La última vez que la vi, aquel viernes, le prometí traerle un nombre en mi próxima visita. (Todavía no nos poníamos de acuerdo entre los que habíamos elegido.) Yo sé que ella lo entendió, sé que sus ojos me vieron, lo sé porque sí, porque la parí. Y le conté, por si no lo sabía, que sus manitas eran tibias y que me gustaban tanto.
Muchos días estuve callada y pensando y recordando. Me portaba bien para no alertar al marido. Veía a la niña sin cesar, a veces sobre la cama, otras en el patio, desnuda. No alcancé a ponerle su ropita, estaba helada. Trataba de hacerla entrar en calor pero se me desaparecía. Entonces rogaba desesperada para recuperar el delirio y volver a tocarla.
A escondidas, visité a una adivina en un caserío cerca del pueblo. Tenía casi cien años y lo veía todo a través de las hojas del té. Me mordía los labios cuando por fin me senté a su mesa. De antemano prometí que si ella la veía muerta, me quedaría tranquila. Luego de un largo silencio me dedicó una sonrisa pequeña sin un solo diente, y con un manojo de huesos tomó la mano mía. La niña vive, dijo bajito. Me habló de una cuna con velos, de una mujer clara que le cuidaba el sueño. La vio sana. Vive en una casa muy grande, me dijo, debe de ser gente rica. Le pedí la descripción de la casa y el barrio para ir a buscarla. Sólo vio ladrillos rojos, un jardín inmenso y unas ventanas blancas. Nada más.
Salí a buscar. Ni miré el pueblo, no valía la pena. Me fui a la ciudad de mis pesares, tal vez cerca del hospital. Por días y días salía el marido a trabajar y detracito partía yo. ¡Cuántos buses tomé, mamacita! Llegué a conocer metro a metro la asquerosa ciudad esa. Y sus alrededores. Cada suburbio. Nada. Ni ladrillos rojos, ni ventanas blancas ni jardín inmenso. Volví a la adivina. Por segunda vez miró las hojas y por segunda vez apareció la casa. La misma descripción, ningún dato nuevo. ¿Y no se te ha pasado por la mente, chiquilla, que esta casa puede estar en la capital, o tal vez en el extranjero? Con su voz bajita agregó, no sigas, mujer, es el destino.
Fui a la policía y puse una denuncia por secuestro. Esa misma noche llegaron dos agentes a mi casa para que la ratificara. El marido les mostró el certificado de defunción y a la mañana siguiente me mandó al campo, donde mis padres. Estaba descontrolada: ésa fue la sentencia.
S
er pobre es tantas cosas además de la falta de dinero. Me lo enseñó mi padre en la infancia y lo repitió ahora. Ni él ni mi madre creyeron que estaba loca, ni siquiera errada. No sería la primera vez que a una mujer sin recursos la dejan sin el cadáver de su bebé. Eso dijo mi papá. ¡Ay, si lo hubiese escuchado el marido mío! Pero él nació en la ciudad, no era campesino como yo, creía en otras cosas.
Durante mi embarazo le hablé mucho a la niña. Lo había leído en una revista en el consultorio. Para que no se asustara al nacer, que reconociera algo, aunque sólo fuera mi voz dentro de ese mundo nuevo.
Mi mamá hablaba con las aves y con los animales que estaban a su cargo, no con nosotros. Era cariñosa, pero en silencio. Sin dispendio. De pequeña, me gustaba mi mamá. Rechazaba la injusticia. Si había un pan, se repartía, nada de favoritismos. En eso se diferenciaba de otras mujeres de campo. Mi papá alegaba poco porque ella no le aguantaba. Una vez mataron una gallina y él quería un pedazo grande. El que se rompe la espalda soy yo, me lo merezco, dijo. Ella no respondió, sirvió una presa a cada hijo y luego le pasó la olla. Ni siquiera al plato. Nadie dijo nada, tampoco él. Mis hermanos la respetaban. Cruzaron la frontera durante la crisis y siguieron cruzando fronteras y no volvieron. Le envían dinero. Ella no se queja por no verlos, agradece que estén vivos.
