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Authors: Máximo Gorki

La madre (5 page)

BOOK: La madre
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No consiguió terminar su pensamiento, suspiró y calló mirando a Natacha: le estaba agradecida sin saber por qué, y permaneció acurrucada en el suelo, ante ella, mientras la muchacha sonreía soñadora, la cabeza inclinada.

—¿Mis padres? —dijo—, eso no es nada. Mi padre es tan grosero, mi hermano también… Y bebe. Mi hermana mayor es desgraciada. Se casó con un hombre mucho más viejo que ella… Muy rico, aburrido, avaro. A mamá sí la echo de menos. Es sencilla, como usted, pequeñita como un ratón: se afana siempre y tiene miedo de todo el mundo. A veces, ¡tengo tantas ganas de verla!

—¡Pobre niña!, —dijo la madre, moviendo tristemente la cabeza.

La muchacha se irguió bruscamente y tendió la mano, como para rechazar algo.

—¡Oh, no! ¡Hay momentos en que siento tanta alegría, tanta felicidad!

Su rostro palideció y sus ojos brillaron. Y poniendo la manota sobre el hombro de la madre, añadió muy bajo, con voz profunda e intensa:

—Si supiese…, ¡si comprendiese qué grande es lo que estamos haciendo!

Un sentimiento, próximo a la envidia, rozó el corazón de Pelagia. Se levantó y dijo tristemente:

—Soy muy vieja para eso… y muy ignorante.

Paul tomaba la palabra cada vez con mayor frecuencia, discutía con ardor creciente y enflaquecía. La madre creía notar que cuando hablaba con Natacha o la miraba, su mirada severa se dulcificaba, su voz se hacía más acariciadora y se volvía más sencillo.

«¡Dios lo quiera!», pensaba; y sonreía.

Cuando, en las reuniones, las discusiones se hacían más ardorosas y violentas, el Pequeño Ruso se levantaba, y balanceándose como el badajo de una campana, hablaba con su voz sonora y cadenciosa; la sencillez, la bondad de sus palabras, calmaban a todos. Vessovchikov, siempre gruñón, provocaba una atmósfera de tensión general; eran él y el pelirrojo, llamado Samoïlov, quienes iniciaban todas las disputas. Tenían como partidario a Ivan Boukhine, el muchacho de cabeza redonda y cejas rubias, que parecía haber sido lavado con lejía. Jacques Somov, de cabellos lisos, siempre limpio, hablaba poco, sin gritar, con voz grave: al igual que Théo Mazine, el joven de la frente ancha, era siempre de la misma opinión que Paul y el Pequeño Ruso.

A veces, en lugar de Natacha, era Nicolás Ivanovitch quien venía de la ciudad: llevaba lentes y ostentaba una barbita rubia. Originario de una provincia remota, cuyo acento campesino conservaba, tenía siempre un aire lejano y distraído. Hablaba de cosas sencillas: de la vida familiar, de los niños, del comercio, de la policía, del precio del pan y la carne, de todo lo concerniente a la vida cotidiana. Y en todas ellas descubría la hipocresía, el desorden, una especie de estupidez frecuentemente ridícula, pero siempre malvada. Pelagia tenía la impresión de que venía de muy lejos, de otro reino donde todo el mundo vivía una vida honesta y fácil, mientras que aquí todo le era extraño; no podía habituarse a esta existencia, aceptarla como necesaria; no le gustaba y suscitaba en él un deseo tranquilo, pero obstinado, de reconstruir todo según sus ideas. Tenía la tez amarillenta, finas arrugas alrededor de los ojos, la voz dulce y las manos siempre cálidas. Cuando saludaba a Pelagia le estrechaba toda la mano entre sus dedos vigorosos, y este gesto aliviaba, calmaba, el corazón de la madre.

