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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La mano del Coyote / La ley de los vigilantes (5 page)

BOOK: La mano del Coyote / La ley de los vigilantes
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Mathias Wade se dejó caer en su sillón y alcanzó una copa de licor, que bebió de un trago, vertiendo la mitad por su pecho.

—¡Estaba ahí! —musitó—. Junto a la ventana…

—¿Quién? —preguntó Edwin.


El Coyote
—tartamudeó Mathias—. Le vi…

Edwin empuñó rápidamente un revólver que sacó de una funda que llevaba bajo el sobaco, y en dos zancadas alcanzó la ventana. La amarillenta luz de una luna en cuarto creciente iluminaba vagamente el jardín. Edwin levantó la ventana y saltó al exterior. No vio a nadie y durante varios minutos registró, revólver en mano, todos los rincones del jardín hasta convencerse de que estaba completamente vacío.

—Nadie —murmuró. Mentalmente se dijo que su hermano se estaba dejando llevar por los nervios.

Bruscamente se detuvo y acercóse al muro que se levantaba en el extremo sur del jardín. Numerosas enredaderas de gruesos troncos desbordaban el muro, y en un punto, aquellos troncos se veían con la corteza arrancada en varios lugares y, además, un par de tallos aparecían rotos. Edwin tocó con las yemas de los dedos aquellos troncos. La savia pegóse a los dedos. Aquellas huellas habían sido dejadas hacía unos minutos. No muchos.

Este descubrimiento aclaraba dos cosas. La primera: que Mathias Wade no había visto visiones. La segunda: que el misterioso visitante había escapado ya.

Sin embargo, Edwin no guardó su revólver y, lentamente, regresó hacia la casa. De nuevo su atención fue atraída por un trozo de papel clavado en un arbolillo que se levantaba en el jardín. Edwin fue hasta el árbol y arrancó la aguja que mantenía sujeto aquel papel al árbol. Aunque la luz de la luna era muy escasa,, Edwin pudo leer:

«Este es mi primer aviso. Haced caso de él».

Durante unos segundos, Edwin Wade estuvo contemplando la inconfundible cabeza de coyote que era la famosa firma del
Coyote
. Por un momento pareció dispuesto a rasgar la nota; luego, reflexionando, la guardó cuidadosamente en su cartera y regresó, sin prisa, al salón.

—¿Qué has descubierto? —preguntó Mathias.

—Nada —replicó Edwin—. Has visto visiones. Sigamos con lo que íbamos diciendo. El plan a seguir es…

Durante casi dos horas los dos hermanos y Burley estuvieron tejiendo las mallas de la red que debía cazar a César de Echagüe.

Cuando Mathias anunció que se iba a acostar, Edwin declaró que aún se quedaría un rato en el salón, terminando de fumar el cigarro que acababa de encender.

—Trae una botella de coñac —ordenó a Burley.

Cuando el criado se marchó, Mathias preguntó ansiosamente a su hermano:

—¿Crees que el plan dará resultado? Es muy audaz.

—Sólo los planes audaces dan resultado, Mat —replicó Edwin—. Recuerda que en este juego los dos vamos a ganar mucho; pero podríamos perder también muchísimo. Deja en mis manos los hilos de la trama y ten la seguridad de que no los soltaré antes de tiempo. Buenas noches. Procura dormir… No olvides que mañana por la noche tenemos que asistir a la fiesta que da don César de Echagüe.

—Pero, si no nos invita… nos exponemos a que nos eche de su casa.

—No seas niño, Mat. La ventaja de tratar con personas educadas está en que siempre se sabe lo que harán. Don César es un caballero y en cuanto nos vea le faltará tiempo para asegurar que le place mucho nuestra visita. No nos preguntará quién nos ha invitado y fingirá creer que ha sido él mismo quien nos ha pedido que fuéramos a su casa.

—Yo no haría eso si viera entrar aquí a alguien a quien no hubiera invitado.

