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Authors: David Cooper

Tags: #Capitalismo, Familia, Revolución, Siquiatría

La muerte de la familia (10 page)

BOOK: La muerte de la familia
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Existen, creo, razones para pensar que el período intrauterino (no vamos a hablar de lo que ocurre antes) no representa las siete o las ocho décimas partes del iceberg sino quizá, permitiéndonos una broma de números, las nueve décimas partes de la experiencia total de una persona. Un nivel de experiencia intrauterina recorre nuestra vida, por cierto que no limitándose a los primeros nueve meses. Pero ¿cómo podemos recordar —precisamente por la cuestión anterior de cómo pudimos olvidar— la cascada de sangre en la aorta abdominal de nuestra madre, su movimiento regular, de disciplinado reloj biológico, que recoge los ecos fracciónales de un más distante latido cardíaco contradicho por su mucho más espontáneo, nervioso y tranquilo borborigmo, la increíble orquestación de los sonidos respiratorios, el crujido perceptible de las tensiones y relajaciones musculares, su mano que siente nuestros movimientos, y el cuidadoso y a la vez despreocupado tacto de la mano del médico y de la comadrona? Los medicamentos que nos permitieron vivir y los que querían eliminarnos. Las fantasías que nuestra madre tuvo motivadas por las que otros, infinitamente más atrás en el tiempo, tuvieron sobre ella. El enroscamiento de nuestra cuerda neural sobre sí misma y la memoria de la posibilidad genética de omitir su acabamiento. La formación de nuestro sexo que luego desafía nuestra libertad posterior de modificarlo de vez en cuando. Después, la experiencia de surgir a un mundo de deslumbrante luz clínica, de caer en manos cuidadosas pero poco placenteras, el ruido de bandejas asépticas e instrumentos cromados, las órdenes perentorias de los dedos de la comadrona que nos mandan que esperemos e incluso que volvamos un rato para atrás hasta que «ellos» estén listos, enmascarada como el momento de nuestra disposición de llegar al mundo. Y luego salimos casi orgásmicamente y se nos deposita en una bandeja para ser consumidos, en un infanticidio final, por el mundo de esqueléticos seres devorados y roídos como un hueso. Entonces aullamos e inflamos incidentalmente nuestros sólidos pulmones, pero aquel aullido se recuerda como algo que no volveremos a hacer nunca más, como no sea dentro de un automóvil cerrado, corriendo a una velocidad de ciento treinta kilómetros por hora por la carretera. La protesta corporalmente sentida y actuada termina allí; pero puede haber otras formas de protesta, contra el innato y natalmente destruido derecho a gritar «No» al mundo. No, comencemos de nuevo y que esta vez resulte mejor porque será nuestro tiempo. A ese tiempo tendrán que plegarse los médicos y las madres, descubriendo su tiempo a través del nuestro porque la alternativa está sintetizada en la imagen de Beckett del sepulturero-partero que en el fondo de la fosa recién abierta espera al niño que es arrojado exactamente a ésta desde el útero de nuestra madre a sus manos, que son las manos de ella y nuestras manos.

Hablamos aquí en realidad de una fase crítica de la educación, pero educación en un sentido bivalente. Es educación para la persona que surge interactuando con la educación de la madre, del médico y de la comadrona. La educación para los adultos significa de manera muy próxima estar abierto a la experiencia del niño en el sentido de dejar que las resonancias de la experiencia se abran camino hasta las vivencias propias del nacimiento, las cuales pienso han sido más desenseñadas por un proceso antieducacional altamente consciente que reprimidas, utilizando el corriente sentido psicoanalítico. Represión es un término específico, bien definido en la teoría freudiana original y que ciertamente actúa como enseñanza prerreflexiva de la madre al niño durante el primero o segundo año de su vida. Es decir, el niño internaliza aspectos de la presencia materna que excluyen la posesión de la experiencia del nacimiento, porque la madre no sólo ha sufrido una situación similar con su madre sino una serie de experiencias sociales conscientes y conscientemente aplicadas que la hacen hacer que el niño olvide. La evidente razón de todo ello es que las zonas más llenas de tabúes de la experiencia humana son las que se refieren al nacimiento y a la muerte, por no mencionar la experiencia prenatal y póstuma. La delineación de la operación de los tabúes de incesto y sexuales, fue una introducción histórica necesaria para las más amplias maquinaciones del hombre que resume su terror en la palabra «No».