Yo salí habladora, desde chiquita preguntaba todo. Siempre pedía explicaciones y era buena para la risa. Mis hermanos ponían mala cara. Como a mis padres, les gustaba el silencio. Fui la única que terminó la escuela primaria porque no necesité ganar plata temprano. Y porque no deseaba ser analfabeta como mi madre. Las letras me gustaban. A, e, i, o, u, bailaban las vocales por horas en mi garganta. Y más adelante fueron las palabras. Descubrí que usar las palabras era como coser a ciegas, por eso me enamoré de ellas y ellas de mí. Hilos con sonido. Pasaba tantos ratos a solas, me acostumbré al cuaderno, en la mesa de la cocina. Copiaba letras, palabras, más tarde frases enteras. Volvía a escribirlas una y otra vez, hasta que me quedaran bonitas. No me fue fácil, me esforcé mucho. Si todas las mujeres que vinieron antes de una en el tiempo no leyeron ni escribieron, resulta forastero. Los dedos se me encrespaban como si insistieran en ser los dedos de mi madre, de mi abuela, de mi bisabuela. Está en la sangre, dicen.
Vivíamos muy solos, una que otra casa a kilómetros. Mi padre veía a sus compañeros de trabajo en los potreros, nosotros no. A veces pasábamos semanas sin ver a nadie. ¿De dónde salí tan sociable yo? Quizá fue la escuela. Caminaba una hora de ida y otra de vuelta cada día. Cuando lo hacía acompañada, no me paraba la lengua. En las tardes me unía a mis hermanos en los juegos o en los trabajos para la casa. Me incluían a regañadientes, sin hablarme ni tomarme en cuenta. Como se hace con un perro sin amo que los sigue. A cambio, trataba de no hacerme notar. Pero siempre hablé de más y ellos me acallaron. Sin embargo, sabían cuidarme. Me ayudaban a cruzar el arroyo o a escalar una cerca. Me defendían de lo que fuera, una fiera o un hombre. Recuerdo algunas noches en mi cama —ellos dormían de a dos, en cambio, yo tenía toda una cama para mí— pensaba ¡qué buena cosa esta de haber nacido mujer! Juzgaba que mi vida era mejor que la de ellos. Pero no lo decía en voz alta.
Al crecer ya no me integraban en sus correrías. Se hicieron grandes también ellos y los ganó el trabajo de la hacienda. No alcancé a verme abandonada, me absorbía la escuela y las labores de la casa y el huerto. Fuera como fuera, debían suplirse las manos que salían al potrero. Un día se marcharon, escapando de la policía que recorría de noche los campos buscando insurgentes. Mi alivio fue mayor que mi pena: estaban a salvo. Aquellas horas, las primeras sin ellos, veía todo distorsionado. Las vacas, los pájaros, los perros, hasta las aguas me parecían de piedra, congeladas. Poco a poco entraron en movimiento. Mi padre les advirtió que no se metieran en líos. Pero en ellos primaba el orgullo de mi madre. Los aprobaba en silencio.
Un verano apareció en las misiones un cura nuevo, bastante joven. Estábamos acostumbrados a los curas pero éste era diferente. A mí me gustaba andar cerca de él pero me dijeron que eso era pecado y dejé de hacerlo. A diferencia de los anteriores, él no hablaba de la culpa ni del infierno. Le gustaba más contarnos cómo era el mundo que no conocíamos. Hablaba de los derechos de los campesinos. Mi padre escuchaba, ceñudo. Una noche, mi madre —que nunca tomaba la palabra— le contó al cura que a su abuelo lo habían colgado de un árbol delante de todos, ella lo vio con sus propios ojos, por armar discordia con el patrón. Fue todo lo que dijo. Supuse que el orgullo es cosa de la sangre y en mis hermanos, pura herencia.
