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Authors: David Cooper

Tags: #Capitalismo, Familia, Revolución, Siquiatría

La muerte de la familia (5 page)

BOOK: La muerte de la familia
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En tercer lugar, la familia, como socializador primario del niño, le pone controles sociales que exceden claramente a los que el niño necesita para hacer su camino en la carrera de obstáculos que le plantean los agentes extrafamiliares del estado burgués, ya sean éstos policías, funcionarios universitarios, psiquiatras, asistentes sociales o «su» propia familia, que de modo pasivo recrea el modelo, familiar de sus propios progenitores, aun cuando, desde luego, hoy en día los programas de televisión son algo diferentes. En realidad, lo que se enseña principalmente al niño no es cómo sobrevivir en la sociedad, sino cómo someterse a ella.

Rituales superfluos como la etiqueta, los juegos organizados y las operaciones mecánicas de aprendizaje en las escuelas sustituyen a las profundas experiencias de creatividad espontánea, juego verdaderamente libre y despliegue en libertad de la fantasía y de los sueños. Esas formas de vida son obligatoriamente suprimidas, olvidadas de modo sistemático, para poner en su lugar superfluos rituales. Quizá sólo la terapia en el mejor sentido puede capacitar para dotar de nuevo valor la propia experiencia, de forma tan elevada que registremos nuestros sueños adecuadamente y los desarrollemos como secuencias más allá del estancamiento al que acceden la mayor parte de las personas antes de cumplir los diez años. Si ello se diera en una escala lo suficientemente amplia, la terapia se convertiría en peligrosa para el estado burgués y sumamente subversiva, debido a que señala nuevas formas radicales de vida social.

Por ahora es suficiente con decir que, con todo, cada niño es un artista, un visionario y un revolucionario, al menos de forma germinal, mientras el adoctrinamiento escolar no haya comenzado. ¿Cómo recobrar esa potencialidad perdida, cómo desandar lo andado desde el juego gozoso, verdaderamente lúdico que inventa sus propias reglas autónomas, hasta la conducta social frívola, es decir, normal, que juega juegos ya reglamentados?
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En cuarto lugar, la familia deposita en el niño un elaborado sistema de tabúes; retomaremos este tema en los próximos capítulos. Ello se lleva a cabo, como la enseñanza de los controles sociales, mediante la implantación de la culpa, la espada de Damocles que descenderá sobre la cabeza de quienes antepongan sus elecciones personales y sus experiencias propias a las prescritas por su familia y la sociedad.

Si alguien pierde la cabeza de manera que desobedece esas prescripciones, lo cual es bastante poético, que lo decapiten. El «complejo de castración», en vez de ser algo enfermizo, es una necesidad social para la sociedad burguesa y es precisamente cuando se sienten en peligro de perderlo en el momento en que muchas personas perplejas recurren a la terapia, o a una nueva forma de revolución.

El sistema de tabúes que la familia enseña se extiende más allá que los presumibles tabúes del incesto. En las modalidades sensoriales de comunicación interpersonal se reduce a lo audiovisual, con tabúes muy duros en contra de que los miembros de la familia se toquen, se huelan y se gusten mutuamente. Los niños pueden jugar con sus padres, pero por ambas partes existen líneas firmes de demarcación de las zonas erógenas. Los varones que dejan atrás la niñez, deben besar a sus madres con medida oblicuidad y ritual. Los abrazos y apretamientos transexuales se precipitan rápidamente, en la mente de los miembros de la familia, en una zona de «peligrosa» sexualidad. Y por encima de todo hay el tabú acerca de la ternura, que ha sido notablemente descrito por Ian Suttie en Origins of love and hate. Es indudable que en las familias la ternura puede sentirse, pero no expresarse, a menos que se haga en forma tan convencional que se convierta en prácticamente inexistente. Esto nos trae a la memoria a aquel joven citado por Grace Stuart,
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que al ver a su padre en el ataúd se inclinó y lo besó en la frente, diciendo: «Toma, padre mío, nunca me atreví a hacerlo mientras estabas vivo». Tal vez si entendiéramos qué muertos están los «vivos» estaríamos preparados, espoleados por la desesperación, a atrevernos más.

