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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (8 page)

BOOK: La mano del diablo
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–Se me había olvidado.

–Ya, ya lo sé. Como el día de su cumpleaños. También se te olvidó.

–Dejaste el teléfono descolgado.

–Lo descolgaría el perro. De todos modos, podrías haber enviado una postal o un regalo.

–Envié las dos cosas.

–Sí, pero llegaron el día después.

–¡Pero si las envié diez días antes de su cumpleaños! ¿Me vas a echar la culpa de que el correo sea lento?

Era de locos. Se dejaba arrastrar de nuevo a una discusión absurda. ¿Por qué tenían esa necesidad desesperada de pelearse? Lo mejor era no contestar.

–Oye, Lydia, ya llamaré esta noche, ¿vale?

–Vincent sale con unos amigos.

–Pues mañana por la mañana.

–No creo que lo encuentres. Se va a...

–Pues entonces que me llame él.

–¿Qué te crees, que con el dinero que nos pasas podemos hacer llamadas internacionales?

–Sabes perfectamente que hago lo que puedo. Además, nadie te impide volver.

–Mira, Vinnie, nos hiciste venir aquí a la fuerza, porque nosotros no queríamos. Al principio fue difícil, pero luego pasó algo increíble, que me monté la vida. Ahora me gusta vivir aquí, y a Vincent también. Tenemos amigos, Vinnie. Una vida montada. Y ahora que estamos otra vez a gusto, quieres que volvamos a Queens. Pues te digo una cosa, yo no vuelvo, ni ahora ni nunca.

D'Agosta se quedó callado. Eran justo las palabras que no deseaba oír. ¡Qué mierda de llamada! Solo la había hecho para hablar con su hijo.

–Oye, Lydia, que las cosas nunca son definitivas; podríamos llegar a alguna solución.

–¿Solución? Ya va siendo hora de que aceptemos...

–No lo digas, Lydia.

–Pues lo diré. Va siendo hora de que aceptemos las cosas como son. Va siendo hora...

–No, por favor.

–... de que nos divorciemos.

D'Agosta colgó lentamente. Veinte años y como si nada. Le costaba respirar y se sentía mareado. Mejor no pensarlo. Tenía trabajo.

El cuartel general de la policía de Southampton ocupaba una casa antigua, bonita, pero en mal estado, que había sido la sede del Slate Rock Country Club. D'Agosta llegó a la triste conclusión de que a la policía debía de haberle costado cierto esfuerzo convertir su interior en la típica comisaría sin ningún encanto, con suelo de linóleo y pintura color vómito. Ni siquiera faltaba el eterno olor a comisaría, una mezcla de sudor, fotocopiadoras sobrecalentadas, metal sucio y sustancias limpiadoras a base de cloro.

Se le hizo un nudo en el estómago. Hacía tres días que no pisaba el cuartel, tres días rondando con Pendergast e informando al teniente por teléfono, pero ahora tenía que hacerlo personalmente. La llamada a su mujer le había dejado por los suelos. Hizo mal en no esperar un poco y telefonearla más tarde.

Pasó por los despachos saludando con la cabeza. Nadie parecía muy contento de verle. Los fijos no le tenían mucho aprecio. Claro, como no se había apuntado al club de bolos ni salía con ellos a jugar a los dardos en Tiny's... Siempre se había planteado ese trabajo como algo temporal antes de volver a Nueva York; vamos, que no le pareció que valiera la pena hacer amigos. Quizá se había equivocado.

Dejó a un lado las reflexiones y dio unos golpecitos en la puerta de cristal esmerilado del pequeño despacho del teniente, cuyo apellido, BRASKIE, estaba escrito en letras gastadas, de color oro con bordes negros.

–¿Sí?

Braskie estaba sentado al otro lado de una vieja mesa de metal. Tenía junto a él un fajo de periódicos con titulares sobre el caso, desde el
Washington Post
hasta el
New York Times,
pasando por el
East Hampton Record.
Se le veía muy mala cara, con ojeras y arrugas. A D'Agosta casi le dio pena.

Braskie le indicó que se sentara.

–¿Alguna novedad?

D'Agosta se lo contó todo. Después de escucharle, Braskie se pasó una mano por el pelo, que se le estaba cayendo antes de tiempo, y suspiró.

–Mañana vuelve el jefe, y de momento no tenemos prácticamente nada. Hora de entrada y salida, huellas dactilares, pelo o fibras, testigos... Nada. ¿Cuándo viene Pendergast?

Lo veía todo tan negro que casi lo preguntó en un tono de esperanza.

–Dentro de media hora. Me ha pedido que me asegurase de que estuviera todo a punto.

–Pues lo está. –El teniente se levantó suspirando–. Sígame.

La sala de pruebas estaba situada en una serie de estructuras portátiles con aspecto de contenedores que encajaban las unas en las otras detrás de la comisaría, al borde de uno de los pocos campos de patatas que quedaban en Southampton. El teniente pasó su identificación por el escáner de la puerta y entró. D'Agosta vio cómo Joe Lilian, otro sargento, distribuía las últimas pruebas en una mesa que ocupaba el centro de la habitación, larga y estrecha. Las estanterías y los armarios de las paredes longitudinales se perdían en la oscuridad, llenos de pruebas que se remontaban a un número indeterminado de años.