Entre las personas que también venían de la ciudad, una de las más asiduas era una muchacha alta y bien hecha, con unos ojos inmensos en un rostro flaco y pálido. Le llamaban Sandrina. En su andar y sus gestos había algo de varonil; fruncía las negras cejas con aire irritado, pero cuando hablaba, las delgadas aletas de su nariz recta, se estremecían.

Fue la primera que dijo, con su voz dura y fuerte:

—Nosotros somos socialistas…

Cuando la madre oyó esta palabra, miró a la joven con un silencioso terror. Ella había oído decir que los socialistas habían matado al Zar. Era en el tiempo de su juventud: se decía entonces que los propietarios, deseando vengarse del Zar porque había liberado a los siervos, habían hecho juramento de no cortarse los cabellos hasta que no lo hubiesen matado; a causa de esto les llamaban socialistas. Y ahora no lograba comprender por qué sus hijos y sus camaradas eran socialistas.

Cuando todo el mundo se marchó, se franqueó a Paul:

—¿Es verdad que eres socialista, Paul?

—Sí —dijo él, firme y franco como siempre—. ¿Y qué? Ella lanzó un profundo suspiro, y continuó, bajando los ojos:

—¿Es posible eso, Paul? ¡Pero ellos están contra el Zar: han asesinado a uno!

El muchacho dio unos pasos por la habitación, pasándose la mano por la mejilla, y contestó con una sonrisa:

—¡Podemos pasarnos muy bien sin él!

Habló largo rato a su madre, con voz apacible, tranquila. Ella lo miraba a los ojos y pensaba:

«¡No hará nada malo: no podría!»

Después la palabra terrible se fue repitiendo cada vez con más frecuencia; su virulencia se perdió poco a poco y se hizo tan familiar a su oído como otros muchos términos incomprensibles… Pero Sandrina no le gustaba, y cuando aparecía la madre se sentía ansiosa, incómoda…

Una noche dijo al Pequeño Ruso con una mueca de disgusto:

—¡Es bien severa, Sandrina! Siempre está mandando: «usted debe hacer esto, usted esto otro…»

El Pequeño Ruso rió ruidosamente.

—¡Bien observado! Ha dado en el clavo la madrecita, ¿eh, Paul?

Y, guiñando un ojo a la madre, dijo, con mirada burlona:

—¡La nobleza…!

Paul dijo secamente:

—Es una buena muchacha.

—Justo —confirmó el Pequeño Ruso—. Solamente, no comprende que ella debe, pero que nosotros queremos y podemos.

Se pusieron a discutir sobre algo que la madre no comprendió.

La madre observó también, que Sandrina era particularmente severa con respecto a Paul; a veces, incluso violenta. Paul sonreía, callaba y contemplaba a la muchacha, con la misma dulce mirada que antes había tenido para Natacha. Esto tampoco gustaba a Pelagia.

A veces, la madre se quedaba sorprendida ante los accesos de júbilo ensordecedor y comunicativo que se apoderaba súbitamente de los jóvenes. De ordinario, esto ocurría las noches que leían en los periódicos informaciones concernientes a los trabajadores extranjeros. Entonces, todos los ojos brillaban de alegría, todos se convertían, cosa extraña, en seres felices, como criaturas; reían con risa clara y satisfecha, se daban amistosos golpes en el hombro…

—¡Qué chicos, los obreros alemanes! —gritaba alguno a quien la alegría parecía emborrachar.

—¡Vivan los obreros de Italia! —gritaron otra vez.

Y cuando enviaban estas aclamaciones a lo lejos, a amigos que no los conocían ni podían comprender su lengua, parecían seguros de que estos desconocidos oirían y entenderían su entusiasmo.

El Pequeño Ruso, brillantes los ojos, lleno de un amor que abrazaba a todos los seres, declaraba:

—Estaría bien escribirles, ¿no? ¡Para que sepan que en Rusia tienen amigos que profesan la misma fe que ellos, que viven para los mismos objetivos y que se alegran de sus victorias!