A lo largo de todo este capítulo he utilizado forzosamente un lenguaje que encuentro arcaico, esencialmente reaccionario y realmente discrepante con mi pensamiento. «Palabras familiares» como madre, padre, niño (en el sentido de «su niño»), superego. La connotación de «madre» hace surgir una cierta cantidad de connotaciones biológicas, funciones de protector primario, un papel social sobredefinido y una determinada «realidad» legal. En realidad, la función de madre la pueden asumir otras personas: el padre, los hermanos y sobre todo, otras gentes exteriores a la agrupación biológica formada por la familia.

Ya no es necesario ni el padre ni la madre, sino sólo la maternidad y la paternidad.

Me parece sin sentido reducir relaciones sociales complejas, pero inteligibles, a hechos biológicos puramente contingentes y circunstanciales que no trascienden su facticidad, que son hechos previos que comienzan una verdadera socialidad. Recuerdo una sesión conjunta con una madre y una hija. En determinado momento la madre, con profunda tristeza y no poco valor, confesó que empezaba a experimentar un tremendo y decisivo sentimiento de pérdida y envidia al darse cuenta de que el terapeuta era ahora la madre de su hija. El límite entre la relación «transferencial» y la «real» nunca puede, y creo que nunca debiera, convertirse en tan claro. De lo que se trata es de vivir una necesaria ambigüedad con un indispensable sentido de la diferencia entre la imagen proyectada (alterante) y la inalterada percepción del otro.

No obstante, a pesar de lamentar el lenguaje que me veo obligado a emplear, no usaré uno nuevo, limitándome a subrayar la vacuidad y el peligro que encierra el fetiche de la consanguinidad.

La sangre es más espesa que el agua únicamente en el sentido de que es el torrente vivificante de una indudable estupidez social.

La familia, como es incapaz de abastecernos de idiotas sacralizados, se reduce a la simple deficiencia mental.

La Topografía del Amor

Creo que cuando hablamos de familia y de matrimonio nos vemos obligados a hacer trampas con el lenguaje hasta que finalmente conseguimos generar en nosotros mismos una especie de vértigo, en él que las palabras, de las que falazmente creíamos salía el conocimiento, pierden su significado aparente; de manera que es posible un discurso más real, lo que supone, en última instancia, la invención de un lenguaje, que no se limite a la palabra hablada y a la escritura.
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En el futuro, creo, ya no escribiremos libros sino que los haremos, convirtiendo así en literal el clisé metafórico que dice que escribir es un acto.

En todo el lenguaje verbal hay una imposición que no se da en la comunicación no verbal. El peso del significado atribuido a las palabras es mucho mayor por ejemplo que el de los modos de expresión paralingüísticos y kinésicos, en los cuales el ritual aparece en una profundidad superficial, y la asunción es doble: en primer lugar se desprende de la connotación acumulativa del pasado de cada palabra, y en segundo lugar, a partir del escritor o del hablante presenta el despliegue sintáctico de cada palabra.

Por lo tanto, hacemos trampas con las palabras para que ellas no nos engañen a nosotros. Como es el caso de todos los sistemas institucionalizados, tenemos que contrarrestar mediante nuestras jugadas el juego del sistema; en primer lugar, eludiéndolo en términos personales; en segundo, trascendiéndolo en términos históricos. Ahora, en lo referente al tema de la topografía del amor —es decir, dónde se sitúa, si es que hoy está en alguna parte— elegiré, como caso paradigmático, la palabra «matrimonio».

