Read La mano del Coyote / La ley de los vigilantes Online

Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La mano del Coyote / La ley de los vigilantes (19 page)

BOOK: La mano del Coyote / La ley de los vigilantes
13.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡Es Rotely! —exclamó. Agregando en seguida—: ¡Le han asesinado!

La mirada de Parkis Prynn se había fijado en la mano derecha del muerto. Un billete de banco asomaba por ella.

—¿Qué es eso? —preguntó Turner, siguiendo la dirección de la mirada de Prynn.

Cogió el billete y lo extendió. Era de quinientos dólares. Sobre su verdosa superficie se había trazado con lápiz rojo una silueta:

—¡Es la marca del
Coyote
! —exclamó Prynn, mirando, muy pálido, a su jefe.

Este reveló su impresión entornando los ojos y mirando fijamente el billete de banco y el mudo mensaje escrito en él.

—Hubiese preferido que fuera un mensaje de Los Vigilantes —logró articular Prynn.

Turner volvió la cabeza hacia él.

—Tal vez lo sea —replicó—. Una cabeza de coyote la puede dibujar cualquiera.

—Pero a Rotely no le puede haber asesinado cualquiera.

—Para terminar con Rotely no era necesario ser un
Coyote
—dijo Turner.

—Pero únicamente
El Coyote
es lo bastante audaz para matarlo y traerlo aquí —repuso Parkis Prynn—. Ahora sólo nos queda averiguar si Rotely murió antes o después de haber realizado la misión que se le encomendó. Si Nisbet Palmer está vivo…

Roscoe Turner comprendió la velada sugerencia de su compañero. Si Nisbet Palmer estaba vivo, su propia vida dependía de un hilo que se podía quebrar fácilmente.

—Si Palmer no ha muerto, morirá pronto —dijo—. Nadie le salvará.

—¿Ni
El Coyote
? —preguntó Prynn.

—He dicho que nadie. Si fuese, yo en persona le cerraría la boca. Iré a ver lo que ha sido de él. Averigua a quién pertenece este coche y quién lo alquiló. Y haz que se lleven este cadáver y lo echen a la bahía. Uno más en ella no se notará. Prefiero no tener que dar explicaciones…

Unos pasos que sonaron muy cerca, en la acera, obligaron a los dos hombres a volverse hacia el que llegaba.

¡Era el capitán Farrell, de Los Vigilantes!

—¿Les interrumpo en la tarea de matar a un cómplice? —preguntó.

—No hemos matado a nadie —replicó Turner—. Y aunque lo hubiésemos hecho no tenemos que darle ninguna explicación. ¿Quién le envía?

Farrell sonrió.

—Creo que ya lo saben —dijo.

Roscoe Turner se había puesto en pie. Por primera vez en muchísimos años se le había apagado un cigarro entre los labios. Rabiosamente lo tiró al suelo y, encarándose con Farrell, dijo, con silbante voz:

—Lo sabemos, Farrell, y también sabemos que más de uno que se ha creído muy listo se ha encontrado con que no lo era tanto como se imaginaba. Le dejo el cuerpo de Rotely para que haga con él lo que quiera. Vamos, Prynn, ya tenemos un enterrador.

—¿No me preguntan por Nisbet Palmer? —preguntó Farrell.

Los dos hombres se detuvieron como frenados por dos poderosas e invisibles manos y volviéronse hacia el jefe de Los Vigilantes.

—¿Qué sucede con Palmer? —preguntó Turner.

—Hace una hora se presentó en el cuartel de Los Vigilantes pidiendo que le diésemos protección, pues alguien había estado a punto de asesinarle. Prometió hacernos importantes declaraciones. Y también nos dijo quién le había aconsejado que fuese a visitarnos. ¿Les interesa saber el nombre que pronunció?

—No —dijo, secamente, Turner—. Ya pasaron los tiempos que me gustaba oír cuentos de hadas.

—No se trata de un cuento de hadas, sino de una fábula —dijo Farrell—. La fábula del lobo y
El Coyote
.

