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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (4 page)

BOOK: La mano del diablo
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El muerto yacía con los ojos muy abiertos e inyectados en sangre, y las manos apretadas. Su carne tenía un color extraño, como de sebo, y una textura anómala; pero lo que hizo que D'Agosta apartase la vista fue la expresión de su rostro, un rictus de terror y sufrimiento. En sus largos años de policía en Nueva York, D'Agosta había acumulado una biblioteca breve, pero ingrata, de imágenes en su cabeza, que no olvidaría mientras viviese. Pues bien, acababa de incorporar una más.

El forense empezó a guardar los instrumentos, mientras dos ayudantes recién llegados se disponían a meter el cadáver en una bolsa y subirlo a una camilla. En el suelo había otro policía cortando un trozo de tablón con una quemadura.

–Doctor... –dijo Pendergast.

Cuando el forense se volvió, D'Agosta se sorprendió al ver a una mujer con el pelo escondido bajo la gorra, una rubia joven y muy atractiva.

–Dígame.

Pendergast le mostró su identificación.

–FBI. ¿Me permite que la moleste con algunas preguntas?

La forense asintió.

–¿Ya ha determinado la hora de la muerte?

–No, y puedo decirle que será difícil hacerlo.

Pendergast enarcó las cejas.

–¿Porqué?

–Nos hemos dado cuenta de que no sería fácil determinarlo al extraer la sonda anal a una temperatura de ciento ochenta grados.

–Es lo que iba a explicarle –dijo Braskie–. No sé cómo, pero han calentado el cadáver.

–Correcto –dijo la doctora–. El calentamiento más fuerte ha sido por dentro.

–¿Por dentro? –preguntó Pendergast.

D'Agosta estaba seguro de haber percibido una nota de incredulidad en su voz.

–Sí. Es como si... como si hubieran asado el cadáver desde dentro hacia fuera.

Pendergast miró fijamente a la forense.

–¿Había alguna señal de quemaduras o lesiones superficiales en la piel?

–No. Por fuera, el cadáver prácticamente no presenta marcas. Está completamente vestido, y con la piel sin desgarros ni morados, a excepción de una quemadura bastante peculiar en el cuello.

Pendergast guardó silencio.

–¿Cómo es posible? ¿Un ataque de fiebre?

–No. La temperatura inicial del cadáver rozaba los cincuenta grados, demasiado para tratarse de algo biológico. A esa temperatura, la carne se asa parcialmente. El proceso de cocción ha trastocado por completo todos los indicios habituales para determinar la hora de la muerte. La sangre se ha cuajado en las venas. Se ha solidificado. A esas temperaturas, las proteínas de los músculos empiezan a desnaturalizarse; ya no hay rigor mortis, y además, como la temperatura ha destruido casi todas las bacterias, no se ha producido ninguna descomposición apreciable. Tampoco hay autolisis, porque no se produce la digestión enzimática espontánea habitual. Ahora mismo, lo único que puedo decir es que ha muerto entre las tres y diez de la madrugada, hora en que por lo visto hizo una llamada telefónica, y las siete y media, cuando han descubierto su cadáver. Claro que eso es una consideración que no tiene nada de médica.

–¿Eso de ahí es la quemadura de la que hablaba?

Pendergast señaló el pecho del muerto. La piel cetrina tenía grabada a fuego la marca inconfundible de una cruz.

–Cuando le encontraron, llevaba una cruz al cuello; una cruz muy cara, a juzgar por su aspecto, pero el metal estaba parcialmente fundido, y la madera se había quemado. Al parecer tenía brillantes y rubíes engastados, que han aparecido entre las cenizas.

Pendergast asintió lentamente. Al cabo de un momento, dio las gracias a la doctora y dirigió su atención hacia el hombre que trabajaba en el suelo.

–¿Me permite?

El agente retrocedió. Pendergast se puso de rodillas a su lado.

–¿Sargento?

