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Authors: Laura Gallego García

La llamada de los muertos (17 page)

BOOK: La llamada de los muertos
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—¿Y... qué pasará entonces con el bastón?

—Cuando mi espíritu se introduzca en él, será un objeto mágico inteligente. Has oído hablar de ellos, ¿verdad? Son objetos realmente poderosos, la joya de cualquier mago que se precie.

—Pero en el caso de este bastón su inteligencia será, no obstante, la tuya -objetó Morderek-. Todo aquel que toque el bastón estará en contacto contigo. Tú decidirás cómo y cuándo utilizar sus poderes. Y cuando todo ello pase a tu nuevo cuerpo, el bastón quedará completamente vacío y no será más que un inútil pedazo de madera.

—De ninguna manera -se apresuró a responder Dana/ Shi-Mae, pero Morderek sabía que estaba mintiendo.

—¿Creías que no lo sabría? No vas a poder engañarme. Sé perfectamente que yo no gano nada con todo esto. Por mí puedes quedarte en el mundo de los muertos, Shi-Mae -concluyó Morderek, fríamente.

—¡Ingrato! -chilló Shi-Mae, por boca de Dana-. ¡Te recuerdo que te acepté como aprendiz!

—No -corrigió Morderek-. Me dijiste que debía ganarme ese honor.

—¡No importan las formas! Tú eres mi aprendiz, y yo soy tu Maestra. ¡Debes obedecerme!

Morderek dirigió a Dana/Shi-Mae una mirada de desprecio.

—No pienso hacerlo. Yo no obedezco a nadie. Ya no.

—¿Te rebelas contra mí?

Morderek se encogió de hombros.

—Si quieres llamarlo así...

Hubo un silencio. El joven mago negro sabía muy bien lo que se estaba jugando.

—Muy bien -dijo Dana/Shi-Mae, lentamente-. Tú lo has querido. Morderek, has desafiado a tu Maestra. ¡Yo te maldigo!

Morderek esbozó una sonrisa escéptica.

—No te temo. No podrás hacerme daño desde allí, Shi-Mae...

—¿Qué has dicho?

Morderek parpadeó, sorprendido. Dana lo miraba confundida, con el desconcierto pintado en sus ojos azules. Había desaparecido el acento élfico de su voz.

—Nada -dijo el mago cautelosamente-. ¿Te encuentras bien..., Señora de la Torre?

—Creo que me he mareado -manifestó Dana, llevándose la mano a la sien-. Pero, ¿por dónde íbamos? ¡Ah, sí! El ave fénix... Me habías dicho que ha de morir... y que hay una forma de matarla.

Morderek asintió.

—Iré a prepararlo todo.

Salió presuroso de la habitación, contento de poder alejarse de ella.

—Hugo me ha traicionado -murmuró Salamandra, todavía desconcertada-. Una traición... Eso es lo que decía la profecía. ¿Qué significa todo esto?

Fenris se puso en pie.

—Que hemos interpretado mal algunas cosas -dijo-. Evidentemente, tú no vas a morir abrasada en tu propio fuego, y Nawin no va a ser traicionada.

—Eso quiere decir que por lo menos ella está a salvo en el Reino de los Elfos -comentó Kai-. Pero nosotros no hemos sido los únicos que hemos interpretado mal las palabras del Oráculo.

—¿Qué quieres decir?

—También Morderek se equivocó. También él creyó que Salamandra se quemaría en su propio fuego.

—Todos nos equivocamos. Cualquier mago puede invocar al fuego, y cualquiera podría ser consumido por él, en ciertas circunstancias... excepto Salamandra. Todos entendimos que la profecía hablaba de ella porque relacionar a Salamandra con el fuego es como sumar dos y dos. Pero en el fondo... es absurdo.

Salamandra clavó en Fenris sus ojos oscuros.

—Está intentando que se cumplan todas las partes de la profecía, Fenris -musitó-. Quiere que tú... -se estremeció, y no pudo seguir hablando.