D'Agosta se fijó en la mesa. El sargento Lilian se había esmerado. Papeles, bolsas de plástico transparente, probetas...Todo ordenadísimo, con sus correspondientes etiquetas.

–¿Qué, le parecerá bien a su amigo el agente especial? –preguntó Braskie.

D'Agosta no supo si el tono era de sarcasmo o de desesperación, pero no tuvo tiempo de contestar, porque se le adelantó una voz meliflua y familiar.

–Ciertamente, teniente Braskie, ciertamente.

Braskie se sobresaltó. Pendergast estaba en la puerta con las manos en la espalda. Debía de haber entrado al mismo tiempo que ellos. Pero ¿cómo?

El agente se acercó tranquilamente a la mesa sin apartar las manos de la espalda y, apretando la boca, examinó las pruebas con el detenimiento de un experto admirando una mesa llena de obras de arte valiosísimas.

–Coja lo que quiera –dijo Braskie–. Estoy seguro de que su laboratorio forense es mejor que el nuestro.

–Pues yo no lo estoy tanto de que el asesino haya dejado alguna prueba forense que no quisiera dejar. De momento me limito a un examen previo. Pero ¿qué es esto? ¡La cruz derretida! ¿Puedo?

El sargento Lilian cogió la bolsa que contenía la cruz y se la entregó a Pendergast, que la sopesó con cuidado y la hizo girar en sus manos.

–Me gustaría enviarla a un laboratorio de Nueva York.

–Como quiera.

Lilian recuperó la bolsa y la metió en una caja de plástico especial para pruebas.

–Y este material chamuscado...

Lo siguiente que cogió Pendergast fue una probeta con trozos quemados de azufre. La abrió, se la acercó a la nariz y volvió a taparla.

–Listo.

Miró a D'Agosta.

–¿Le interesa algo, sargento?

D'Agosta dio un paso hacia la mesa.

–Es posible.

La recorrió con la mirada e indicó con la cabeza un fajo de cartas.

–Los forenses ya lo han examinado todo –dijo Lilian–. Cójalas tranquilamente.

D'Agosta eligió una carta y empezó a leerla. El remitente era Jason Prince. Vio de reojo que Lilian empezaba a sonreír. ¿Dónde estaba la gracia? Siguió leyendo.

¡Madre mía! Dejó las cartas en su sitio, sonrojado.

–¿Qué, D'Agosta? Cada día se aprende algo nuevo, ¿eh? –preguntó Lilian con una sonrisa burlona.

D'Agosta siguió examinando la mesa. Había un montoncito de libros: el
Doctor Fausto
de Christopher Marlowe,
Nuevo devocionario del cristiano
y
Malleus Maleficarum.

–«El Martillo de las Brujas» –dijo Pendergast, señalando el tercero con la cabeza–. El manual de caza de brujas de la Inquisición. Una gran fuente de datos sobre la magia negra.

Al lado de los libros había un montón de páginas web impresas. D'Agosta cogió la primera. Correspondía a un sitio llamado Maledicat Dominus. Al parecer, esa página hablaba de conjuros u oraciones para alejar al diablo.

–En sus últimas veinticuatro horas de vida Grove entró en muchas webs por el estilo –dijo Braskie–. Estas páginas son las que imprimió.

Pendergast examinaba con lupa un corcho de vino.

–¿Qué cenaron? –preguntó.

Braskie cogió una libreta y la hojeó un poco antes de dársela a Pendergast, que leyó en voz alta:

–Lenguado de Dover, medallones de ternera a la parrilla con reducción de borgoña y setas, juliana de zanahoria, ensalada y sorbete de limón. Para beber, un Petrus del noventa y luego un Vin Santo d'Altesi del noventa y seis. Excelente gusto para los vinos.

Devolvió la libreta al teniente y siguió con sus pesquisas. En un momento dado se inclinó para coger un papel arrugado.

–Lo encontramos en la papelera. Parece una prueba de algo.

–Una preimpresión de un artículo para el próximo número de
Art Review.
Si no me equivoco, mañana tenía que estar en los quioscos. –Pendergast alisó el papel y volvió a leer en voz alta–: «La historia del arte, como todas las grandes disciplinas, tiene sus templos sagrados, lugares y momentos que cualquier crítico que se precie daría media vida por poder visitar. Uno de ellos es la primera exposición impresionista de 1874 en el Boulevard des Capucines; otro, el día en que Braque vio por primera vez
Les demoiselles d'Avignon
de Picasso. Hoy me dirijo a ustedes para decirles que la serie Golgotha de Maurice Vilnius, que se expone estos días en su estudio de East Village, será otro hito en la historia del arte».

–¿No dijo ayer, durante el funeral, que a Grove le repelían las obras de Vilnius? –dijo D'Agosta.