D'Agosta se aproximó a él, seguido rápidamente por Braskie.

–¿Qué le parece?

D'Agosta miró la imagen grabada a fuego en el suelo. Aunque el contorno estuviera lleno de fisuras y ampollas, se distinguía claramente la marca de una enorme pezuña, profundamente grabada en la madera.

–Parece que el asesino tenía sentido del humor –murmuró D'Agosta.

–Pero ¿usted cree que se trata de una broma, mi querido Vincent?

–¿Usted no?

–No.

D'Agosta sintió que Braskie le observaba. El «mi querido Vincent» no le había sentado nada bien. Entretanto, Pendergast se había puesto de cuatro patas y olisqueaba el suelo al igual que un perro. De repente sacó una probeta y unas pinzas de sus bermudas y recogió una partícula marrón, que se acercó a la nariz antes de ofrecérsela al teniente.

Braskie frunció el entrecejo.

–¿Qué es?

–Azufre, teniente –dijo Pendergast–. El clásico azufre del Antiguo Testamento.

Cinco

El Chaunticleer era un minúsculo restaurante de seis mesas, escondido en una callejuela de Amagansett, entre Bluff Road y la calle principal. D'Agosta miraba a su alrededor parpadeando, sentado en una estrecha silla de madera. Todo parecía amarillo: los narcisos de los maceteros de las ventanas, las cortinas de tafetán, las mismas ventanas, los manteles... Y lo que no era amarillo poseía un toque verde o rojo. El conjunto parecía uno de esos platos octogonales franceses carísimos, y que tenían mucho éxito. Cerró los ojos. Después de la penumbra y la humedad del desván de Jeremy Grove, esa alegría resultaba casi insoportable.

La dueña, una mujer madura, baja y con el rostro enrojecido, se acercó rauda a su mesa.

–¡Ah,
monsieur
Pendergast! –dijo–.
Comment ça va?


Bien, madame.

–¿Lo de siempre,
monsieur?


Oui, merci.

Miró a D'Agosta.

–¿Y usted, agente?

D'Agosta echó un vistazo al menú, que estaba escrito en una pizarra al lado de la puerta, pero no conocía la mitad de los platos y la otra mitad no le atraía. Su nariz aún conservaba el hedor de la carne de Jeremy Grove.

–Para mí nada, gracias.

–¿Algo de beber?

–Una Bud bien fría.

–Lo siento mucho,
monsieur,
pero no tenemos licencia para vender alcohol.

D'Agosta se humedeció los labios.

–Pues tráigame un té helado, por favor.

Vio cómo se alejaba la dueña y miró a Pendergast, que ya llevaba su traje negro de siempre. Aún no había asimilado la sorpresa de encontrárselo en esas circunstancias. El agente no había cambiado nada desde su último encuentro, a pesar de los años transcurridos. Le avergonzó no poder presumir de lo mismo. Él tenía cinco años más, diez kilos más y dos galones menos. ¡Qué vida!

–¿Cómo ha encontrado este sitio? –preguntó.

–Simple casualidad. Queda a pocas manzanas de donde me alojo, y es posible que sea el único restaurante decente de Southampton que aún no ha sido descubierto por la
beautiful people.
¿Seguro que no quiere comer nada? Le recomiendo encarecidamente los huevos Benedict. Madame Merle hace la mejor salsa holandesa que he probado fuera de París: ligera, pero untuosa, con el punto justo de estragón.

D'Agosta se apresuró a negar con la cabeza.

–Aún no me ha dicho qué hace aquí.

–Como le he comentado antes, tengo alquilada una casa para una semana. Estoy... ¿Cómo se dice? Buscando exteriores.

–¿Buscando exteriores? ¿Para qué?

–Para la... digamos que convalecencia de una amiga. Ya la conocerá en su momento. Ahora me gustaría oír qué ha sido de su vida. Lo último que sé es que estaba en la Columbia Británica escribiendo novelas. Le diré que
Ángeles del Purgatorio
me pareció legible.