—Tampoco me gustan las fábulas, capitán, pero ya que a usted parecen gustarle le contaré la de un ratón que metió el hocico donde no debía y se encontró cazado en una ratonera.

Farrell sonrió burlonamente y miró, pensativo, a los dos hombres que acababan de entrar en el «Casino». Eran enemigos muy poderosos. Pero frente a ellos acababa de erguirse una potencia que a su poder unía el misterio de su identidad no conocida por nadie:
El Coyote
, de quien Farrell tenía un mensaje en el bolsillo aconsejándole que acudiera en seguida ante el «Casino» y fuera testigo de lo que allí ocurriría. Y también
El Coyote
había enviado al aterrado Nisbet Palmer al cuartel de Los Vigilantes en busca de amparo y con la promesa de decir lo suficiente para que Roscoe Turner fuese condenado a la horca.

El capitán Farrell decidió ir a interrogar a Palmer; pero antes quería hablar con una persona cuya presencia en San Francisco resultaba muy sospechosa al coincidir con la entrada en acción del
Coyote
.

El tiempo que el capitán Farrell iba a perder y a hacer perder resultaría fatal para una tercera persona.

Capítulo VII: Las tribulaciones de Nisbet Palmer

Nisbet Palmer estaba seguro de haber obrado mal al presentarse a declarar las mentiras pronunciadas ante el Tribunal. En su decisión habían influido dos causas: el dinero que le ofreció Turner y la amenaza de muerte que el propio Turner le dirigió para el caso de que el dinero no fuese suficiente para satisfacer al criado de Eliab Harvey.

No le preocupaba tanto el pecado como las consecuencias posteriores del mismo. Para Nisbet el pecado en sí no era nada; pero iba comprendiendo que al cometer dicho pecado se había expuesto a dos castigos: el de la Justicia, representada por Los Vigilantes, cuyos expeditivos métodos habían llenado de terror, varias veces, a los delincuentes de San Francisco, y el de las consecuencias que para él podía tener el interés de Turner de que sus labios quedaran sellados con algo más eficaz que unos billetes de Banco. Ese algo podía ser el plomo de unas cuantas balas.

Su declaración había probado la inocencia de Parkis Prynn; pero no salvaguardaba a Turner. De acuerdo con las leyes penales norteamericanas, cuando un hombre había sido declarado no culpable por un jurado, ya no podía ser juzgado de nuevo por el mismo delito. De ahí el interés de Nat Moorsom en conseguir un veredicto de no culpabilidad, pero si alguien sentía interés por hacer condenar a Turner, Nisbet Palmer podría ser llamado de nuevo ante el Tribunal para enviar de allí a la horca a Roscoe Turner. Si a él, que, al fin y al cabo, es un hombre de poco talento, se le ha ocurrido esta posibilidad, era indudable que a Turner, muchísimo más inteligente, también se le ocurriría, y, por lo tanto, el propietario del «Casino» tendría mayor interés que nadie en cerrar para siempre la boca de un testigo que seguía siendo peligroso.

Innegablemente, lo mejor que podía hacer era poner una cantidad muy grande de tierra entre su persona y California.

Dirigiéndose rápidamente a la posada de Farr, en la calle de Wilmott, Nisbet Palmer trazó mentalmente el plan de partida hacia tierras mejores que aquella.

Subió a su habitación sin decir a nadie lo que pensaba hacer y empezó a preparar su equipaje, en el cual guardaba una colección de objetos de valor que había recogido en casa del que fue su amo y cuya muerte no lamentaba lo más mínimo. Seleccionó lo más necesario y valioso y dejó muchas cosas que sólo le servirían de engorro. Por fin, casi al cabo de dos horas, tuvo listo su equipaje. Le sobraba tiempo para tomar el tren de la noche hacia Sacramento y Salt Lake City. Una vez en Utah se sentiría seguro.

