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Authors: Craig Smith

Tags: #Histórico, Intriga

La lanza sagrada (9 page)

BOOK: La lanza sagrada
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Justo cuando iba a salir, el ascensor bajó a la planta baja. La renovación del edificio no estaba terminada, pero él había llevado la venta de dos pisos, cada uno de los cuales ocupaban una planta entera. Ambos dueños pasaban unos tres meses al año en la ciudad y el resto en algún lugar soleado. Ninguno de los dos estaba en Nueva York en aquellos momentos, así que tenía que ser Gwen. El antiguo montacargas subió gruñendo al Piso superior y se abrió.

Gwen tenía el pelo corto y oscuro, piel morena, una figura esbelta y unos grandes ojos castaños a los que Malloy nunca había podido resistirse. Se habían conocido poco después de que él dejase la agencia, y flotaron juntos durante unos cuantos años antes de casarse. El matrimonio se había celebrado hacía un año aproximadamente. La luna de miel tendría que haber terminado hacía tiempo, pero los dos seguían tonteando y provocándose como un par de adolescentes. Malloy no se quejaba, era la única inocencia que conocía y, en realidad, esperaba que no acabase nunca.

Cuando Gwen vio la maleta, preguntó:

—¿Me dejas por otra?

—Soy demasiado viejo para empezar de cero, Gwen, solo necesito pasar unos días persiguiendo a otra.

—Contigo nunca se acaba el romance, Thomas —repuso ella esbozando una sonrisa irónica mientras salía del ascensor.

—Tengo trabajo fuera. Te he dejado una nota. Siento las prisas, pero...

—¿Fuera dónde?

—Empezaré en Hamburgo y veré dónde me lleva. —¿El Millonario Fugitivo?

Gwen no veía las noticias, ni leía otra cosa que no fueran las páginas sobre arte, gastronomía o viajes del periódico. Decía que era la única forma de conservar la cordura.

—¿Sabes lo de ese tío? —le preguntó Malloy.

—Despierta, cielo, Jack Farrell es un bombazo.

—El Departamento de Estado me ha prestado al FBI unos días —respondió él, reprimiendo un gruñido e intentando quitarle importancia a su tarea—. Quieren que intente seguirle el rastro a través de las tarjetas de crédito que encontraron.

—¡Eso ya lo tienen!

—Sí, bueno —masculló Malloy cogido en su mentira—, entonces no tardaré mucho. En cuanto encuentre dónde ha metido los quinientos millones, volveré.

—Todavía no han encontrado el dinero, ¿verdad? —lanzó una mirada de reproche al televisor apagado.

—Ni rastro del dinero, ni de Jack, pero tienen su ADN y el ADN de una compañera no identificada... que no es la secretaria. Esa sigue en Barcelona. Parece que a este tío se le dan bien las mujeres. ¿De verdad vas a estar metido en todo esto? —preguntó Gwen emocionada. Malloy intentó poner cara de aburrimiento.

—Metido en el dinero, si puedo encontrarlo.

—No correrás peligro, ¿verdad? —preguntó ella, de repente, al ocurrírsele la idea.

—Ese tío es un desfalcador, Gwen —respondió él entre risas—. Dudo que haya tocado una pistola cargada en toda su vida. Además, no voy a hacer nada más que sentarme a un escritorio y hablar con banqueros —esbozó una sonrisa cansada—. Lo mismo de siempre.

—De todos modos, me parece emocionante. Bueno, ¡ese tío está en todas las noticias!

—Quieren que coja el próximo avión a Hamburgo, tengo que irme.

—¿No hay tiempo para una despedida como debe ser para mi perito contable, luchador contra el crimen?

—Se ponen muy tontos si no estás allí dos horas antes —respondió él mirando el reloj.

—¿Qué prefieres, que se cabree contigo la línea aérea... o tu mujer?