Aparte del sentido legal y contractual corriente de la palabra, «matrimonio» puede designar cualquier tipo de unión, más o menos duradera y objetivada entre entes personales. Si reconocemos que cada uno de nosotros está lleno de un mundo de otros que no son enteramente ellos mismos y a la vez no son enteramente nosotros, podemos pensar en cierto acuerdo marital dentro de una persona. Si buscamos en la tradición de la investigación fenomenológica de la experiencia humana, recordaremos la definición de intencionalidad que atraviesa la obra de Husserl y, sobre todo, de Sartre. Todo dato primario de la experiencia que surge como pensamiento, sentimiento, movimiento de apetencia, lo es de algo, hacia algún objeto que a la vez constituye y es constituido por el movimiento inicial en la conciencia como una entidad unitaria y autounificante en el mundo.

Aquí debemos separarnos, sin embargo, porque no podemos hablar de matrimonio sin hablar del amor y no podemos hablar del amor sin hablar del instinto. En la literatura psicoanalítica, la entidad verbal más dudosa y oscura es «instinto» o, peor aún, «impulso instintivo». Hasta ahora, el uso del término ha sido poco más que una ayuda decepcionante a los escritos teóricos, algo que desgraciadamente hizo posible escribir cuando un acto histórico de espera y de silencio hubiera sido más adecuado. En el conjunto de su campo de empleo, significa la violenta irrupción de la abstracción pura en casi toda experiencia concreta de necesidad y de deseo. Yo sugeriría que la palabra «instinto» desapareciera, y se volviera a formar una entidad que ha sido falsamente escindida, aunque por supuesto el modo como debemos hablar de él ahora no puede dejar de reflejar la escisión.

Hablar de la urgencia instintiva del comer es hablar de algo que surge de la nada. Una cosa puede surgir de la nada, siempre y cuando esa nada tenga un carácter particular. En este caso, la particularidad de la nada consiste en la línea de circunscripción por parte del mundo como ausencia, carencia, lo que no está allí. Dentro de este mundo hay ciertos objetos comestibles; la distancia y los obstáculos entre ellos y los objetos, y nuestros cuerpos como objetos en el mundo, que pueden ser observados por los otros; la contracción del hambre en nuestro estómago; las alteraciones neuroquímicas durante el estado de hambre que pueden ser registradas, etc. Es como deslizar un dedo por la superficie de una mesa y dejarlo caer en la nada al llegar al borde. El borde no es ni la mesa ni la «nada» en la que el dedo cae, y tanto la mesa, que es algo, como la nada, que no lo es, definen el borde como no existente, pero que tiene una no existencia específica. Si podemos llevar nuestra imaginación metafísica hasta operar una desustancialización de nuestro dedo, de manera que se convierta en un no-dedo, nos acercaremos a lo que un instinto «es».

Pero luego hay que seguir adelante, y pienso que en esa dirección: sostengo que no hay ninguna distinción lógicamente justificable y ciertamente ninguna distinción real en la experiencia (hasta que empezamos a ser analíticos y fragmentantes en relación a ella) entre «la urgencia instintiva» y su objeto. Por supuesto, como ya he señalado, el lenguaje de que disponemos para expresamos traiciona nuestros propósitos; pero vamos a decir sólo esto: la urgencia instintiva que nos arrastra hacia un alimento apetecible no es otra que el alimento en si en su plena significación. Esto es cierto, empero, como veremos, en términos en los que subyace una antítesis entre el alimento «externo» que está en nuestro plato y el pecho bueno «interno» (que por supuesto es una manera condensada de expresar miríadas de imágenes internas apetitosamente satisfactorias). La frase «gratificación instintiva» designa meramente la conciencia coalescente de los objetos interno y externo, y ello a su vez significa la decisiva disolución de los límites experimentados del sí mismo.

El instinto no gratificado es la experiencia de estar suspendido en el límite del sí mismo, asustado por lo precario de la posición, pero más que nunca incapaz de renunciar a la seguridad de una clara conciencia del yo.

