviosismo que, al principio, le resultaba incomprensible. Al cabo de unas semanas lo resolvió: para un académico, los estudios de los templarios y el grial no formaban parte de una disciplina seria. «Si lo que buscas es el santo grial estás en el sitio equivocado», le dijo su director de tesis sin rodeos.

Ethan dejó los estudios aquella misma tarde, cuando tan solo llevaban seis semanas del semestre. Kate, que estaba harta de tanta ciudad y echaba de menos las rocas, se lanzó en sus brazos y lo colmó de besos. Se instalaron en Francia una semana después.

—¿En qué parte de Francia? —le preguntó Renate.

—Teníamos un apartamento en un pueblo a unos cuantos kilómetros de Carcasona.

Carcasona era una ciudad medieval amurallada en la que resultaba imposible vivir durante la temporada turística, pero que se convertía en otro mundo cuando el tiempo refrescaba y solo quedaban allí los locales y los visitantes con estancias más largas.

—¡En los Pirineos! —exclamó Reto, encantado. —Fue genial —respondió Ethan, asintiendo, sonriente. —Estadounidenses... para ellos todo es genial —se rio Wolfe.

—¿Qué te gustó más? —le preguntó Renate.

—El sol, las rocas, los viejos castillos, ¡todo! Era...

Se detuvo justo antes de decir «genial». Para ser más exacto sobre lo que le había gustado tendría que haberles hecho confidencias en las que no quería entrar con gente como Wolfe y Reto. Además, no había forma de explicar el «felices para siempre», y menos a un ex novio celoso.

—Entonces, ¿por qué lo dejasteis para venir aquí? —le preguntó Wolfe. «Aquí» era el frío y temible Zúrich, a un par de horas largas de la base de cualquier cosa que mereciese la pena escalar.

—Kate quería poner en marcha la fundación de Roland, y los dos pensamos que estaría bien volver y ver a todos.

—¡Kate! —exclamó Reto. Los demás se volvieron y, al ver que Kate se acercaba a ellos, también la saludaron a gritos. A ella nadie le fue con quejas sobre pingüinos; ni una sola broma sobre camisas almidonadas; le dijeron que estaba preciosa, lo que era cierto.

—La casa es increíble —comentó Karl en inglés.

—¡Los cuadros son increíbles! —añadió Renate—. ¿Tres de Picasso?

—Era la colección de Roland. Ethan y yo solo hemos elegido el vino.

Todos levantaron las copas, y Wolfe dijo:

—El vino es... genial, Kate —después, lanzó una mirada maliciosa a Ethan.

—¿Qué tal los Pirineos? —preguntó Renate.

—Puros —susurró Kate—. Hay lugares que no han cambiado en mil años. ¡Y cuevas! ¡Ni os imagináis lo que vimos en las cuevas!

—¿Qué escalasteis? —le preguntó Wolfe.

—Absolutamente todo —respondió ella esbozando una sonrisa de serenidad.

—¿Os dejasteis las cuerdas en casa? —preguntó Reto.

—¿Tú qué crees?

Kate hacía escalada libre siempre que podía. Le gustaba decir que era la única forma de subir una montaña. Entrenaba con cuerdas a veces, y algunas montañas lo requerían, pero, a la hora de subir a la mayoría de los picos, prefería hacerlo por libre si era posible y, algunas veces, aunque no lo fuera. Normalmente, Ethan la seguía con la cabeza llena de terribles ideas sobre su mortalidad, pero siempre lo conseguía... aunque fuese por poco. Con Kate no era posible quedarse atrás, ni vacilar. Y en la cima, al darse cuenta de que lo había hecho todo solo con pies y manos, lo invadía una sensación que podía con cualquier miedo.

—¡Esa actitud va a acabar contigo, chica! —le dijo Renate.

—Con Kate no —se rio Reto—. Puede que con Ethan, ¡pero con Kate no!

Kate y Ethan se cogieron del brazo, y ella le dijo: —Quiero presentarte a alguien. ¿Tienes un minuto?

—Bartoli —susurró Kate una vez a solas.

—¿Giancarlo o Luca? —preguntó Ethan, deteniéndose.

—El viejo. Cuidado con lo que haces, Ethan —añadió—. Giancarlo puede leer la mente.

Giancarlo Bartoli estaba de pie junto al lago, de espaldas a ellos cuando se acercaron. Kate lo llamó, y él se volvió y tiró el cigarrillo. Bartoli tendría unos setenta años, era alto y delgado, y tenía una mata de pelo blanco, profundas arrugas, cara rojiza y unos ojos gris pálido que no perdían detalle de nada. Como Ethan, llevaba esmoquin, y también un abrigo de cachemira amarillo para protegerse del viento.

Roland consideraba a Giancarlo uno de sus mejores amigos. Kate le había contado a Ethan que tenía claros recuerdos infantiles de las visitas de Giancarlo, cuando sus padres vivían en Hamburgo, largas noches en las que los dos hombres bebían y hablaban de arte, política e historia. Hablaban de todo, en realidad. Roland la enviaba a la cama, y después se reía cuando se daba cuenta de que había vuelto a hurtadillas y volvía a encontrarse sobre su regazo. Mientras los escuchaba hablar (siempre en italiano), Kate se imaginaba que los dos controlaban todas las cosas importantes del mundo.

Ethan entendía la amistad entre los dos hombres, porque el padre de Kate había sido una persona afable con los instintos de un vendedor para conseguir que la gente se sintiera cómoda. También poseía un intelecto afilado como una cuchilla, lo que animaba el ambiente. De joven era como Kate, audaz y siempre buscando nuevos retos. Cuando Ethan lo conoció, Roland se había acomodado en un mundo a su medida; le salían canas, pero, más que frenar, lo que hacía era disfrutar de la vida.

Por su parte, Giancarlo Bartoli era mucho más que un empresario astuto. Como Roland, sus pasiones eran variadas y complejas. Amaba el arte, la ópera y la historia más que nada, aunque también era experto en idiomas y derecho. En la universidad le había dado vueltas a la idea de estudiar matemáticas superiores antes de dedicarse a los aspectos más prácticos de la disciplina. De joven subía a menudo a la montaña y esquiaba casi a nivel olímpico, y escalaba con el mismo entusiasmo que Roland en sus mejores tiempos. De mayor, Bartoli se había dedicado a navegar; una vez había dado la vuelta al mundo capitaneando un equipo de doce hombres.

Poco después del nacimiento de Kate, Giancarlo Bartoli había sido el padrino del bautizo. Kate no era su única ahijada, aunque sí la favorita, y el hombre no intentaba disimularlo. Todos los años por su cumpleaños (al menos hasta que se hizo adulta) le enviaba un regalo elegante meticulosamente seleccionado. Al regalo adjuntaba largas notas escritas a mano, llenas de grandilocuentes lamentos por el paso del tiempo o conmovedores himnos a la belleza de la juventud que se marchita antes de ser realmente descubierta ante el espejo. Ethan sabía el suficiente italiano para que los logros poéticos de Bartoli lo impresionasen. También entendía que Kate lo consideraba parte de la familia.

Giancarlo saludó a Ethan con cariño, utilizando un inglés muy bueno, pero Ethan respondió en italiano. Oír a un estadounidense hablar italiano agradó muchísimo a Bartoli. ¿Había vivido Ethan en Italia? Ethan respondió que no, pero que, cuando conoció a Kate, ella le dijo que nunca se casaría con un hombre que no supiera italiano.

—Di la primera clase al día siguiente.

Bartoli se rio con ganas y se volvió hacia Kate.

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