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Authors: Curzio Malaparte

Tags: #Histórico, #Bélico

La piel (4 page)

BOOK: La piel
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–Jack, ¿cuánto cuesta un
Liberty ship
en el mercado negro?


Oh, ça ne coute pas cher, you dammend fool!
- respondía Jack, sonrojándose.

–Habéis hecho bien en poner centinela en el puente de vuestro acorazado. Si no vigiláis os robarán la flota.


The hell with you,
Malaparte.

Cuando, como cada tarde, llegábamos al final de la Via Toledo, frente al famoso «Café Caflish» que los franceses habían requisado para convertirlo en el
Foyer du Soldat,
moderábamos el paso para escuchar a los soldados del general Juin hablar francés entre ellos. Nos gustaba oír hablar francés en labios franceses.

Jack hablaba siempre francés conmigo. Cuando, inmediatamente después del desembarco aliado en Salerno, fui nombrado oficial de enlace entre el Corpo Italiano di Liberazione y el Gran Cuartel General de la Peninsular Base Section, Jack, el coronel de Estado Mayor Jack Hamilton, me había preguntado si hablaba francés, y a mi «oui, mon Colonel», se sonrojó de júbilo.


Vous savez
- me dijo –
il fait bon de parler français. Le français est une langue très, très respectable. C'est très bon pour la santé.

A todas las horas del día, en la terraza del «Café Caflish», se reunía un grupo de soldados y marineros argelinos, malgaches, marroquíes, senegaleses, tahitianos y siameses, pero su francés no era el de La Fontaine y no conseguíamos entender una sola palabra. Algunas veces, sin embargo, aguzando el oído, pescábamos al vuelo palabras pronunciadas con acento parisiense o marsellés. Jack se sonrojaba de júbilo y agarrándome por el brazo me decía:

–Escucha, Malaparte,
écoute, voilà
du véritable français.

Nos deteníamos los dos, conmovidos al escuchar aquellas voces francesas, aquel acento de Ménilmontant o de la Canebière, y Jack decía:


Ah, que c'est bon! Ah, que ça fait du bien!

A menudo nos dábamos ánimos mutuamente y franqueábamos el umbral del «Café Caflish». Jack se acercaba tímidamente al sargento francés que dirigía el
Foyer du Soldat
y le preguntaba sonrojándose:


Est-ce que par hasard… est-ce qu'on a vu par ici le commandant Syantey.

-Non, mon Colonel
-respondía el sargento -,
on ne l'a pas vu depuis quelques jours.


Merci
-decía Jack -,
merci, mon ami.


Au, revoir, mon Colonel
- decía el sargento.


Ah, que
ça fait du bien d'entendre parler franç
ais
-decía Jack, rojo de satisfacción saliendo del «Café Caflish».

Jack y yo íbamos a menudo, con el capitán Jimmy Wren, de Cleveland, Ohio, a comer los
taralli
calientes, recién salidos del horno, a una panadería del Pendino di Santa Barbara, esa larga y suave escalinata que del Sedile di Porto trepa hacia el monasterio de Santa Chiara.

El Pendino es una callejuela lúgubre, no tanto por su angostura cortada como entre dos muros, verde de moho, de antiguas y sórdidas casas, ni por la oscuridad que eternamente reina en ella, como por la extrañeza de sus habitantes.

Famoso es en verdad el Pendino di Santa Barbara por la gran cantidad de mujeres enanas que viven en él. Son seres pequeños, que llegan apenas a la altura de la rodilla de un hombre de estatura normal. Son repulsivas y arrugadas, las enanas más feas que existen en el mundo. En España hay muchas enanas muy bellas, bien proporcionadas de formas y líneas. Y he visto alguna en Inglaterra, verdaderamente bellísima, rosada y rubia, casi una Venus en miniatura. Pero las enanas del Pendino di Santa Barbara son horrendas, y todas, aun las más jóvenes, tienen el aspecto de antiquísimas viejas, tan envilecido tienen el rostro y tan rugosa la frente, tan escasa y descolorida la enmarañada cabellera.