—Ni yo tampoco —sonrió Edwin—; pero, querido hermano, ni tú ni yo somos caballeros. La diferencia estriba sólo en eso: en que no somos caballeros.

Mathias Wade sonrió, no muy convencido, y, al fin, volviendo la espalda, salió del salón y subió a su cuarto. Entró un momento en la habitación de su hijo y se detuvo junto a su lecho. Su rostro se dulcificó extraordinariamente mientras contemplaba a su hijo profundamente dormido ya.

—Tendrás a la mujer a quien amas —murmuró—. Tu padre te lo promete.

Después salió del cuarto y dirigióse a su aposento.

Entretanto, en el salón, Edwin Wade contemplaba a contraluz el acaramelado licor que llenaba el vaso que tenía entre los dedos.

—¿De veras sólo quiere perjudicar a don César? —preguntó Burley, sentándose frente a su jefe y encendiendo también un grueso cigarro.

—¿Tú qué opinas? —preguntó Edwin.

—Que se toma demasiadas molestias, si se las toma para perjudicar a un imbécil como don César —replicó Burley.

—Tienes razón. Serían demasiadas molestias si sólo me las tomase por don César; pero…, ¿has oído hablar de la caza con reclamo?

—Sí.

—¿Sabes cómo cazan tigres en la India? Cogen a un corderillo, lo atan a una estaca en plena selva y cuando el pobre cordero empieza a balar, llamando a su madre y cuantos puedan ayudarle, el tigre le oye, acude a devorarle y entonces es cazado. Mi plan es el mismo.

—¿Quién es el tigre que ha de ir a devorar a don César?

—No es un tigre: es un coyote.

—¡
El Coyote
!

—Sí. Y no irá a devorar a don César, sino a salvarle. Si el plan fracasara, siempre tendríamos lo que primeramente queríamos conseguir.

—No lo entiendo mucho; pero sé que usted triunfará.

—Triunfaré —dijo Edwin—. Y cuando el triunfo sea mío, entonces verán todos cuál de los dos es el mejor.

—¿Se refiere al
Coyote
?

—No. Me refiero a Mat. Él fue el preferido de nuestro padre. Todo el dinero pasó a sus manos. Porque Mat es como mi padre. Vista corta y paso corto. Siempre sobre seguro. Préstamos a gente de confianza que tiene fincas y valores con que responder. Nunca se ha expuesto. Yo, en cambio, tengo vista larga y paso largo. Me gusta exponer mucho para ganar muchísimo más. Mi padre estaba seguro de que yo derrocharía la fortuna en cuatro días. Por eso la dejó íntegra a Mat, encargándole que me mantuviera y me pasase una renta de doscientos dólares mensuales; pero Mat siempre ha sido débil, se ha dejado manejar y ahora está ya dominado por mí. Cuando empiece a abrir los ojos verá que ya no le queda nada y que lo mejor ha pasado a mis manos. A mi sobrino le dejaremos su bella esposa.

—Creí que también usted la miraba con buenos ojos —sonrió Burley.

Éste miró pensativamente al criado, y al fin replicó:

—Saber poco es malo; pero saber demasiado es peor. No lo olvides.

—¿Es una amenaza?

—No. Sólo una advertencia. Si sabes demasiado, tu vida perderá valor, y ni yo apostaría un centavo por ella.

—También yo podría amenazar.

—Sólo amenaza el que sabe demasiado. Cuando yo triunfe, necesitaré un hombre sin escrúpulos. De tu buen criterio depende que ese hombre seas tú.

—Procuraré que sea así —sonrió Bill.

—Esta noche nos ha visitado
El Coyote
—dijo Edwin, después de beber un sorbo de licor—. Dejó una advertencia. No digas nada a Mat. Se pondría nervioso.

—Entonces, ¿fue verdad que su hermano vio al
Coyote
?

