Y tenía toda la razón. Supongo que fue aquél el momento en que se corrieron los gruesos cortinajes entre la cordura y yo. Al menos, lo que llaman cordura.
Mientras me arropaba con una frazada en el sillón, me dijo: la policía te disparará si ofreces resistencia. Y nunca se sabe dónde acaba una bala. Sería como asesinarla. A tu hija.
Partimos al anochecer del día siguiente. Preparamos bien cada paso. El dinero: Flor lo sacó de la oficina. Más tarde lo explicaría. Un equipaje mínimo para mi niña: Flor hizo las compras necesarias. No me permitió abandonar la casa de muñecas ni un solo momento. El traslado: entre sus infinitas redes, cómo iba a faltar un amigo de confianza con un auto.
Al despedirnos, Flor cubrió la cabeza de mi niña con un sombrerito negro. La miré. Parecía una corona de espinas.
A
lgunos le llaman el terruño. La comarca. La heredad. Ella sólo le llama el campo.
(La capital era un lugar importante y allí hubo un espacio para ella. En su infancia vivía demasiado lejos del acontecer para entender que en su tierra el acontecer no era. Pasaba de largo como un viento, soplaba urgente hacia las ciudades. Tampoco allí pernoctaba, sólo agitaba a sus habitantes, los despeinaba un poco, desordenaba los grados de temperatura en sus cuerpos para seguir su camino insobornable: la capital. Y a ese lugar lleno de realeza —exactamente a ése—, ella le da la espalda.)
El campo: tranquilo, solitario, abandonado como la tumba de un afuerino. Un lugar donde vivir en estado de gracia, eso es el campo para ella, una gracia leve, lúcida, un poco etérea. Siempre sabia y humana. Donde la violencia no tiene cabida.
Adiós a los recuerdos remendados. Ya es el presente, al fin. Como si sus manos se transformaran en afilados cuchillos, lima primero y luego amputa su memoria, cría incómoda a quien no alentará en el peregrinar a sus espaldas. Como una inyección de anestesia, suspende la cautela. Respira y puede anotar el acto de respirar. Mira a la niña y el tiempo verbal es «mira», no más «miró».
Recién la madrugada. Han vuelto del establo. Le ha enseñado a ordeñar una vaca. La niña nunca había visto una vaca de cerca. La mujer se sienta a la mesa de la cocina a escribir en un cuaderno en blanco —el último— mientras la niña, reacia a sus mimos, dormita en el piso frente al fogón, abrazada al gato de la madre. El gato, siempre esquivo, esta vez se deja querer.
Ordeñar y sembrar: las dos palabras que cayeron sobre su cabeza la noche aquella, en el sillón de la casa de Flor. Las colocó al revés. Sembrar. Ordeñar. Y en ese instante, olvidó el orden y el sentido evidente de la vida. Tomó la decisión, la de arremeter, sin consideraciones. Cualquier otra acción sería estática, sería informe, sería vacía. Había observado durante el día aquella pena sosegada en los ojos de la niña. No la sintió transitoria. Imaginó en ellos una pena duradera. Esa pena era como la caligrafía: si se escribe poco, nunca madura y se mantiene infantil. Decidió, entonces, mover el cielo y la tierra.
Sus padres salieron al camino. Ambos parados sobre el polvo como dos árboles de invierno. Qué despiadada es la estación fría con algunos, los despoja de todo adorno, como si los succionara y mantuviera sólo la esencia.
Tu nieta, madre.
Lo dijo sin demasiado orgullo, controlando el triunfo en su voz porque la humildad le entonó una cancioncilla al oído. Entraron a la casa, y a la niña hasta entonces un pajarillo con el ala rota, se le observa la primera reacción: son las fotografías coloreadas colgadas en la sala. Con un nuevo e inesperado contento, exclama: ¡Ahí estoy yo! No, le dice, no eres tú, soy yo. La mira como si esa mujer grande todo lo ignorase y testaruda repite: Soy yo. Convencida de ser ella, lanza una risa pequeñita. Somos las dos, le dice la mujer. Bueno, repite, somos las dos. Y avanza para tomar al gato que mira extrañado debajo de la única mesa de la casa, la mesa de la cocina.
Son la madre, la mujer y la niña. Las tres bajo un mismo techo.
Alimentar y abrigar. Los dos verbos que conjuga instintivamente la madre. Abre el arcón donde conserva la lana, la que cada año guarda luego de trasquilar a sus propias ovejas, una lana sin color, un poco dura. El invierno castiga, dice. Más tarde agrega: un abrigo para la niña. Toma unos enormes palillos de madera y comienza su tarea. El ruido que hacen los palillos al entrechocar la madera amodorra a la mujer. Si le preguntan cuál es la música de la placenta, la vibración del útero materno, respondería: el sonido de los palillos. Y le acometen unas enormes ganas de entregarse, también ella, a la tarea de tejer.