Bajó al vestíbulo para liquidar la cuenta de su hospedaje y volvió en seguida a su cuarto. Desde el primer momento tuvo la impresión de que no estaba solo; pero achacó dicha impresión a su nerviosismo, aunque no tuvo valor para comprobar por sí mismo si en algún punto de la habitación se encontraba otra persona a más de él. Ni siquiera investigó en la alcoba adyacente, que era el lugar más lógico para servir de escondite a alguien.

De súbito, cuando volvía la espalda a la alcoba, la sensación de una presencia extraña se hizo más fuerte, casi tangible, siendo confirmada con el gemido de una de las tablas del entarimado. Conteniendo difícilmente un grito, Palmer fue a volverse. En el mismo instante sonó un golpe sordo, un estertor y, casi a la vez, la caída de un objeto metálico.

Al volverse, Palmer vio cómo un hombre caía de bruces sobre un cuchillo que estaba en el suelo. Su horrorizada mirada quedó fija en la empuñadura del puñal que asomaba por la espalda del intruso.

El movimiento de un cuerpo al entrar por la ventana de la habitación logró apartar la mirada que se había clavado en el cadáver de Rotely. Nisbet Palmer allóse frente a un hombre vestido a la mejicana, cuya característica principal era el antifaz que le cubría el rostro y los dos revólveres que pendían de su cinturón. Palmer llevaba el suficiente tiempo en California para haber oído hablar del enmascarado.

—¡
El Coyote
! —exclamó, sobresaltándole el eco de su propia voz.

No hizo ningún movimiento. No intentó sacar el arma que guardaba en un bolsillo. Como el pájaro deslumbrado por la luz que súbitamente rompe las tinieblas nocturnas, quedó inmóvil, sometiéndose al golpe que podía terminar con él.

—Le acabo de salvar la vida.

El Coyote
hablaba lentamente, cual si midiese sus palabras.

—¿Qué… quiere…?

—¿Se da cuenta de que ese hombre iba a matarle?

—Sí… Creo que sí.

—He llegado muy a tiempo.

—Desde… luego.

—Tan a tiempo, que por poco le encuentro muerto.

—Sí.

—Si llego a tardar cinco segundos más, ahora usted tendría un cuchillo hundido en el corazón.

Palmer sólo pudo humedecerse los labios, de entre los cuales no salió ni una palabra.

—Si usted hubiese hablado en el Tribunal, el hombre que ordenó su asesinato no hubiera podido hacerlo. Parkis Prynn habría pronunciado el nombre de Roscoe Turner. Los dos se encontrarían ahora en la cárcel y usted podría marcharse tranquilamente.

—¿No puedo hacerlo? —preguntó con voz muy débil Nisbet Palmer.

—¿Cree prudente intentarlo? De la misma forma que han enviado a un asesino enviarán a otro más astuto. Su vida no vale un centavo mientras no se decida a seguir un camino mejor.

—Si hablo me matarán para que no pueda declarar ante el Tribunal.

—Si va usted al cuartel de Los Vigilantes y explica al capitán Farrell lo que sabe, le encerrarán en una celda muy segura, en donde no podrá entrar ningún enemigo suyo. Cuando llegue el momento de declarar, le conducirán ante el Jurado y cuando salga del Tribunal, Turner ya estará detenido.

—Es una traición —logró murmurar Palmer.

—Y eso ¿qué es? —replicó
El Coyote
, indicando el cuerpo de Rotely—. ¿No le parece también una traición?

Nisbet Palmer asintió con la cabeza.

—Pero… no me atrevo… —musitó.

—¿Y se atreve, en cambio, a afrontar el riesgo de que sus amigos le degüellen? No olvide que yo no estaré siempre cerca para salvarle. Además, si persiste en sus equivocadas ideas, no me interesará, tampoco, que viva.

—¿Qué debo hacer?

—Vaya a ver al capitán Farrell, de Los Vigilantes, y dígale que le envía
El Coyote
. Dígaselo sólo a él. Explíquele luego la verdad y pídale que le proteja. Esté seguro de que lo hará. Si él no le salva, nadie podrá salvarle.