Lo que más maravilla en medio de aquel fétido callejón, en medio de aquella horrenda población de enanas, es la belleza de los hombres; son altos, de ojos y cabello negros, y tienen nobles y lentos ademanes, la voz es clara y sonora. No se ven hombres enanos en el Pendino di Santa Barbara; lo que induce a creer, o que los enanos mueren en la cuna o que la brevedad de sus miembros es una monstruosa herencia que ha correspondido solamente a las mujeres.

Estas enanas se pasan todo el día sentadas en el umbral del zaguán o acurrucadas sobre minúsculos escabeles al lado de la puerta de sus antros, parloteando entre ellas con voz de rana. Su pequenez se destaca todavía más al lado de los muebles que llenan sus guaridas; canteranos, arcones, armarios inmensos y lechos que parecen camastros de gigante. Para alcanzar estos muebles, se encaraman en las sillas, en los bancos, se izan a fuerza de brazos ayudándose con los plafones de las altas camas de hierro. Y quien sube por vez primera por el Pendino di Santa Barbara se cree Gulliver en el país de Liliput, o un cortesano de Madrid entre los enanos de Velázquez. La frente de estas enanas está surcada por las mismas horrendas arrugas que excavan la frente de las horribles viejas de Goya. No parezca arbitraria esta evocación, porque españolizado es el barrio en el que viven todavía los recuerdos de la larga dominación castellana sobre Nápoles, y donde aún se advierte un aire de la vieja España en las calles, callejones, casas, palacios, olores densos y empalagosos, voces guturales, y en esos largos y musicales lamentos de la llamada y respuesta de balcón a balcón, y en el canto ronco de los gramófonos en el fondo de los antros oscuros.

Los
taralli
son como unos roscones de pasta dulce, y la tahona que, situada a media escalinata del Pendino, saca del horno cada hora los
taralli
olorosos y piñotada, es famosa en todo Nápoles. Cuando el panadero hunde la larga pala de madera en la boca del horno ardiente, las enanas acuden tendiendo sus pequeñas manos, oscuras y arrugadas como manos de mona, chillando fuerte con sus voces roncas, agarrando los delicados
taralli,
calientes y humeantes, y diseminándose luego por el callejón para depositar los
taralli
dentro de vasijas de latón reluciente; después se sientan en el umbral, con la vasija sobre las rodillas, en espera del comprador gritando:
«Oh, li taralli! Oh li taralli belli cauril!
» El olor de los
taralli
se esparce por todo el Pendino di Santa Barbara, las enanas chillan y se ríen entre ellas. Y una, acaso joven, canta asomada a una ventana y es como araña que asomase su cabeza peluda por una grieta del muro.

Las enanas calvas y desdentadas suben y bajan por los resbaladizos escalones, apoyándose en bastones, en muletas, balanceándose sobre sus piernas cortas, levantando la rodilla hasta la barbilla para poder subir el peldaño, y arrastrándose a gatas, gañiendo y babeando; parecen los engendros monstruosos de Breughel o de Bosch, y un día Jack y yo vimos una sentada en el umbral de su tugurio con un perro enfermo en brazos. En aquel regazo, entre aquellos brazuelos, el perro parecía un animal gigantesco, una fiera monstruosa. Acudió una compañera y entre las dos, agarrando al animal una por las patas posteriores y la otra por la cabeza, lo transportaron con gran fatiga dentro del tugurio, y daba la impresión de que transportaban un dinosaurio herido.

Las voces que salen del fondo de aquellos antros son voces estridentes, guturales, y el lloro de las horrendas chiquillas, minúsculas y arrugadas como viejas muñecas, parecían maullidos de gatitos moribundos. Si se entra en uno de esos tugurios, se ve a esos gruesos escarabajos de enorme cabeza arrastrarse sobre el pavimento, en la fétida penumbra, y hay que andarse con cuidado para no aplastarlos con la suela del zapato.