Mi padre, en cambio, parecía un árbol grueso. Amaba su vida, simple como era. Le gustaba su trabajo, su familia, su casa. No se quejaba. De niña me sentaba en sus rodillas y cuando volvía del trabajo tocaba la armónica mientras se ponía el sol, deteniendo la luz con sus notas musicales. Convencido de que el cielo esperaría su tonada antes de mancharse. Sabía historias terribles, de hombres espeluznantes, de crímenes tremendos. ¡Cómo nos gustaba oírlo y morirnos de miedo! No hacía mayores diferencias conmigo. Desde la cuna me enseñó a tener fuerza. Dejé de llorar siendo muy pequeña, nadie estaba para llantos en mi hogar. Ni cerquita del río ni en las noches de tormenta.
Cerca de nuestra casa vivía un árbol al que le llamaban El de las Verdades. Era tan alto como el firmamento y sus ramas se enlazaban entre ellas como serpentinas gruesas. Las hojas, esmeraldas grandotas, sumaban miles y miles y miles. Contaba la leyenda que si alguien mentía bajo su tronco surgía un poderoso viento y, enojadas, las hojas se alborotaban. Una vez robé el pan de la mañana a mi hermano, lo hice por hambre y por venganza, porque no me permitió asistir al parto de la oveja grande. Enfadado, me delató. Sostuve que el mentiroso era mi hermano. Entre mi padre y él me tomaron en brazos y me sentaron bajo el tronco de aquel árbol. ¿Robaste el pan a tu hermano? Contesté: no he robado nada. Y empezaron a moverse las ramas, hoja por hoja traicionándome. Ante tal respuesta de la naturaleza, estallé en llanto y confesé. Durante tres días hube de entregar mi pan. Fue la última vez que lloré de niña.
Ahora, de vuelta a casa, me encaminé al árbol. Como si pudiera tocarla a la niña de entonces, la antigua robona. La olía a ella y a su inocencia. Quise averiguar cuántas capas de piel habrían de mudarse antes de morir. Tamaño esfuerzo la adultez.
Una tarde observé a mi madre en el fogón mientras revolvía las brasas. Me vino la idea de que no nos conocíamos. Ella vio morir a tres de sus hijos antes del año. Paría en la casa, como las yeguas en el establo o las cabras en el monte. En aquellos tiempos, si los niños enfermaban, con suerte eran atendidos una vez al año por un doctor. Si eran sanos, nunca. La muerte de los hijos es de las madres, me dijo. Cuando murieron los míos, tu padre gastó parte de la cosecha en el funeral que yo deseaba. Les tejí sus ropas y elegí el ataúd, compré las flores y pedí al cura. Porque tu papá entendió que a esa edad los angelitos son de una y sólo una sabe perderlos.
También me dijo: Los ricos hacen lo que quieren. Fue su única alusión al futuro. A cualquier posible futuro de mi niña.
Durante una jornada de sol cegador, acompañé a mi madre a la barraca donde guardaba el grano. La miré llevar a cabo su gesto eterno, el de subir los pliegues de su delantal para convertirlo en canasto. El delantal amarrado a la cintura, pequeñas flores amontonadas, desteñidas desde siempre las lilas y las rosas, era el mismo de mi infancia. Seguí mirando, me conmovió su vestido —abotonado desde el cuello a los pies— de un color incierto, un poco café, un poco gris, como un ratón. Conservaba su trenza negra, quizá más delgada que antaño, con algunas mechas grises en las sienes. Pensé que, sacudido el afecto, las madres y las hijas nunca se conocen demasiado. Me llegó a dar vergüenza todo lo que ella desconocía de mí. Me pregunté si habría tenido otro hombre que no fuera mi padre. ¡Yo tuve tantos!
Cuando mis hermanos escaparon de la justicia, me mandaron a la ciudad con unos familiares. Para que empezara a trabajar. (Para que estuviera segura, creo yo, aunque no lo dijeron.) Era un pequeño comedero que alimentaba a los hombres de los camiones que transitaban por un camino secundario. Me gustó el trabajo y la gente. Comencé a aprender del mundo. De alguna forma, sabía que gustaba a los hombres. Quizá era mi alegría. Cambié la virginidad por goces invencibles y un sosiego caliente. Me llevaban de paseo, conocí tiendas, el cine, los salones de baile, otras ciudades cercanas. Me querían bien y yo caminaba en la luz. Hasta que me iluminé de veras.