CAPÍTULO CUATRO

C
ARCASONA (FRANCIA)
V
ERANO DE 1931.

HE INVITADO A UN JOVEN A ACOMPAÑARNOS en el bar del vestíbulo. Espero que no te importe.

Dieter Bachman hablaba con su esposa desde el cuarto de baño, a través de la puerta entreabierta, pero el tono despreocupado de su marido despertó su interés.

—¿Qué clase de joven?

—Se llama Otto Rahn.

—¿Un alemán? —Elise se sentía algo decepcionada.

Había ido a Francia en busca de nuevas experiencias, mientras que Bachman era capaz de encontrar a un compatriota alemán en Mongolia.

—Diría que alemán o austríaco, aunque, a decir verdad, no estoy seguro. Su francés era tan bueno que no lograba ubicar su acento. Nos presentó Magre.

Maurice Magre era un novelista de modesta reputación al que habían conocido el día anterior, a través de otro compatriota alemán. Magre se hacía el famoso para sacarles bebidas gratis a los turistas.

—¿Y de qué lo conoce Magre? —preguntó Elise.

—No se lo pregunté. Solo sé que, cuando se fue, Magre me contó que herr Rahn es un buscador de tesoros —Elise no estaba impresionada. Los aventureros eran tan comunes en el Languedoc como los aspirantes a escritores en París; todos buscaban el oro de los cataros y una copa gratis.

Elise escogió un vestido de color melocotón y lo sostuvo bajo la barbilla mientras se volvía hacia el gastado espejo del hotel. No estaba segura de la elección, ya que el color parecía acentuar su bronceado, aunque la verdad era que le gustaba el efecto que surtía al combinarlo con el pelo negro y los ojos castaños. Sin embargo, Bachman había empezado a quejarse de que dentro de nada la iban a confundir con una africana. De haber sido por él, tendría la piel tan blanca como la nieve, el pelo rubio platino y los ojos azul claro. Una vez le había preguntado por qué se había declarado si no le gustaba su color. Él había respondido que su color no era ningún problema, pero, a decir verdad, ¡se había declarado porque la amaba! Ella no se había molestado en contestar. Se habían casado por cuestiones de familia y dinero. El amor que pudiera haber existido se había convertido hacía tiempo en una cómoda amistad.

Tiró el vestido a un lado. De todos modos, estaba demasiado arrugado.

—¿Y por qué pensó monsieur Magre que nos gustaría conocer a ese joven? Espero que no fuese porque es alemán. Ya veremos a todos los alemanes que queramos cuando volvamos a Berlín.

—La verdad es que me pareció que podríamos disfrutar de su compañía —respondió Bachman. Elise le lanzó una mirada especulativa a su marido, que seguía delante del espejo del baño, cuchilla en mano. Era un hombre alto con los hombros algo hundidos y un poco de panza. Su rostro era redondo y vulgar, con gruesas mejillas y ojos oscuros. Llevaba bigote desde que ella lo conocía, aunque había decidido cortárselo hacía poco, pensando que parecía más joven sin él; empezaba a perder el pelo y tenía mechones grises, pero el bigote debía desaparecer. Ella había sido lo bastante amable como para mentirle diciendo que, efectivamente, su aspecto era mucho más joven sin él. Lo que provocó su eliminación fue el comentario de una mujer suiza hacía unos cuantos días, en Séte: los había tomado por padre e hija. Todos se habían reído del error, incómodos. Bachman preguntó si tan joven parecía su esposa, pero Elise no era el origen de la confusión de la mujer. Aunque Bachman tenía treinta y ocho años, una década más que ella, parecía un hombre a punto de entrar en la cincuentena. Y, lo que era peor, actuaba como tal.

—Dime, ¿has investigado debidamente las simpatías políticas de herr Rahn? —preguntó Elise.