A veces veíamos a algunas de aquellas enanas subir las escaleras del Pendino conduciendo agarrados por el borde de los pantalones a gigantescos soldados americanos, blancos o negros, de ojos infantiles, y empujarles dentro de sus tugurios. (Los blancos, gracias a Dios estaban borrachos.) Yo me estremecía, imaginando los extraños acoplamientos de aquellos hombres enormes con aquellas monstruosidades sobre los altos e inmensos lechos.

Y le decía a Jimmy Wren:

–Me gusta ver que esas enanas y vuestros bellos soldados se quieren. ¿No te alegra a ti también, Jimmy?

–Naturalmente, me alegra a mí también – respondía Jimmy rabiosamente masticando el
chewing-gum.

–¿Crees que se casarán?

–¿Por qué no? – respondía Jimmy.

–Jimmy es un buen muchacho – decía Jack -, pero no hay que provocarle. Se encoleriza en seguida.

–También yo soy un buen muchacho – decía yo- y me gusta pensar que habéis venido de América a mejorar la raza italiana. Sin vosotros, esas pobres enanas hubieran permanecido solteras. Nosotros, pobres italianos, solos no lo hubiéramos hecho. Menos mal que vosotros habéis venido de América a casaros con algunas de nuestras enanas.

–Serás invitado al banquete de bodas -decía Jack-,
tu pourras pronuncer un discours magnifique.


Oui, Jack, un discours magnifique.
Pero, ¿no crees, Jack -decía yo-, que las autoridades militares aliadas deberían favorecer los matrimonios entre estas enanas y vuestros bellos soldados? Sería un gran bien que vuestros soldados se casasen con esas enanitas. Sois una raza de hombres demasiado altos. América tiene necesidad de situarse a nuestro nivel,
don't you think so,
Jimmy?


Yes, I think so
-respondía Jimmy, mirándome de través.

–Sois demasiado altos – decía yo -, y demasiado bellos. Es inmoral que en el mundo exista una raza de hombres tan altos, tan bellos, tan sanos. Me gustaría que todos los soldados americanos se casasen con esas enanitas. Esas
italian brides
tendrían un éxito enorme en América. La ciudadanía necesita tener las piernas más cortas.


The hell with you
-decía Jimmy escupiendo a tierra.


Il
va te caresser la figure,
si tú insistes – decía Jack.

–Sí, ya lo sé. Jimmy es un buen muchacho – decía yo, riéndome por dentro.

Me dolía reír así. Pero hubiera sido feliz, verdaderamente feliz, si todos los soldados americanos hubiesen regresado un día a América del brazo de todas las enanas de Nápoles, de Italia, de Europa.

La «peste» se había declarado en Nápoles el 1 de octubre de 1943, el mismo día en que los ejércitos aliados habían entrado como liberadores en la infortunada ciudad. El 1 de octubre de 1943 es una fecha memorable en la historia de Nápoles, porque señala el comienzo de la liberación de Italia y de Europa de la angustia, de la vergüenza y de los sufrimientos de la esclavitud y de la guerra, y porque aquel mismo día se declaró la terrible peste que de aquella infeliz ciudad se extendió poco a poco por toda Italia y Europa.

La atroz sospecha de que el espantoso morbo hubiese sido llevado a Nápoles por los mismos liberadores era ciertamente injusta; pero se convirtió en certeza en el ánimo del pueblo cuando, con maravilla, mezclada de supersticioso terror, se dio cuenta de que los soldados aliados permanecían extrañamente inmunes al contagio. Éstos se movían tranquilos, sonrientes, sanos, en medio de la muchedumbre de apestados, sin encontrar el repugnante morbo que elegía a sus víctimas únicamente entre la población civil, no solamente en la ciudad, sino del propio campo, extendiéndose como una mancha de aceite por el territorio liberado a medida que los ejércitos aliados iban rechazando fatigosamente a los alemanes hacia el Norte.