U
no de los novios me consiguió el traslado. Desde el comedero del camino secundario a la carretera principal. Un restaurante bueno. Otro universo, otras gentes.
Llegó una noche a cenar. Traía un libro en la mano. Se sentó a una de mis mesas. Leyó durante toda la hora de la comida. Buen mozo como un actor de películas, se notaba desde lejos que era un señorito de la ciudad. Me miraba entre página y página. Me miraba, sí, pero mudo. Sólo ordenar y pedir la cuenta y mi vista fija en esos ojos preciosamente verdes. Esperaba cada noche y a veces llegaba. Al cabo de unas semanas le hablé yo. Le pedí un libro prestado. Le conté que nunca había leído uno entero. Me trajo unos relatos. Luego otro y otro más. Diluvios eternos, generales fracasados, casas tomadas, crímenes en la selva. Cualquier duda se la preguntaba. Cuando olvidaba detalles me decía que no tenía ninguna importancia. Que era la sensación lo que permanecía. La lectura era un cúmulo de sensaciones, entendí yo. La vida se me dividió en dos. Las horas diurnas: el restaurante, la prima de mi mamá, los recuerdos del campo. Y las horas de la noche, las de los cuentos. Otros hombres y mujeres, otros países, otras muertes. Sin moverme de la cama. Inofensiva, entregada, protegida, volaba hacia la aventura. Hacia el riesgo y la intemperie. Como un regalo, un suplemento. Cuando se lo dije, me pasó una novela. Ese día caminó a casa conmigo.
Entre una novela y otra me habló del continente, de sus maravillas y sus miserias. Yo le hacía preguntas y pedía perdón por mi ignorancia. Él gozaba mi curiosidad. Le pregunté si era profesor, por esta paciencia que tenía. Me dijo que no.
Aprendía de Simón Bolívar y nada de su cuerpo.
Una tarde llegó con un regalo: un televisor. Para que viera la serie que empezaba ese día. Sobre la historia de la conquista, me dijo. Le pregunté si podría ver España. Sí, la España de hace siglos, sonrió. Pero también tu tierra, cuando era virgen. Y la vi enterita. Con él a mi lado, todos los jueves. Aprovechaba los comerciales para hablarle. El restaurante aumentó la clientela y subió de nivel con la tele. Noticias, fútbol, dio para todos.
Era graduado en filosofía. Le pregunté para qué servía eso. Para nada, me respondió. Ahora se concentraba en su tesis doctoral, por eso tanta soledad en la casita al lado de la carretera. Venía de la capital. Vivió largamente postrado, una enfermedad en la infancia. De entonces tanta lectura. Conoció el mundo por la ventana. Necesitaba del silencio como otros del alcohol. A veces parecía un niño abandonado. Le gustaba mi risa. Nunca me tocaba. ¡Tanto anhelo mío, mamacita! Hasta que un día me anunció que debía ausentarse. A la capital. Me vas a hacer falta, dijo. Y al despedirse, asegurando que volvía, agregó: me haces muy feliz. Fueron treinta días y más en los que me repetí esa frase, esas sílabas, enlazadas entre ellas por tanta saliva. Me haces muy feliz. Cuatro palabras. Quince letras. La inmensidad.
Volvió sin aviso. Entró en el comedor una noche y unidos lo abandonamos, acoplados los cuerpos, bien empalmados. Marcándolos de amor. Dormimos en su casita de campo al lado de la carretera. La alegría, ululando como una sirena, arrasaba con nosotros. A partir de entonces, como a los volantines su cola, a cada amor le colgaba su noche. No supe de levantadas cuando el sudor aún no se enfría. Tendidos en la cama, nos contábamos historias. Como a las amigas que aún no tenía. Lo llamaba mi príncipe.