Bachman consiguió esbozar una sonrisa al entrar en el cuarto, con una toalla en las manos. Sabía que su mujer se burlaba de él, pero intentó disimular su frustración. En Berlín, Bachman no soportaba a nadie que no compartiese su opinión sobre asuntos políticos. En Francia, con tal de disfrutar un poco del sol, era más liberal.

—Por lo que me cuenta Magre, herr Rahn no se mete en política. En realidad, es demasiado joven para saber nada sobre la guerra, supongo, y, por lo poco que pudo decir sobre su vida, creo que lleva los últimos dos años trabajando en Suiza.

—Bueno, entonces... ¿una copa con un joven aventurero que no tiene opinión sobre nada? ¡Me parece que has planeado una noche encantadora, querido!

Cuando lo vio al otro lado de la habitación, Elise pensó que Otto Rahn daba el tipo del buscador de tesoros. Era tan alto como su marido, más de metro ochenta, pero, a diferencia de Bachman, tenía un cuerpo atlético y musculoso, además de muy bronceado. Justo el aspecto que debía tener un hombre que ha pasado el verano al aire libre, recorriendo las faldas de los Pirineos. Su rostro era largo y cuadrado, y llevaba el cabello, rubio oscuro, peinado hacia atrás con aceite para mantenerlo en su sitio, como se estilaba, aunque el efecto en herr Rahn resultaba más agradable que en la mayoría de los hombres. Servía para acentuar la forma de la frente y los altos pómulos. Intentó imaginarse que una estrella de cine que había ido a Francia a interpretar el papel de aventurero; la imagen era perfecta.

Cuando vio a Bachman, herr Rahn dejó la barra y se acercó a ellos con una elegancia animal que agitó algo dentro de Elise que ella creía ya muerto. No se trataba de un actor interpretando un papel, sino que aquel hombre escalaba rocas y se lanzaba al interior de las cuevas, ¡y lo hacía el día entero! Su sonrisa y su confianza en sí mismo, que delataban que ni era servil, ni se sentía en absoluto intimidado por Bachman, la dejaron desarmada. Decidió que Otto Rahn era un joven de increíble atractivo.

Bachman a veces le presentaba a jóvenes de un estilo concreto. Eran artistas de una u otra clase, todos sin un penique y ansiosos por agradar a un mecenas adinerado. Ella creía que lo hacía para alardear de sus conquistas, al menos de las que esperaba hacer, aunque no podía estar segura. No era el típico tema de conversación en un matrimonio educado, y el suyo podía adolecer de muchas cosas, pero no de falta de educación. Si tal era el plan de Bachman en aquella ocasión (con una excusa para enviarla de vuelta a Séte, mientras él se quedaba unos cuantos días intentando seducir al buscador de tesoros), había cometido un grave error de juicio, porque a herr Rahn le gustaban las mujeres. Lo notó en cuanto la miró, y al cabo de unos cuantos minutos juntos estaba segura de ello. El hombre la incluía en la conversación y, al hacerlo, observaba con placer primero las manos de Elise y después los hombros. La siguiente vez que lo pilló, estaba mirándole el pelo. Una vez, al levantarse ella de la mesa, vio el reflejo del joven en un espejo y se dio cuenta de que estaba examinando su forma de andar. No era una observación descarada, ni mucho menos, ni tampoco se comportaba de forma grosera, sino como un caballero que aprecia lo que ve. Tampoco se trataba de un flirteo, ya que, al fin y al cabo, su marido estaba sentado al lado. Sin embargo, algo de eso había.

—Espero que se queden en Carcasona unos días más —comentó Bachman. Elise se imaginó que se lo preguntaba a ella, aunque Bachman respondiera en su lugar.

—En realidad nos vamos mañana. Tenemos alquilado un alojamiento en Séte para pasar todo el verano, así que tendríamos que volver y aprovechar el dinero que hemos invertido.