Y todos, la mirada soñadora y la sonrisa en los labios, hablaban largamente de los franceses, los ingleses, los suecos, como de amigos personales, seres próximos, a quienes estimaban, cuyas alegrías compartían y cuyas penas sentían.

En la pequeña habitación, nacía el sentimiento del parentesco espiritual que unía a los trabajadores del mundo entero. Este sentimiento que hacía vibrar a todos en un mismo corazón era compartido por la madre, y aunque no lo comprendiese claramente, bebía alegría y juventud, una fuerza embriagadora y colmada de esperanza.

—Cómo sois…, todos lo mismo —dijo un día al Pequeño Ruso—. Para vosotros, todos son camaradas…, los armenios, los judíos, los austríacos…, os alegráis y os entristecéis por todos.

—¡Por todos, sí, madrecita, por todos! —exclamó él—. Para nosotros no hay naciones ni razas, no hay más que camaradas o enemigos. Todos los proletarios son nuestros camaradas; todos los ricos, todos los que gobiernan, nuestros enemigos. Cuando se mira al mundo con el corazón, y se ve lo numerosos que somos los obreros y la fuerza que hay en nosotros, se siente tal alegría que el espíritu está en fiesta. Y ocurre lo mismo, madrecita, con un francés o un alemán, cuando comprenden la vida, y un italiano se alegra lo mismo. Somos todos hijos de una sola madre, de un mismo pensamiento invencible: el de la fraternidad de los trabajadores de todos los países. Esta fraternidad nos conforta, es un sol en el cielo de la justicia, y este cielo está en el corazón del obrero; Pues, sea quien quiera, se llame como quiera, el socialista es nuestro hermano en espíritu, ahora y siempre, por los siglos de los siglos.

Esta fe infantil, pero inquebrantable, se manifestaba cada vez más frecuentemente en el pequeño grupo, con una fuerza creciente. Y cuando la madre veía este desbordar de esperanza, sentía instintivamente que, en verdad, algo grande y resplandeciente había nacido en el mundo, como un sol, parecido al que ella veía en el firmamento.

Muchas veces cantaban: cantaban alegremente y a plena voz canciones familiares; otras veces, las que entonaban eran nuevas, de una singular belleza, pero con aires tristes y extraños. Entonces, bajaban la voz, gravemente, como para un himno religioso. Los rostros palidecían o se inflamaban, y de aquellas sonoras palabras emanaba una gran fuerza.

Una de las nuevas canciones, sobre todo, inquietaba y turbaba a Pelagia. No se oían en ella las tristes meditaciones de un alma herida, errando solitaria por los senderos oscuros de dolorosas incertidumbres, ni las quejas del ánimo, abatido por la desnudez y el miedo, sin carácter, sin color. Tampoco resonaban en ella los suspiros angustiados de un corazón fuerte, oscuramente ávido de espacio, ni los gritos de reto del audaz, pronto a aplastar indistintamente, tanto el mal como el bien. Tampoco era el resentimiento ciego del ofendido, capaz, para vengarse, de arrasar todo, impotente para crear nada. Ningún eco del viejo mundo, del mundo de los esclavos.

Las palabras duras, el aire austero de la canción no agradaban a la madre, pero había en este cántico, una fuerza más grande que el verbo y los sonidos, que repasaba a éstos y despertaba en el corazón el presentimiento de alguna cosa, demasiado alta para el pensamiento. Esto era lo que ella veía en los rostros, en los ojos de los jóvenes, lo que sentía en sus pechos, y, cediendo a aquella potencia misteriosa, escuchaba siempre con atención particular, con una inquietud mayor que las otras.

La cantaban tan suavemente como las demás, pero resonaba más fuerte y era como el aire de un día de marzo, del primer día de la primavera.

—Es tiempo de cantarla en la calle —decía, gruñón, Vessovchikov.

Cuando su padre, una vez más, fue detenido por robo, declaró tranquilamente:

—Ahora podremos reunirnos en mi casa.