Para hablar acerca del instinto escogí en primer lugar una situación instintiva oral porque una genitosexual hubiera parecido, aunque de forma engañosa, demasiado simple. Es hoy un lugar común hablar de la experiencia de la muerte en el orgasmo y de la pérdida de las limitaciones del sí propio en ese estado. La amenaza de la gratificación instintiva a mi entender es más vivida en el caso oral. Esta amenaza asume sus proporciones reales, por supuesto, debido a que es un límite ontológico. La realización instintiva supone en todos los casos la ruptura de los límites del sí mismo, convirtiéndose así no en un equivalente de la locura, sino en la locura misma. Así pues, para encontrar el nivel básico de comprensión de la represión en la sociedad, hay que entenderla como pánico colectivamente reforzado y formalizado institucionalmente frente al enloquecimiento, frente a la invasión de lo exterior por lo interior y de éste por aquél, frente a la pérdida de la ilusión del sí mismo.

La ley es terror puesto en palabras.

Debido al terror las palabras deben ser desprovistas de toda referencia personal.

Debido al terror cualquiera que es nadie juzga a ninguno que puede ser alguien.

Debido a la naturaleza abstracta del juicio, el crimen se vuelve abstracto. Por ello pueden seguir en pie tribunales y cárceles y todas las demás instituciones. Por ello prevalece el sufrimiento, en nadie, por nada. El no poder localizar el sufrimiento es lo que sufrimos. Y esto es válido para todos nosotros. Tanto para los jueces como para las víctimas. El sufrimiento concreto de la persona castigada es un hecho arbitrario y gratuito, lanzado al mundo para dar una falsa sustancialidad a un sistema etéreo.

El estado burgués es una píldora tranquilizante que tiene efectos secundarios letales.

Se ha llevado a cabo la comprensión sociohistórica de la represión en forma espectacular; nos toca ahora reflexionar sobre y actuar a partir de su estructura ontológica.
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Permaneciendo un poco de tiempo en el caso oral, vamos a considerar fenómenos como el pecho bueno alucinado por el bebé y los objetos transicionales. Es corriente darles el significado de un movimiento de envidia o semiprotesta frente a la realidad. Por supuesto (tal vez con «ayuda analítica») todo ello se supera y se suma al resto de nuestro bagaje inconsciente debidamente resuelto en la oficina de objetos perdidos de nuestra mente. Pero ¿qué ocurre si la protesta se torna menos amedrentada y dejamos de equiparar la resolución del conflicto con una adecuada adaptación social? ¿Qué ocurriría si el pecho bueno alucinado fuera una tentativa de mantener una identidad transpersonal de lo interior y lo exterior, el momento de la locura triunfante, que la mayor parte de nosotros hemos conocido y hemos tenido que dejar a un lado enteramente con toda rapidez? ¿Qué pasaría si el pedazo del cobertor que la niña chupa fuera más real que el pecho de su madre (que «es» el pecho que ya no chupa), o que el pecho bueno interno que proyecta sobre ese cobertor? ¿Es que no podemos concebir que pueda tener precedencia el cobertor en realidad, ni subjetivo ni objetivo (es decir, pecho bueno interno y externo)? En otras palabras: la búsqueda que emprende la niña del pedazo adecuado del cobertor no está en la niña, ni entre ella y el cobertor, ni en ningún otro lugar del mundo sino en el cobertor mismo. El cobertor es para la niña el sustituto del pecho, pero es ésta una falsa hermenéutica en la medida que no es una explicación recíproca que conforma sólo al que explica (aunque, por supuesto, como sucede en muchas terapias cargadamente interpretativas, el niño extraiga cierto consuelo de sentir que el que explica se está explicando un poco a sí mismo). El mundo, en este sentido, rebosa de objetos milagrosos que preceden a los individuos que atestiguan u obran milagros. El hombre que habla de magia es superfluo.

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