Hemos visto lo que es en realidad un cerco represivo formado por una multiplicidad de maniobras conscientes, que pueden ser adecuadamente frenadas y atacadas por una contraeducación. La niña, antes de poder ser su propio bebé, es sometida con bebés-objeto (las muñecas más «perfectas» son las más caras) de manera que pueda aprender a olvidar su experiencia del nacimiento y niñez y se transforme, no en su propio niño, sino en alguien semejante a un niño, o si en otro momento de su vida deseara volver a esa zona, en aniñada (regresiva, histérica, etc.). Así que se la educa para ser una madre como su madre y como todas las otras madres que fueron educadas no para ser ellas mismas, sino para actuar «como madres». Me recuerda un suceso que me contó un colega sobre un joven norteamericano (desde luego, diagnosticado como psicótico) que hizo volar con una bomba de relojería un avión lleno de pasajeros entre los que se contaba su madre, que marchaba de vacaciones. Poco antes le había enviado a su madre una tarjeta el Día de la Madre, que decía: «A quien ha sido sólo una madre para mí». Es posible que esa bomba de relojería esté bajo el asiento de cada uno de nosotros en el instante preciso, porque estamos confundidos sobre quién es inocente y quién es culpable, y lo estamos debido a que nuestra compulsión obstructora es que debemos hacer la pregunta. En ese nivel, cuán distinto es nuestro destino y el del guerrillero perseguido en Vietnam, Angola o Brasil, que agarra su fusil y lanza su propia y más precisa metáfora: «Yo estoy aquí, yo soy yo mismo, dejadme ser y dejadme elegir a aquellos con quienes quiero estar, porque si no lo hacen…».

Hoy en día es muy claro el movimiento que conduce a la represión (que puede ser modificada y socialmente adaptada pero esencialmente sigue siendo usada, a ser posible, para el «bien social») hasta la supresión. Esta supresión puede ser tortuosa y poseer cierta habilidad bajo el hábito de sofisticación liberal, pero su realidad justifica que nos armemos con todas las armas disponibles. La paranoia como fantasía resoluble ya ha pasado. La persecución, un hecho social real, ocupa ahora el campo. Si tenemos fantasías paranoides residuales y problemas del superego, tal vez el acto de resolución sea utilizarlos. Si nos preocupa lo suficiente, podemos desear que el psicoanálisis, uno de los instrumentos potencialmente más liberadores que existen, se aparte del uso reaccionario. Si nos preocupa menos, podemos limitarnos a querer eliminar la base de la reacción política, que es la experiencia cotidiana no enseñada.

Todo ello se relaciona íntimamente con la situación de los jóvenes que luchan por conquistar su propio futuro, distinto del que se les ha señalado, de modo amoroso y vicario, por padres y maestros (los cuales nunca son capaces de formar una asociación para su propia salvación sin recurrir a la tremenda confusión del pretexto: por los niños). Aquí, lo falso es pretender la liberación a través de la modificación de nuestros padres —uno será libre si ellos llegan a ser libres—. El problema de los padres estriba en utilizar a «sus» hijos para que pasen a ser sus padres, absorbiendo su agresión (como castigo abierto porque los hijos hayan recuperado lo que es «propiedad» de sus padres, o más sutiles deformaciones de sus propios proyectos autónomos). La familia nuclear burguesa aparentemente no puede funcionar sin esta inversión de papeles que confirma el anterior sistema de papeles. Una inversión invertida en la que el niño debe proteger a la familia unida a toda costa; o, en términos de lo habitualmente comprobable, al precio del tranquilizante más caro de la lista del Seguro de Enfermedad. Una vez más, pues, se trata de saber redactar la prescripción que nos proscribirá.

Si no podemos cambiar a nuestros padres, si conseguimos un punto de generosidad en que podamos permitirles tener por fin sus problemas propios, podemos tener en cuenta por lo menos la transformación de nuestros maestros. Ello implica la «peligrosa» transición de un maestro de escuela primaria de sustituto paternal a persona. Si el maestro de escuela primaria es el primer «otro significativo» de fuera de la familia, como suelen ser él o, con más frecuencia, ella, ¿cómo puede aclarar su estar afuera sin provocar la censura o el despido por parte de las mezquinas gentes que son las autoridades pedagógicas locales? Asimismo, ¿cómo podrán esquivar un destino similar los profesores universitarios? La respuesta, que no es fácil, estriba en aumentar al máximo nuestra lucidez dentro del sistema, en saber con la mayor claridad posible qué es lo que queremos aprender (no enseñar, puesto que enseñar es pura colaboración) y luego intentar una retirada individual, pero tan masiva como sea posible, de profesores y alumnos, hasta llegar a detener de la manera más terminante y definitiva, poniéndose de acuerdo con movimientos similares de otras instituciones, las actividades de la escuela o de la universidad, y esquivar luego todas las conspiraciones encaminadas a volver a meter en el sistema mediante la «ghettización» o por otros medios.
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La cuestión es ahora adónde llegamos, una vez realizada la retirada.

Lo que yo propongo es una estructura móvil, totalmente desjerarquizada y en revolución continua, capaz por ello de generar revolución más allá de los límites de su estructura. La universidad (o lo que en este estadio de la historia debería llamarse antiuniversidad, contra-universidad, universidad libre o algo parecido)
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sería una retícula muy amplia, digamos de cincuenta o sesenta a doscientas o trescientas personas, en términos actuales. En caso de un número mayor, el principio unificador del grupo consiste en que cualquiera pueda exponer su experiencia de trabajo (que abarca, no es necesario decirlo, la experiencia de cualquiera integrado en la retícula o de la retícula en sí, o de una parte de ella) a cualquiera que desee escuchar, mediante un simple acuerdo, para lo cual cada uno toma la iniciativa. Inevitablemente ciertos líderes carismáticos o maestros atraen gente hacia ellos, pero la naturaleza definitiva del líder carismático en este contexto es que no se apropia del carisma de los otros, así que del grupo iniciador se desprenden otros con sus propios centros carismáticos igualmente repartidos y extendidos de modo que permitan una relación libre y renovada con el grupo-fuente del grupo, o no, si no se requiere dicha referencia. En cualquier caso, lo que se produce es una decisiva ruptura de la oposición burocrática académica entre docente y discente.