Casi cada tarde, después del trabajo, uno u otro venían a casa de Paul: leían juntos, copiaban pasajes de los libros, estaban preocupados y no tenían ni tiempo de lavarse. Cenaban y tomaban el té, sin dejar los folletos, y sus palabras eran cada vez más incomprensibles para la madre.

—¡Necesitamos un periódico! —decía frecuentemente Paula.

La vida se hacía agitada y febril: corrían cada vez más rápidamente de un libro a otro, como abejas de flor en flor.

—Empieza a hablarse de nosotros —dijo un día Vessovchikov—. Seguramente que nos detendrán enseguida.

—La codorniz está hecha para el lazo —dijo el Pequeño Ruso. Este último agradaba cada día más a Pelagia. Cuando le llamaba ""madrecita», le parecía que una dulce mano infantil le acariciaba la mejilla. El domingo, si Paul estaba ocupado, era él quien cortaba la leña; un día llegó con un tablón al hombro, cogió el hacha y sustituyó hábilmente una plancha podrida, ante la entrada de la casa; otra vez reparó la empalizada, que se caía. Mientras trabajaba, silbaba bellos aires melancólicos.

La madre dijo un día a su hijo:

—¿Y si tomásemos al Pequeño Ruso en pensión? Para vosotros sería mejor que correr de la casa de uno a la del otro.

—¿Para qué vas a darte ese trabajo? —preguntó Paul, encogiéndose de hombros.

—¡Qué idea! Trabajo lo he tenido toda la vida, sin saber por qué, y bien puedo hacerlo por un buen muchacho.

—Haz lo que quieras —replicó Paul—. Si acepta, yo estaré contento.

Y el Pequeño Ruso vino a vivir con ellos.

VIII

La casita, al extremo del barrio, atraía la atención de la gente: muchas miradas desconfiadas sondeaban ya sus muros. Las alas del rumor público, con sus diversos colores, planeaban sobre ella. Se intentaba descubrir el misterio que escondía. Por la noche miraban por la ventana; algunas veces, alguien golpeaba el cristal, después cobardemente, huía veloz.

Un día, el posadero Begountsov detuvo a Pelagia en la calle: era un viejecillo de buena presencia, con un pañuelo de seda negra, constantemente anudado en torno a su cuello rojo, de piel fláccida, con el pecho cubierto por un grueso chaleco malva. Gafas de concha cabalgaban sobre su nariz puntiaguda y brillante, lo que le había valido el apodo de «Ojo de hueso. Sin tomar aliento ni esperar respuestas, sorprendió a Pelagia con una avalancha de palabras crepitantes como la leña seca:

—¿Cómo va, Pelagia? ¿Y el retoño? ¿No piensa casarlo pronto? El chico está ya en edad de tomar mujer. El matrimonio de los hijos es la tranquilidad de los padres. En familia, se conserva uno mejor, tanto de cuerpo como de espíritu, como las setas en vinagre. Yo, en su lugar, lo casaría. En estos tiempos hay que mirar cómo vive cada uno: las gentes lo hacen según su idea, el desorden ha entrado en todos y se cometen acciones abominables. La juventud se desvía de la casa de Dios, evita los lugares públicos, se reúne a escondidas, murmura por los rincones. ¿Por qué murmuran, permítame preguntárselo? ¿Por qué huyen de la sociedad? ¿Qué quiere decir todo lo que un hombre no dice delante de los demás, en la taberna, por ejemplo? ¡Misterios! Pero el sitio de los misterios en nuestra Santa Iglesia Apostólica. Todos los demás misterios que se cumplen en los rincones son extravíos del espíritu. Le deseo buena salud.

Plegando el brazo con afectación, levantó su gorra, la agitó en el aire y se fue, dejando a la madre profundamente perpleja. Otra vez, María Korsounov, vecina de los Vlassov y viuda de un herrero, que vendía comestibles a la puerta de la fábrica, encontró a la madre en el mercado y le dijo:

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