—Sí; pero la intervención de nuestro amigo enmascarado nos favorece más que perjudica. No te olvides de buscar a Rand Ríos. Nos va a ser muy útil.

—¿Piensa usted asociarse con él?

—No; pero en Los Ángeles todo el mundo cree que Rand Ríos es uno de los pocos que conocen la verdadera identidad del
Coyote
. Para nuestros planes es más importante lo que se cree que la verdad misma.

Edwin bebió el resto del licor, dejó el cigarro en un cenicero y, por último, se puso en pie. Dando unas palmadas en la espalda de Burley declaró:

—Mientras no olvides que debes ir detrás de mí y no procurar correr más que yo, todo irá bien. Para ti y para mí. Buenas noches, Bill.

—Buenas noches, jefe —replicó el criado.

Al quedar solo, Burley sonrió burlonamente.

—No temas —dijo—. No correré más que tú, porque mientras tú vayas delante, los golpes serán para ti, no para mí.

Capítulo V: Teodomiro Mateos recibe una noticia

Las reuniones que César de Echagüe celebraba en su rancho servían para congregar a lo más selecto de la sociedad de Los Ángeles. Semanalmente acudían allí a repetir lo que tantas veces se habían dicho y que parecían no cansarse de contar y de escuchar.

Las damas californianas acudían al rancho de San Antonio con la ilusión de poder comadrear y también con la esperanza de probar las golosinas que don César siempre les tenía reservadas. Cada barco que tocaba en el puerto de San Pedro traía algo que don César podía comprar. Unas veces eran unos odiosos huevecillos de esturión, que todos encontraron horribles, hasta que don César comentó que se trataba del manjar predilecto de los zares rusos. Entonces todos encontraron sublime el caviar. En otra ocasión sirvió una pasta de hígado de pato, que si de momento tampoco fue acogida como se merecía, acabó por ser el plato predilecto de las damas, que, por alguna revista llegada de la corte de Napoleón III, averiguaron que en París el foiegrás era producto de obligada presencia en las mesas elegantes.

Y así, sirviéndoles unas veces productos de Francia, otras salmón ahumado alemán, a veces algunos de los muy variados y sabrosos manjares típicos españoles y hasta grandes platos de pastas italianas, don César seguía siendo el encanto de las damas.

Los caballeros le preferían por otros motivos más fuertes. El primero de esos motivos eran las casi setecientas botellas de distintos licores que podía ofrecerles. Desde el aguardiente ruso hasta el español, pasando por todas las destilerías europeas y americanas, así como por las bodegas donde envejecían los vinos de más nombre, todo el alcohol embotellado estaba presente en casa de don César. Whisky inglés, ginebra holandesa, licor de la isla de Curaçao, tequila, pulque, ron, anís, coñac español y francés, vinos secos, dulces, espumosos, quinados, tostados y, en fin, todo cuanto puede emborrachar al hombre. Y no sólo estaba allí, sino que cualquier invitado podía, si era capaz, beberse el contenido de aquellas seiscientas y tantas botellas, sin que nadie le opusiera ningún reparo. También tenían los caballeros a su disposición grandes cajas de cigarros de todas las procedencias. Podían fumar y beber, y si querían también podían comer embutidos, platos fríos, un pollo entero o dos. Los criados de don César servían cuanto les era pedido, sin que su excelente educación les permitiera asombrarse de nada de cuanto veían.

Pero aunque los caballeros tenían un excelente concepto de don César, eran las damas las que mayor admiración sentían por él. Y entre las damas destacábanse aquellas que tenían hijas casaderas.

—Don César, ¿conocía usted a mi niña Marcelina? Acaba de volver de un pensionado cubano. Se ha educado para llegar a ser una excelente ama de casa. ¡Si viese usted los bordados que hace!