–¿Legible?

Pendergast hizo un gesto con la mano.

–Carezco de criterio para valorar el género policíaco. En este tipo de narrativa mis gustos se detienen en M. R. James.

D'Agosta pensó que debía de referirse a P. D. James, pero no dijo nada. No le apetecía tener una «conversación literaria». Ya había tenido bastantes en los últimos años.

Llegaron las bebidas. D'Agosta tomó un gran sorbo de té helado, y al darse cuenta de que no llevaba azúcar abrió un sobrecito.

–Mi vida se cuenta muy deprisa, Pendergast. Como la literatura no me daba para vivir, regresé, pero no pude recuperar mi antiguo trabajo en el Departamento de Policía de Nueva York porque el nuevo alcalde está reduciendo la plantilla. Por otro lado, me había creado muchos enemigos. En definitiva, que empecé a desesperar, me enteré de que había un puesto libre en Southampton y me presenté.

–Supongo que hay sitios peores para trabajar.

–Al principio eso parece, pero después de un verano persiguiendo a los que no recogen la mierda de su perro en la playa te desengañas. Además, la gente de aquí... Como multes a alguien por exceso de velocidad, al día siguiente ya tienes en comisaría al mejor abogado de la ciudad, cargado de escritos y citaciones, pagando la fianza. Ni le cuento lo que nos gastamos en servicios jurídicos.

Pendergast bebió un sorbo de algo que parecía té.

–¿Y cómo se trabaja con el teniente Braskie?

–Es un gilipollas. Solo le interesa la política. Va a presentarse a jefe.

–A mí me ha parecido competente...

–Pues será un gilipollas competente.

Le inquietó la fijeza con que le miraban los ojos grises de Pendergast. Ya no se acordaba de ellos. Daban la impresión de poder penetrar hasta en el más íntimo secreto.

–Se ha saltado una parte de la historia. La última vez que trabajamos juntos estaba casado y tenía un hijo. Creo recordar que se llamaba Vincent.

D'Agosta asintió con la cabeza.

–Sí, lo sigo teniendo, pero vive en Canadá con mi mujer. Bueno, mi mujer sobre el papel.

Pendergast no dijo nada. Al cabo de un momento, D'Agosta suspiró.

–Lydia y yo nos habíamos distanciado. Ya sabe que en la policía se trabajan tantas horas... Al principio no quería irse a Canadá, y menos a un sitio tan aislado como Invermere. Cuando llegamos, me tenía en casa a todas horas intentando escribir... En fin, que nos poníamos nerviosos mutuamente. Por decirlo con suavidad. –Se encogió de hombros y negó con la cabeza–. Lo curioso es que acabó gustándole Canadá. Se ve que mi regreso a Nueva York fue la gota que colmó el vaso.

Madame Merle volvió con lo que había pedido Pendergast. D'Agosta decidió que era el momento de cambiar de tema.

–¿Y usted? –preguntó, en un tono casi agresivo–. ¿Qué ha estado haciendo? ¿Mucho trabajo por Nueva York?

–La verdad es que acabo de volver del Medio Oeste, concretamente de Kansas, donde me ocupé de un caso modesto, aunque tenía sus... peculiaridades.

–¿Y Grove?

–Ya conoce mi interés (malsano, dirían algunos) por los homicidios inhabituales, Vincent. Es un interés que me ha llevado a hacer viajes bastante más largos que a Long Island. Reconozco que se trata de una costumbre algo molesta, pero difícil de romper.

Pendergast clavó el tenedor en un huevo, inundando el plato de yema. Más color amarillo.

–Y ¿está aquí oficialmente o no?

–Mis días de
freelance
son historia. El FBI de ahora ya no es el de antes. Sí, estoy aquí oficialmente.

Dio una palmadita al teléfono móvil que llevaba en el bolsillo.