—¿Y este cadáver? —preguntó Palmer, señalando el cuerpo de Rotely.

—Yo me encargaré de enviárselo a quien lo mandó aquí.

—¿Tendré tiempo de llegar al cuartel de Los Vigilantes?

—Si no se entretiene, sí.

Nisbet cogió su maleta y salió de la posada. Una vez en la calle vaciló unos minutos acerca de lo que le convenía realmente hacer. ¿Debía obedecer los consejos del
Coyote
, o, por el contrario, debía escapar a Utah, tal como había pensado? El recuerdo de las palabras del
Coyote
le decidió: «No olvide que yo no estaré siempre cerca para salvarle». Para la Justicia podían haber barreras legales y la fuerza de Los Vigilantes cesaba allí donde acababa San Francisco. La fuerza de la ley terminaba, también, en las fronteras de California.
El Coyote
no solía actuar lejos de aquellos lugares; pero, en cambio, Roscoe Turner no vacilaría en hacerle matar en Chicago, en Salt Lake City, o donde quiera que él fuese. Por ello, mientras Turner estuviese vivo, su propia vida no valdría, como había dicho
El Coyote
, más de un centavo. Y tal vez ni eso.

*****

El capitán Farrell estaba leyendo, una vez más, el breve mensaje en el cual
El Coyote
le aconsejaba que fuera a ver lo que estaba a punto de ocurrir frente a la puerta principal del «Casino», cuando Nisbet Palmer fue conducido a su presencia por uno de los miembros de la famosa organización popular que, en las épocas de crisis, se hacía cargo de la Justicia en la ciudad.

En su mensaje,
El Coyote
anunciaba aquella visita y Farrell tuvo, en su realización, la prueba más convincente de que
El Coyote
decidía, por fin, tomar cartas en el conflicto que se estaba iniciando entre la Justicia y el hampa.

Durante unos minutos, Nisbet Palmer explicó lo que estaba dispuesto a declarar.

—Bien —aprobó Farrell cuando el hombre hubo terminado—. Me alegro de que se haya dado cuenta de lo que debe hacer. Dentro de una hora volveré y podrá prestar declaración ante testigos.

—¿No correré peligro mientras tanto? —preguntó Nisbet.

—Puede quedarse en este despacho.

Palmer miró hacia la ventana, que sólo ofrecía una débil barrera de vidrio contra el peligro que acechaba en el exterior.

—Preferiría que me encerrase en alguna celda del sótano —dijo.

Farrell reflexionó un momento antes de aceptar la propuesta del testigo. Luego declaró:

—Tal vez tenga razón. Allí estará seguro.

Llamando a uno de los vigilantes, le encargó:

—Encerrad a este hombre en una celda y vigiladlo. Es un testigo importante.

Mientras Nisbet descendía a su celda, Farrell salió del cuartel y dirigióse al «Casino».

Palmer sintióse muy seguro cuando la recia puerta de barrotes de acero se cerró tras él. Nunca había imaginado que el verse en la cárcel le produjese alegría; pero el hecho de que por lo mismo que era difícil escapar de un sitio como aquél debía de ser difícil entrar sin permiso de los carceleros, le tranquilizó de tal manera que hasta la dura colchoneta le pareció cómoda y agradable, y no tardó en quedar dormido en ella.

Ignoraba el tiempo que había transcurrido desde que se durmió hasta que le despertó una voz, anunciándole:

—Aquí tiene la cena.

BOOK: La mano del Coyote / La ley de los vigilantes
13.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

One Time All I Wanted by Elizabeth, Nicolle
Undercover Heat by LaBue, Danielle
Kiss Of Twilight by Loribelle Hunt
Learning to Like It by Adams, Laurel
Final Stroke by Michael Beres
Third Rail by Rory Flynn
The Affinities by Robert Charles Wilson
Now We Are Six by A. A. Milne