La madre cocina. Nació viéndola cortar la cebolla. Cuadraditos, plumas o semicírculos perfectos. Constituían parte de todos sus alimentos, no había guiso que no la incluyera. De pequeña, cuando la tristeza se engolosinaba con ella y el llanto no era bienvenido en la casa, ayudaba a la madre a cortar la cebolla, primero con los dedos para remover capa a capa y luego con un cuchillo: se aliviaba llorando con todo disimulo. La imagen de la madre cortando la cebolla no es perecible, por lo que desea que la niña la vea realizar esta acción también a ella. Que la recuerde en la mesa de la cocina, activa como un latido de corazón.
A través de la cerca, huelen el potrero. La hierba y los árboles hacen ruido. La niña mira a lo largo y encuentra su sombra. Tira de su mano. La niña. Camina, al principio con timidez, luego apura el paso y bebe el aire fresco en la cara. La niña. Más adelante corre y se agazapa detrás de un tronco, como si tuviera una pantera adentro. La niña. Llegan al arroyo. En la orilla, rectas como una oración para un Dios seguro, aparecen aquellas flores rojas de tallo largo. Las cortan, formando un hermoso ramo. En la tierra quedan las que se han marchitado. Flores quebradas para la justicia, flores indelebles para las mujeres que la apoyaron. Coloreadas, enrojecidas, ruborizadas. Olivia alguna vez le contó que en ruso las palabras «rojo» y «bello» tienen el mismo origen. Flores bellas para Olivia.
El atardecer avanza, otorgándole al cielo ese color blanco noche que sólo el campo despide. Callada e indefensa, hubo momentos en el hospital psiquiátrico en que vio frente a sí, para la eternidad, el cajón oscuro de las miserias. Era culpa del letargo, dice, que trataba de convencerla. Tonta, que como un ratón hambriento a punto estuvo de caer en la trampa. Hoy, hasta en sus dientes hay rayos de luz. Y aunque vengan a apresarlas, insistirá la luz. Insistirá hasta su último respiro porque hay ciertos brillos que no tienen vuelta atrás.
Al dormir, pegaditas las dos cabezas, la de ella y la de la niña, teme que sueñen el sueño de la otra. Por nada desearía que aquel chiquillo haraposo que fue enviado al infierno por robar una cucaracha —en el último de sus sueños en el hospital— se equivoque de cabeza y asuste a la niña. A fin de cuentas, él muere sólo porque ella se lo robó.
Clavelito florecido, ayayay, ay.
Ya, amiga mía, se dice a sí misma, aquí te quedas. Descansa. Siéntate frente al fuego, observa las manos de tu madre mientras amasa el pan. Suelta a la niña. Déjala correr por el campo, no puedes permitir que una golondrina sea más ligera que ella. ¿Deseas tomar ahora al gato y acariciarlo? Hazlo, y cuéntate qué ves en esas medialunas verdes: ves otro tiempo. Un tiempo lento. Nada te apura. Ni los cuerpos ni los pensamientos tienen prisa. Cierra un poco los ojos. Siente todo lo añorado y descansa.
Antes de cerrar los ojos se pregunta si habrá pagado los favores recibidos, si ha olvidado alguna deuda, si su mano a mano está para echar aquí sus huesos. Por si acaso, dice, por si vienen a buscarnos.
Antes de cerrar los ojos, palpa el silencio con enorme placer, como si de un cuerpo de hombre se tratara. No desea llenarse de palabras. ¿Quién dijo que el silencio es triste? ¿Quién te contó que se tiñe de los colores de la bruma? Alegre es el silencio.
Antes de cerrar los ojos, hace un paseo por sus trastornos. Se detiene con un cierto temor. No, no está tentando a la desgracia. Ningún demonio anda por casa. Pero, aunque se convence de que los espíritus furiosos se han mandado a cambiar y que los ángeles caritativos han tomado su lugar, se pregunta si la vida no estará estrechando su cerco en torno a ella.