Y cuando don César se veía abordado por la mamá de Marcelina Rosas, sonreía, afirmaba su seguridad de que, sabiendo bordar, la niña Marcelina podría, sin ninguna duda, llegar a ser una excelentísima ama de casa, y agregaba, con profunda decepción para la mamá y quizá también para la niña, que estaba seguro de que Marcelina no tardaría en encontrar en Los Ángeles algún joven de su edad que la llevara al altar.

Dorotea de Villavicencio era, aquella noche, la encargada de romper una lanza por conseguir el triunfo que a tantas se les había escapado.

Dorotea tenía veintisiete años. No era joven si se tiene en cuenta los cánones que regían la California del Sur para determinar la juventud de las muchachas. A los dieciséis años era muy corriente que una chiquilla estuviese casada y que a veces fuera ya madre de familia. La muchacha que llegaba a los veinte años ya casi podía llamarse solterona, y a los veintisiete años era casi imposible que una mujer se casara, como no fuese con un viejo de sesenta.

Dorotea había llegado a los veintisiete soltera. Los partidos que le fueron ofrecidos no le agradaron, como desde muy niña demostró poseer un carácter que no se doblegaba ante nada, sus padres no consiguieron que se dejase dominar por ellos. Una vez, y el caso había hecho mucho ruido en Los Ángeles, el señor Villavicencio se impuso. Dominó a su hija y la obligó a presentarse el día fijado para la boda en la iglesia de Nuestra Señora de Los Ángeles. Allí estaba ya el novio, con sus cuarenta y ocho años, mirando a la novia de dieciocho como, según opinión de Dorotea, mira la araña a la mosca cuya sangre se va a beber.

Comenzó la ceremonia. El sacerdote explicó a los novios lo que debían hacer, lo que no debían hacer, y el respeto mutuo que se debían guardar. Al fin, llegó el momento de preguntarle a Dorotea si aceptaba por legítimo esposo a don Celestino Montes. Y entonces, ante el desmayo de su padre y el horror de don Celestino y el entusiasmo de los asistentes, Dorotea había contestado que no aceptaba a don Celestino, y que por ella la comedia había terminado ya.

Se deshizo la boda, se devolvieron los regalos y todos esperaron que la joven se marcharía de Los Ángeles. Como Dorotea no se mostró dispuesta a abandonar el campo de batalla, tuvo que ser don Celestino Montes quien escapara hacia San Francisco, huyendo del ridículo.

Dorotea asustó de tal manera a los posibles partidos, que ningún otro habitante de Los Ángeles se atrevió a pedirle su mano. Una mujer tan audaz no era la más indicada para formar una familia, y así pasaron nueve años sin que la señorita de Villavicencio tuviera la oportunidad de mandar al diablo a otro novio.

Su padre, cansado de vivir, se murió a su debido tiempo, y su madre, tras algunos intentos de conseguirle novio a su hija, intentos que fracasaron ruidosamente, abandonó la lucha y dejóse llevar de su hija, que no parecía tener prisa alguna por casarse.

No era el porvenir material lo que apuraba a Dorotea. Sus tierras habían aumentado desde que ella se había hecho cargo de las riendas del gobierno, descartando a su madre, doña Encarnación. Había terminado con las vaguedades y las cuentas poco claras y muy complicadas. Sus peones y capataces se dieron muy pronto cuenta de que la niña Dorotea era un hueso mucho más duro que el plácido señor de Villavicencio, que tomaba el dinero sin contarlo, porque ello era impropio de un caballero, que no quería saber de cuentas, porque no cuadraba a su prestigio, y que a cambio de conservar todo su prestigio se dejaba robar descaradamente.

La «niña Dorotea» no pasó por nada de eso. Ella quería cuentas claras, contaba el dinero tres o cuatro veces, y al terminar miraba inquisitorialmente al que se lo había entregado. El hombre, cuyos nervios estaban ya deshechos, sólo tenía fuerzas para preguntar si la cuenta no estaba bien.

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