–Sí, pero hace años. Al parecer cambió de opinión. –El agente, pensativo, dejó el papel sobre la mesa– Ahora ya sabemos por qué Vilnius estaba de excelente humor anoche.

–Encontramos otro artículo parecido al lado del ordenador –dijo Braskie, señalando otra de las hojas de la mesa–. Estaba impreso y sin firmar, pero parece de Grove.

Pendergast cogió la hoja indicada.

–Es un artículo para el
Burlington Magazine
titulado «Una nueva valoración de
La educación de la Virgen,
de Georges de la Tour». –Lo leyó por encima–. Es un artículo corto en el que Grove se desdice de una crítica anterior, donde sostuvo que el cuadro era falso. –Lo dejó en la mesa–. Parece que durante sus últimas horas cambió de idea respecto a muchas cosas.

Pendergast se deslizó a lo largo de la mesa. Esta vez se detuvo ante un montón de partes telefónicos.

–Esto sí que será útil. ¿No le parece, Vincent? –dijo, dándoselo a D'Agosta.

–La orden judicial es de esta misma mañana –dijo Braskie– Al final están los nombres, las direcciones y una breve identificación de las personas a quienes llamó.

Parece que el último día llamó a mucha gente –dijo D'Agosta– hojeando el documento.

–Sí –dijo Braskie–, a mucha gente rara.

D'Agosta llegó a la última página de la lista. En efecto, era muy rara: una llamada internacional al profesor Ian Montcalm, del New College de Oxford, Departamento de Estudios Medievales; varias llamadas locales a Evelyn Milbanke y Jonathan Frederick; unas cuantas de información telefónica; y, hacia las dos de la madrugada, llamadas al industrial Locke Bullard, a un tal Nigel Cutforth y más tarde al padre Cappi, como ya sabían.

–Nuestra intención es hablar con todos. No sé si sabe que Montcalm es una autoridad mundial sobre prácticas satánicas medievales.

Pendergast asintió con la cabeza.

–Milbanke y Frederick estuvieron en la última fiesta. Debió de llamarles para organizarla. Respecto a Bullard, no tenemos ni idea de por qué le llamó ni pruebas de que le conociera. Cutforth es otro misterio. Es una especie de productor discográfico, pero en su caso tampoco hay pruebas de que se hubiera cruzado en el camino de Grove. Aun así, en ambos casos Grove tenía sus números privados.

–¿Y las llamadas a información? –preguntó D'Agosta–. Como mínimo debió de llamar a una docena de ciudades.

–Que sepamos, intentaba localizar a un tal Beckmann, Ranier Beckmann. También se observa en sus búsquedas por Internet.

Pendergast dejó un pañuelo sucio que había estado examinando.

–Muy buen trabajo, teniente. ¿Le importa que también hablemos con algunas de estas personas?

–En absoluto.

D'Agosta y Pendergast subieron al Rolls del agente, que esperaba ostentosamente frente a la comisaría, con su chófer vestido de librea. Cuando el potente vehículo se alejó de la comisaría, Pendergast sacó de su bolsillo un cuaderno con tapas de piel, lo abrió por una página en blanco y empezó a tomar notas con un bolígrafo de oro.

–Parece que sobran sospechosos.

–Sí, más o menos todos los conocidos de Grove.

–Con la posible excepción de Maurice Vilnius. De todos modos, dudo que la lista tarde mucho en acortarse. De momento ya tenemos trabajo para mañana. –Entregó la lista a D'Agosta–. Usted hable con Milbanke, Bullard y Cutforth. Yo iré a ver a Vilnius, Fosco y Montcalm. Tenga, unas tarjetas de identificación del distrito sur de la sección de Manhattan del FBI. Si alguien no quiere contestar, entréguele una.

–¿Tengo que buscar algo especial?

–No, simple rutina policial. Hemos llegado a un momento del caso en el que, por desgracia, tenemos que hacer de sabuesos a la antigua. ¿No es así como lo dicen en las novelas policíacas que escribía?

D'Agosta sonrió a la fuerza.

–No exactamente.

Diez

Trescientos veinte metros por encima de la Quinta Avenida, en su rincón de desayuno decorado al estilo Bauhaus, Nigel Cutforth interrumpió la lectura del último número de
Billboard
y usó el olfato. Desde hacía unos días, el sistema de ventilación de su apartamento funcionaba mal. Era la tercera vez que notaba una especie de olor a azufre. Los inútiles de mantenimiento habían venido dos veces, las dos en balde.

Dio un golpe en la mesa con la revista.

–¡Eliza!

Era su segunda esposa (carne fresca después de su primera mujer, que de tanto parir se había convertido en una vieja). La vio en la puerta con mallas de gimnasia, ladeando la cabeza para cepillarse su larga melena rubia. Se oía el ruido de la electricidad estática.

–Ya vuelve a oler de esa manera.

–Sí, también yo tengo nariz –contestó ella, mientras se echaba un mechón de cabello por la espalda y cogía otro.

En otros tiempos, no muy lejanos, a Cutforth le gustaba verla pelearse con su melena, pero empezaba a ponerle nervioso. Perdía media hora diaria peinándose, como mínimo.

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