—Quiere que yo muera entre horribles sufrimientos -concluyó Fenris-. Bueno, pues no le voy a dar esa satisfacción.

Kai estaba inquieto.

—¿Y qué más te contó Morderek?

—Mmmm... -Salamandra frunció el ceño-. La verdad es que un montón de bravuconadas. Dijo que se haría inmortal cuando llegase el Momento y que tenía una cita con Dana.

Fenris saltó como si le hubiesen pinchado.

—¡Sangre de fénix! ¡Diablos, es él! Él tiene un ave fénix. Si encontramos el lugar donde se esconde Morderek, encontraremos a Dana allí también.

—Pero, ¿cómo encontraremos a Morderek? -preguntó Salamandra, dudosa.

—Eso no va a ser difícil -opinó Kai, ceñudo.

Levantó una garra y mostró lo que colgaba de ella: el cuerpo inconsciente de Hugo, el mercenario.

XII. CAMINANDO ENTRE SOMBRAS

«Conrado...», dijo la voz, una voz suave y cristalina, una voz de mujer.

Conrado trató de hablar, pero no pudo.

«¿Quién eres?», pensó.

Por alguna razón, aquella otra persona pareció escuchar sus pensamientos. Rió suavemente.

«Mírame.»

Conrado miró y vio ante sí, entre las brumas, a una mujer con una túnica dorada.

«Maestra», pensó.

«No soy tu Maestra», repuso ella. «Mira bien.»

Conrado lo hizo, y vio que, efectivamente, aquella mujer no era Dana. Era pequeña pero majestuosa, de cabello castaño y mirada sabia y serena.

«¿Quién eres?», repitió.

«Me llamo Aonia, y fui Señora de la Torre hace mucho tiempo. Ahora vivo en el mundo de los muertos.»

Conrado se estremeció.

«¿Quieres decir... que yo estoy muerto también?»

«No, no lo estás... todavía. He sido yo quien te ha hecho pasar a través de la Puerta, y lo has hecho, sin dejar tu cuerpo atrás... lo cual quiere decir que el Momento se acerca inexorablemente.»

«¿Por qué... por qué has hecho eso? »

«Para mostrarte muchas cosas. Tenemos poco tiempo, sin embargo. Sígueme; déjame ser tu guía a través de mi mundo.»

La aparición comenzó a alejarse entre las brumas, y Conrado, inquieto, la siguió.

—Pero ¿por qué os empeñasteis en mantenerlo en secreto? ¿Por qué me lo ocultabais? -preguntó Nawin.

—Era más seguro para vuestra majestad -contestó el Gran Duque-. Los rebeldes sospechaban que la Casa de los Elfos de las Brumas se había unido a vuestra causa. Para no perder el factor sorpresa, debíamos evitar que esas sospechas se vieran confirmadas. Vos debíais, por tanto, actuar como de costumbre, sin dar a entender que conocíais la nueva alianza. La operación para desenmascarar a vuestros enemigos estaba desarrollándose lenta, pero segura. Vuestra repentina huida precipitó las cosas, pero, por fortuna, nuestras redes estaban bien tendidas.

Nawin movió la cabeza, sin saber qué decir.

—Siento haber dudado de vuestra lealtad -le dijo finalmente al Gran Duque-. Y a vos -añadió, dirigiéndose al Duque de la Casa de las Brumas-, os agradezco la fe que deposita vuestro pueblo en mí.

El elfo se inclinó ante ella.

—Señora... -murmuró-. En nombre de los Elfos de las Brumas os pedimos humildemente perdón por las atrocidades que trataron de cometer contra vuestra persona algunos renegados de, me apena decirlo, nuestra propia raza. En el futuro os garantizamos que acudiremos a defenderos y a luchar por vos cuando sea necesario.

Nawin volvió a quedarse sin habla.