El contexto de las interacciones del grupo sale de una afirmación consensual de interés y dedicación, pero este consenso es disciplinado por la autoridad demostrada por una o varias personas en cada grupo. Es lo antitético del autoritarismo. En determinados momentos, las necesidades se condensan en el deseo de un tratamiento erudito y riguroso de un tema concreto por una persona en particular o la planificación de una serie de exploraciones de un problema mediante lecturas planificadas por la persona con mayor autoridad en la materia. Sin embargo, lo importante es que la disciplina y el rigor verdaderos sólo pueden desarrollarse a partir de una sólida base de libertad y confianza en el grupo. Las «cualificaciones» de la persona que inicia a un grupo deben valorarse en términos de sus logros anteriores en escritos, charlas, trabajo creador y trabajo político. Doy a estos términos un sentido realmente amplio; por ejemplo, el trabajo creativo incluye la poesía de los gestos, propia de una plena vivencia de la locura. Aparte de esas cualificaciones no existen otros requisitos ni límites de edad para nadie. No hay tampoco «exámenes» ni «notas». Si alguien pide un certificado del trabajo llevado a cabo en los grupos, éste tendrá la forma de un minucioso informe consensual reunido por el grupo, incluida la persona que lo ha solicitado. Para hacerle el juego al sistema, un «maestro» de reconocida reputación en el mundo exterior podría redactar un testimonio especial. Además, en una sociedad prerrevolucionaria subsiste la necesidad ineludible de trabajar para comer. La gente puede verse compelida a aceptar cargos docentes remunerados o a utilizar becas destinadas a las universidades oficiales o a cualquier tipo de trabajo.

Las células funcionarían dentro de una escuela o universidad oficial como un antídoto del sistema o de forma muy independiente. En este último caso, podrían funcionar en la base de cierta industria o como reuniones en casas particulares,
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bares, cafés; y quizás en el futuro los templos (no solamente los atrios) puedan acoger las reuniones. Las finanzas y el cuidado del local estarán bajo la responsabilidad conjunta del grupo.

En el primer caso, sin embargo, se ofrece la oportunidad de apropiarse de los medios de los apropiadores de mentes. Las instalaciones universitarias se toman para el uso por parte de las células, para comer, dormir y hacer el amor. Se admite la participación de las autoridades universitarias, pero no se admite imposición alguna de la estructura jerárquica oficial. El libre acceso de cualquier grupo incluye la asistencia de personas no pertenecientes al profesorado y a cualquiera ajeno a la universidad. Como es natural, se invitará a personas ajenas a la universidad a que expongan su trabajo.

Si alguien objeta que el aprendizaje técnico —por ejemplo de las ciencias y de la medicina— sería imposible de forma tan «anárquica», hay que aclarar que los grupos que yo describo son un complemento humano de la tekhne. Por supuesto, se sigue ejercitando el aprendizaje técnico, pero deja de ser sólo eso y se traslada desde las clases masivas, que son o pueden ser reproducidas y distribuidas como ampliaciones de los libros de texto, a los seminarios en grupos frente a frente, en los que un pleno «aprendizaje» es vivido en el contacto de las mentes. De nuevo, sin embargo, digamos que los exámenes escritos, las respuestas a preguntas, se acabarán. Las evaluaciones tienen que hacerse en el trabajo, y no en una ridícula e improcedente reunión de ansiedades.

Una de las principales funciones de las células es trascender las diferencias entre la terapia y la enseñanza, e inevitablemente uno de los obstáculos es el fuerte impulso a limitar la actividad del grupo a la terapia en el sentido convencional. Esto refleja la diferencia entre los dirigentes de grupo que en la práctica derivan hacia maestros o terapeutas. Con frecuencia los maestros se sienten inseguros en la dirección de la tendencia del grupo hacia la terapia; los terapeutas igualmente encuentran dificultades en articular su experiencia en afirmaciones fundamentadas lo bastante generales. Quizá la respuesta, sin embargo, no esté en que maestros y terapeutas unan sus propios grupos para aprender a superar esas diferencias de formación sino que sean enseñados y «terapeutizados» por otros del grupo que parezcan capaces de hacerlo. O podría llegarse a una solución de compromiso en la cual varios maestros y terapeutas se reunirían para enfrentarse implacablemente con sus problemas, sin ninguna cortapisa crítica, tratándolos en un grupo que estaría abierto a todos los miembros de las diversas células a quienes interesara asistir y comentar los comentarios que los unos hicieran del trabajo de los otros.

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