Al despedirse de Flor, vio en sus pupilas la promesa del fracaso. Ahora, frente al fogón, no cae en esa trampa. Intenta pensar con dos cabezas. La de Flor y la suya. Ve la cabeza de Flor ordenada, enteramente en su lugar, como un sombrero hecho a medida. Las alas son redondas y el ruedo llega justo al nivel de los ojos. Mientras, la suya se ha vuelto una cabeza decididamente salvaje. Descubierta. A merced de los elementos de la naturaleza. Enredado el cabello por el viento, no resiste ni los dientes de un cepillo. Mechones fuera de toda estimación o control. No se abriga. No se protege. La línea bajo la nuca, básica, primitiva. La del cráneo, impredecible, suelta, feroz.
La cabeza de Flor, vale decir, la cabeza ordenada, piensa en los actos y sus consecuencias. Piensa en los riesgos. Piensa en la muerte (¿el príncipe entregando sus datos desde la cárcel?, ¿guerrilleros averiguando su paradero?, ¿vuelta a ser secuestrada la ya secuestrada tantas veces?, ¿la farmacia más cercana avisando la compra de insulina?, ¿soldados o policías disparándole porque no suelta a la niña?, ¿cayendo ambas en la reyerta?, ¿cumpliendo la profecía de convertirse en la Llorona?).
La cabeza salvaje es irresponsable. No es que ignore los riesgos, sólo que cree que hay que correrlos para llegar al sosiego final. Para que el círculo se cierre. Entonces, piensa en la libertad. Como una bola de cristal llena de copitos de nieve que luego de un remezón se aquietan. Por fin se aquietan. Ella y la niña en los campos. Ella y la niña entonando la música callada de sus padres. Ella y la niña inventando una vida para una niña enferma. Ella y la niña despeinando a las jóvenes mazorcas en el potrero del maíz. Ella y la niña introduciendo un dedo, uno solo, el índice, en la espuma de la leche recién ordeñada para comprobar su tibieza. Ella y la niña siguiendo el olor de la greda hasta dar con el montículo de tierra rojiza donde antaño probaba, con sus manos infantiles, a moldear pequeños cántaros. Ella y la niña situando las cuatro manos, una debajo de la otra, en fila, para pellizcar su piel cantando:
pimpirín gallo
monta a caballo
con las espuelas
del tuturú gallo.
Ella y la niña riendo porque nadie dará con ellas, ella y la niña riendo porque, si lo hacen, aun así, no se separarán.
A fin de cuentas, aunque Flor es su amiga y compañera, para pensar tiene su propia cabeza. Si mucho te contentas con el orden, se dice, te vas convirtiendo en piedra. ¡Deténganse, cabrones, la niña está conmigo!, también se lo dice a sí misma porque cree que todo sucede en silencio en el campo, desde el amor al asesinato. Un llanto rebelde la acomete, luego de tanto momento acumulado sin llorar. Lo agradece porque es un llanto que le lava la cara. Un regalo, como un sol de invierno.
Observa que ciertas manos exhiben un aspecto predatorio, ¿las suyas? Pero, cómo, si las suyas son para jugar. Con esas mismas manos detiene los negros presagios. Los empuja, como el firmamento a las nubes turbias una vez pasada la tormenta. Se han ido. Sucias, desganadas, caprichosas, no han tenido más remedio que partir.
Y, entonces, el cielo. O el eco del cielo.
Cuán azul ha quedado.
— FIN —
A mi hermana Paula, a quien debo esta novela.
Marcela Serrano
nació en Santiago de Chile en 1951. Estudió Bellas Artes en la Universidad Católica de ese país y trabajó largamente en el ámbito académico y artístico. En 1991 publicó su primera novela,
Nosotras que nos queremos tanto,
por la que más tarde recibió el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, entregado por la Feria del Libro de Guadalajara, México. En 1993 publicó
Para que no me olvides,
Premio Municipal de Novela, el más importante del género en Chile. Luego siguieron
Antigua vida mía
(1995),
El albergue de las mujeres tristes
(1997) y
Nuestra Señora de la Soledad
(1999), obras constantemente reeditadas en toda América Latina. En los últimos años es cada vez más leída en España, así como en otros países europeos —en Italia, sus libros han permanecido varios meses en la lista de bestsellers—; sus novelas han sido llevadas al cine y traducidas a varios idiomas. La crítica la ha confirmado como una de las voces más interesantes de América Latina, convirtiéndola en intérprete y portavoz literaria del difícil mundo de la mujer actual. En sus novelas, los personajes femeninos se construyen con tenacidad y valor, más allá de los avatares personales e históricos. Su punto de partida es un fenómeno cada vez más frecuente: la clara incomprensión entre hombres y mujeres, que desemboca en la desconfianza mutua y en el desencuentro. En el año 2000 publicó
Un mundo raro,
un breve libro de relatos. Desde hace algunos años vive en México.