—Por nuestra parte -dijo el Archimago-, tenemos la satisfacción de informaros de que en la Escuela del Bosque Dorado parecen haberse disipado los rumores que os relacionaban directamente con la misteriosa desaparición de la Archimaga Shi-Mae. Vuestra versión de los hechos goza cada vez de mayor popularidad, especialmente entre los más jóvenes, y los que dirigimos la escuela hemos acordado por unanimidad que seréis bien recibida en ella si deseáis continuar allí vuestros estudios... siempre que vuestras reales obligaciones os lo permitan, por supuesto.

—No puedo creerlo -murmuró Nawin-. Todo esto es...

—Debemos volver al Reino de los Elfos, majestad -apremió el Gran Duque-. Vuestro pueblo os espera.

Pero la joven reina elfa miró al techo, pensativa. Varios pisos por encima de ellos, en la cúspide de la Torre, Jonás estaba tratando de averiguar qué le había sucedido a Conrado, si él había abierto la Puerta y por qué había decidido cruzar el Umbral por su cuenta.

—No puedo marcharme ahora -dijo suavemente-. Me necesitan aquí.

El Archimago palideció.

—Vos no lo sabéis, pero esta noche sucederá algo...

—El Momento en que la dimensión de los muertos podrá confundirse con el mundo de los vivos -cortó Nawin-. Sí, lo sé. Es por eso por lo que debo quedarme hasta que todo haya pasado.

—Pero, majestad... Consultamos al Oráculo y, aunque no logramos descifrar sus oscuras palabras, sí averiguamos que la Torre...

—Lo sé -cortó Nawin-. Pero no debéis temer por mí. Marchad al Reino de los Elfos y preparad mi retorno. Dentro de un par de días estaré allí de vuelta, con mi pueblo.

El Gran Duque abrió la boca para protestar, pero la mirada de Nawin no admitía réplica.

El fénix miraba a Dana con gesto sereno. Ella tenía el cuchillo ritual en una mano y el cáliz que debía recoger su sangre en la otra. Morderek la había dejado a solas para que realizase el sacrificio, pero Dana aún tenía dudas.

—Lo hago por Kai -se recordó a sí misma-. Por Kai y por mí. Por nosotros.

No había reproche en la mirada del fénix pero, aun así, Dana se estremeció.

—Lo siento -murmuró-. Pero no puede ser de otra manera.

Alzó el puñal sobre la mágica criatura.

—Espera -dijo de pronto una voz.

Dana se volvió rápidamente. El fantasma de Shi-Mae estaba junto a ella, con los brazos cruzados y los ojos relampagueantes.

—¿Qué quieres ahora? -preguntó Dana, contrariada.

—Yo ya he hecho cuanto tenía que hacer aquí -Dana la miró intrigada, pero ella no dio más detalles-. Ahora he de volver al mundo de los muertos. Ha llegado la hora de desvincularme de ti.

—Será un placer -replicó Dana, cada vez más molesta.

No tardó en liberar a Shi-Mae del lazo que la unía a ella.

—He de confesarte una cosa, Kin-Shannay -dijo Shi-Mae; su figura se iba haciendo cada vez más incorpórea-. No tengo el menor interés en que realices el conjuro. Solo pretendía que me trajeses hasta Morderek, porque teníamos una cuenta pendiente.

Dana la miró, expectante.

—Es tu decisión -prosiguió ella-, pero creo que debes saber que ese mago negro también tiene intereses en todo esto.

-¿Qué...?

Pero Shi-Mae ya había desaparecido.

Conrado se detuvo junto al espíritu de Aonia y miró en la dirección que ella le señalaba. Vio una especie de banco de niebla brillante de color azulado, muy espeso, que cubría todo el horizonte.

«¿Qué es eso?», preguntó, fascinado, y estremeciéndose sin saber por qué.

«Son los espectros», respondió ella.

«¿Espectros?»

«Fantasmas vengativos, coléricos, violentos o desesperados», sintetizó ella. «Se están agrupando. Están acudiendo a la llamada del Momento.»

Conrado se sintió absolutamente horrorizado.