¿Era decepción lo que Elise veía en los ojos de herr Rahn? Eso quería pensar ella, pero después se recordó que el joven podría haberlo dicho por cumplir. Quizá su marido y ella no fuesen tan diferentes, y ambos vieran lo que deseaban ver en las miradas de un desconocido.

—Por supuesto está invitado a visitarnos, si lo desea —añadió Bachman—. Tenemos sitio de sobra, y el Mediterráneo es precioso por aquella zona.

—Es muy generoso por su parte...

Una mirada a Elise. No, no estaba diciéndolo por cumplir, estaba pensando, tras analizarla rápidamente, cuáles sean sus posibilidades si viajaba a Séte para visitarlos. Había hombres que solo perseguían a mujeres casadas. Elise tenía amigas que se habían encontrado con ellos y se habían sentido tentadas o, al menos, eso era lo único que reconocían. Al parecer, algunos maridos miraban a otro lado. ¿Se imaginaba herr Rahn que ese era el caso?

Miró a su marido. A veces era vigilante y protector con ella cuando resultaba obvio el interés de otro hombre, pero no aquella noche. Herr Rahn lo emocionaba demasiado para dejar que algo tan nimio como los celos disminuyesen su entusiasmo.

El tema de la política no surgió hasta la segunda ronda de bebidas. Bachman mencionó que vivían en Berlín, pero que habían decidido pasar los veranos fuera de la ciudad por culpa de los problemas.

—¿Tan mala es la situación? —preguntó Rahn, con preocupación genuina.

—¿Ha estado usted en Berlín en los últimos años, herr Rahn? —le preguntó Bachman.

—Me temo que han pasado bastantes años desde la última vez, aunque estudié allí la carrera. Siempre he adorado esa ciudad y odiaría verla hecha pedazos.

—Usted y cualquier alemán de bien. Y todo por culpa de los comunistas. Están decididos a arruinarlo todo.

Bachman odiaba a los comunistas, aunque solo un poco más de lo que odiaba al Gobierno. Hacía una docena de años, él era un aristócrata. Al arrebatarle el título el decreto parlamentario de 1919, fingió no darle importancia, pero la herida era profunda y, cuando descubrió que otros como él se habían unido a los nazis, él también lo hizo. Con toda una fortuna a su disposición, el círculo interno del partido lo había recibido con los brazos abiertos, por supuesto, y ese fue el único empuje que Bachman necesitó para convertirse en un defensor apasionado de la causa. Elise había visto cómo muchas noches agradables como aquella derivaban en una violenta discusión por culpa de un comentario desafortunado contra los nazis o contra los comunistas. Como Bachman había sacado el tema con la intención de evaluar a herr Rahn, Elise contuvo el aliento.

La conversación parecía incomodar al joven, seguramente sería un comunista. Los tacones gastados de sus zapatos y el cuello deshilachado indicaban, al menos, que era lo bastante pobre para serlo. ¿Y por qué no? En aquellos tiempos todo el mundo tenía una opinión sobre la política, cuanto más radical, mejor. ¡Estaba claro que las medias tintas no habían solucionado nada!

—Bueno, por supuesto —intervino herr Rahn—, algo tiene que cambiar. Todo el mundo lo cree, salvo los sinvergüenzas que ostentan el poder. Sin embargo, hasta que cambie, prefiero no estar en medio.

—Alemania se encuentra en una encrucijada —le dijo Bachman—. ¡Los que se hacen a un lado ahora se quedarán atrás cuando las cosas tomen un nuevo rumbo! Un hombre joven como usted debería tenerlo muy en cuenta.

Antes de que Bachman pudiese entrar de lleno en una arenga colérica, Elise le tocó el brazo.

—Ya tendremos política de sobra en Berlín, querido —le dijo—. Quiero que herr Rahn nos hable sobre el oro de los cataros que ha encontrado.

—No sabía que lo estuviese buscando —respondió Rahn. Sonrió, desconcertado, preguntándose cuál sería la fuente de la confusión.

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