–¿Qué interés tiene este caso? Quiero decir para los federales. ¿Droga? ¿Terrorismo?

–Simplemente lo que le he dicho al teniente Braskie, la posibilidad de que el asesino cruzara el límite entre estados. Es poco, pero tendrá que servir. –Pendergast se inclinó y bajó un poco la –voz–. Necesito que me ayude, Vincent.

D'Agosta le miró. ¿Era una broma?

–Pero si... –vaciló– no le hago ninguna falta.

Su tono fue más duro de lo que deseaba. Ya volvían a mirarle esos ojos grises de mil demonios.

–Quizá no tanto como yo a usted.

–¿Por qué lo dice? Yo no necesito a nadie. Me va muy bien.

–Perdone que me meta, pero no le va tan bien como afirma.

–¿Se puede saber por qué lo dice?

–Está trabajando muy por debajo de sus capacidades, y eso, además de desaprovechar su talento, se refleja mucho en su actitud. El teniente Braskie parece una persona muy correcta, y es incluso posible que posea cierta inteligencia, pero no le corresponde darle órdenes. Cuando sea jefe, la relación entre ustedes dos no hará sino empeorar.

–¿Inteligente y muy correcto, ese gilipollas? ¡Anda que...! Seguro que no pensaría lo mismo si trabajase un día con él.

–El que tiene que pensar de otra manera es usted, Vincent. Hay policías mucho peores que el teniente Braskie. Usted y yo, sin ir más lejos, hemos trabajado con alguno.

–O sea, que va a salvarme, ¿no?

–No, Vincent. Le salvará el caso. Se salvará usted mismo.

D'Agosta se levantó.

–No tengo por qué oír esas chorradas, ni de usted ni de nadie.

Sacó la cartera, tiró un billete arrugado de cinco dólares sobre la mesa y se fue.

Diez minutos más tarde, D'Agosta encontró en el mismo sitio a Pendergast y el billete arrugado. Cogió la silla, se sentó y pidió otro té helado con el rostro como un tomate. Pendergast, que estaba terminando su plato, se limitó a asentir. Luego sacó un papelito del bolsillo de su chaqueta y lo dejó suavemente encima de la mesa.

–Aquí tiene una lista de las cuatro personas que estuvieron en la última fiesta de Jeremy Grove, y el nombre y el número del sacerdote que recibió su última llamada telefónica. Es un punto de partida tan bueno como cualquier otro. Teniendo en cuenta la brevedad de la lista, algunos nombres son muy interesantes.

Deslizó el papel por la mesa.

D'Agosta asintió, y al mirar los nombres y las direcciones se le enfrió la cara. Sentía nacer algo en su interior: la vieja emoción de trabajar en un caso. Un buen caso.

–Pero ¿cómo lo haremos, si estoy en la policía de Southampton?

–Convenceré al teniente Braskie de que le nombre enlace local con el FBI.

–No lo permitirá.

–Al contrario. Estará encantado de librarse de usted. En todo caso, no lo presentaré como una solicitud. Ya ha dicho usted que Braskie es un animal político. Hará lo que le digan.

D'Agosta asintió con la cabeza.

Pendergast miró su reloj.

–Casi las dos. Venga, Vincent, que nos espera un largo viaje en coche. Los curas cenan temprano, pero si nos damos prisa todavía podremos entrevistarnos con el padre Cappi.

Seis

Embutido en el cuero blanco de un Rolls Royce Silver Wraith del 59, D'Agosta tenía la sensación de haber sido engullido por la ballena blanca del capitán Ahab. ¡Y con chófer, además! Estaba claro que Pendergast había ascendido mucho de categoría desde los malos tiempos de los crímenes del museo, ya que entonces conducía un Buick moderno, propiedad del FBI. Tal vez se le hubiera muerto algún pariente, dejándole unos miles de millones. Le miró. O quizá, simplemente, ya no se molestaba en fingir.

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