Pero estaba severamente prohibido, con amenaza de las más graves penas, insinuar siquiera en público que el germen de la peste hubiese sido llevado a Italia por los liberadores. Y era peligroso repetirlo en privado, aun en voz baja, porque entre tantos y tan repugnantes efectos de aquella peste el más repulsivo era la loca furia, la glotona voluptuosidad de la delación. Apenas atacado por el morbo, cada uno se convertía en el espía del padre y de la madre, de los hermanos, de los hijos, del esposo, del amante, del cónyuge, de los amigos más caros; pero jamás de sí mismo. Una de las características más sorprendentes y repulsivas de aquella extraordinaria peste, era, en realidad, la de transformar la conciencia humana en un horrendo y fétido bubón.

Para combatir el morbo, las autoridades militares inglesas y americanas no habían encontrado otro remedio que prohibir a los soldados aliados las zonas más infestadas de la ciudad. Sobre todas las paredes se leía
Off limits, Out of bounds
coronados por el áulico emblema de la peste; un círculo negro dentro del cual estaban inscritas dos barras negras cruzadas, similares a las dos tibias cruzadas de las tapicerías y gualdrapas de los coches fúnebres.

En breve tiempo, a excepción de algunas pocas calles del centro, la ciudad entera fue declarada
Off limits.
Pero las zonas más frecuentadas por los liberadores eran precisamente aquellas
Off limits,
es, decir, las más infestadas y por ello prohibidas, porque está en la naturaleza del hombre, especialmente de los soldados de todos los tiempos y de cualquier ejército, preferir las cosas vedadas a las permitidas. Y así, el contagio, ya hubiese sido llevado a la ciudad por los liberadores o transportada por éstos de la zona infestada a la zona sana, alcanzó en poco tiempo una violencia terrible, a la cual daba un carácter nefasto, casi diabólico, su macabro y obsceno aspecto de fiesta popular, de kermés fúnebre, aquellas danzas de negros ebrios y mujeres casi desnudas del todo, en las plazas y las calles, entre las ruinas de las casas destruidas por los bombardeos; aquel furor de beber, comer, gozar, cantar, reír y entregarse a la orgía en medio del hedor horrendo que exhalaban los centenares y centenares de cadáveres sepultados bajo los escombros.

Era aquella una peste totalmente distinta, pero no menos horrible, de las epidemias que devastaron a Europa de vez en cuando durante el medievo. El extraordinario carácter de aquel novísimo morbo era éste: que no corrompía el cuerpo, sino el alma. Los miembros permanecían aparentemente intactos, pero dentro de la envoltura de la carne el alma se pudría, se desmoronaba. Era una especie de peste moral contra la cual no parecía haber defensa alguna. Las primeras en ser contagiadas fueron las mujeres, que, en casi todas las naciones, son el baluarte más débil contra el vicio y la puerta abierta a todo mal. Y esto parecía una cosa maravillosa y dolorosísima, porque durante los años de la esclavitud de la guerra hasta el día de la prometida y esperada liberación, las mujeres, no sólo en Nápoles, sino en toda Italia, en toda Europa, habían dado prueba, en medio de aquella miseria y aquel infortunio universal, de mayor dignidad y mayor fuerza de carácter que los hombres. Ni en Nápoles, ni en los demás países de Europa, las mujeres se entregaron a los alemanes. Tan sólo las prostitutas habían consentido en el comercio con el enemigo; y ni siquiera públicamente, sino a hurtadillas, sea por no tener que sufrir la dura reacción del sentimiento popular, sea porque tal comercio aparecía incluso ante ellas como el delito de mayor oprobio que una mujer pudiese cometer durante aquellos años.

BOOK: La piel
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