«¿Estará aquí el Maestro?», se preguntó, sobrecogido.

«¿El Maestro?», repitió Aonia con un extraño timbre en su voz. «Por supuesto que no. Su espíritu desapareció en el Laberinto de las Sombras. Ahora ya no existe, ni como ser vivo ni como fantasma.»

Conrado la miró, incrédulo.

«Pero la profecía decía...»

«No importa lo que dijera la profecía, sino cómo la habéis interpretado vosotros.»

Conrado meditó sus palabras mientras volvía la mirada de nuevo hacia los espectros.

«¿Qué es lo que quieren?», preguntó, con un nuevo escalofrío.

«Odian a los vivos. Quieren destruir vuestro mundo, Conrado. Se acerca el Momento, y ellos acudirán a la Puerta en masa...»

«Pe... pero... yo creía que querían volver a la vida...»

«Eso es lo que desean muchos fantasmas, sí, pero no los espectros. Si se abre la Puerta, Conrado, no solo tratarán de cruzarla todos aquellos que quieren volver a vivir, sino también el ejército de los espectros...»

«¿Y qué podemos hacer? La profecía...»

«Luchar», interrumpió Aonia. «Luchar por la vida. Si no lo hacéis los vivos, ¿quién lo hará?»

De pronto desapareció, y Conrado se volvió hacia todos lados, desconcertado. La distinguió un poco más lejos, entre la niebla. La siguió. Fue entonces cuando se dio cuenta de que las distancias eran engañosas en el Más Allá porque, cuando la alcanzó, se dio cuenta de que ambos estaban ahora justo al pie de la enorme masa espectral.

Conrado ahogó un grito. La niebla cambiante estaba formada por rostros feroces cuyas miradas oscuras relucían llenas de odio. Producían un horrible sonido, una mezcla de lamentos y aullidos de furia, que sonaba como una escalofriante melodía chirriante.

Conrado retrocedió, absolutamente aterrado.

«Corres un gran riesgo aquí», dijo Aonia. «A mí no pueden hacerme daño... pero tú estás vivo...»

«¿Por qué me has traído, entonces?», exigió saber Conrado, aún temblando.

«Era necesario que vieras... y comprendieras...»

Conrado iba a replicar cuando, de pronto, varios de los espectros se percataron de su presencia.

«¡¡UN VIVO!!», aullaron las voces de los espectros, rechinantes, rezumando odio.

Y miles de pares de ojos sin vida se volvieron hacia ellos.

Jonás había estado sentado frente al espejo, abatido, culpándose a sí mismo por haber fallado a la Señora de la Torre y preguntándose qué podía hacer para arreglarlo y para rescatar a Conrado.

Alzó la cabeza y miró fijamente al espejo, que le devolvió su imagen.

—No puedo quedarme parado -se dijo a sí mismo-. No me importa el riesgo, he de abrir esa condenada Puerta y sacar a Conrado de ahí.

Nawin no había subido aún; Jonás suponía que seguía hablando con la delegación de elfos que había venido a buscarla. Pero Jonás no podía esperar. Se levantó de un salto.

Sus ojos recorrieron la estancia, una habitación destrozada por la batalla de magia que había tenido lugar allí veinte años atrás, aquella en la cual Dana y Fenris, sin olvidar a Maritta, habían derrotado a su malvado Maestro. Ahora, solo dos cosas parecían estar fuera de toda aquella desolación: el soberbio espejo de Shi-Mae y el rostro de porcelana de Iris, que aún caminaba entre la vida y la muerte.

Sin embargo, sobre una mesita baja, Jonás descubrió algo más: unos arrugados pergaminos en los cuales alguien había garrapateado apresuradamente una serie de notas. El mago sonrió.

—Sigues siendo tan olvidadizo como siempre -susurró.

Cogió los pergaminos, sabiendo de antemano qué era lo que iba a encontrar en ellos.

Las instrucciones para abrir la Puerta, que Conrado había tenido la precaución de anotar antes de acudir a la Torre.

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