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Authors: Jeff Carlson

Tags: #Thriller, #Aventuras, #Ciencia Ficcion

La Plaga (2 page)

BOOK: La Plaga
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—Una hoguera —dijo Cam—. Por favor.

Algunos volvieron a su choza. Los demás se apretujaron alrededor de la fogata. Se calentaban y bloqueaban la luz. Sawyer miraba a Price con muy poco disimulo por encima de las llamas amarillas, y Cam estuvo a punto de decir algo. Pero no quería avergonzar a su amigo. Él y Sawyer apenas se hablaban ya fuera de la cabaña a menos que estuviera Erin, y estaba harto de ejercer de conciliador.

Al otro lado del valle se apagaron los fuegos.

—Ellos tampoco tienen bosques que quemar —anunció Sawyer con un malicioso tono de satisfacción, y Cam sintió una punzada de decepción, de inoportuno miedo. Era como si la oscuridad del valle arremetiera como una ola y asfixiara a aquella gente.

Desde que se agotó la última pila y perdieron los repetitivos y tranquilizadores comunicados militares que se emitían cada veinticuatro horas desde Colorado y los refugios bajo tierra cerca de Los Angeles, se habían producido dos suicidios. Casi el diez por ciento de su población. Ambas eran mujeres. Ya sólo quedaban seis.

Cam no tenía ni idea de cuánta gente sobrevivía al otro lado del valle ni de las consecuencias que había tenido el invierno en ellos, sólo que estaban allí. El grupo de Cam nunca tuvo prismáticos ni una radio, sólo un reproductor portátil de CD de color rojo. Habían intentado imitar el código morse con un espejo de bolsillo y el reflejo de la luz del sol, con la intención de ayudarse unos a otros; pero, aunque se hubiera podido establecer una comunicación, los otros supervivientes no podían hacer nada por ellos más que saludarlos. Ayudarlos a mantenerse cuerdos.

El aislamiento los afligía más cada hora que pasaba. Se habían convertido en una amenaza para ellos mismos, el ambiente estaba crispado por la impotencia, la tensión y la desconfianza. El hambre y la culpa eran despiadadas.

Tal vez a todos los corroía la misma idea.

—Me pregunto qué han comido —dijo Sawyer.

Jorgensen fue fácil. Su pierna renqueante lo convertía en un completo inútil. Se cayó por el hueco de una escalera mientras revolvían en el hotel de la estación de esquí en busca de aislantes y más tornillos, torpes por el cansancio. Llevaban días ajetreados porque se avecinaban las primeras nieves. Podrían haberlo abandonado allí, pero decidieron hacerse los héroes, dejar la mayor parte de lo que habían reunido y llevarlo de vuelta. Cam ni siquiera recordaba haberlo discutido. Resultaba extraño, terrible y cómico al pensar en lo que le hicieron al cabo de seis semanas.

Pero necesitaban ser héroes.

Todas las personas de aquella montaña habían dejado familia y amigos atrás, en aquella ascensión demencial para lograr situarse por encima del mar invisible de nanotecnología.

El haz de luz se desvaneció en el techo que dibujaban las copas de los pinos. El pinar era demasiado pequeño para considerarlo un bosque, por lo que reapareció enseguida. La vegetación menguaba de manera espectacular más abajo de su cima, se iba reduciendo en franjas muy visibles de árboles, arbustos y finalmente resistentes hierbajos con flores. No había aire, agua ni suelo suficiente. Los escasos pinos y abetos esparcidos por encima del límite de la vegetación arbórea eran casi indiscernibles, todos inclinados, retorcidos y maltratados por el viento y la nieve.

El inquieto rayo de luz volvió a desaparecer tras una elevación. Pasó un minuto. Cinco. Cam había subido hasta allí en repetidas ocasiones e intentó imaginárselo. No había zanjas ni rampas, nada que retrasara a aquel hombre.

—Está aminorando la marcha —dijo Sawyer.

—Vamos. —Cam se adentró en la noche con su amigo, y Jim Price murmuró algo. Algunos se rieron. Sawyer se detuvo y miró atrás, pero Cam le dio una palmada en el hombro. Manny había dejado la fogata para seguirlos, y aquello bastó para hacer que Sawyer volviera a caminar.

Los tres se aventuraron por un amplio barranco poco profundo que formaba un embudo natural hacia su cima. Era el acceso más fácil. Discurría por una serie de salientes de granito y riscos de antigua lava de basalto que se desprendían. Cam se movía con seguridad por las rocas y la tierra compacta. Se sentía como si tuviera más resistencia física. Miraba a derecha e izquierda para aprovechar al máximo la visión periférica, así que las rocas que se desprendían sólo le aplastaron los dedos de los pies una vez.

Una ardilla listada chilló y todos se quedaron petrificados, a la escucha. Aquel extraño sonido no se repitió.

Los saltamontes no paraban de cantar.

Encontraron asiento en la base de un irregular pináculo de lava que creían haber identificado en el mejor mapa topográfico del que disponían. Según ese mapa se hallaba a tres mil cien metros. Las fluctuaciones normales de la presión atmosférica hacían que la barrera cambiara a diario, cada hora, y lo único sensato era reducir al máximo su exposición.

—Tal vez tenga una manera de parar esto —dijo Cam.

—No se sacan nanoclaves de los escombros. —Sawyer rara vez hablaba de quién había sido, a quién y qué había perdido, pero argumentó como un ingeniero durante la construcción de las cabañas y señaló problemas de drenaje y de cimentación—. Aunque allí hubiera alguien que supiera lo que hace, dudo mucho que dispongan del equipo adecuado.

—Tal vez lo trajeron al principio.

—Si tuviera un nano de defensa que funcionara como un anticuerpo en los seres humanos, habría parado a pasar la noche como tú dijiste... Y la única alternativa es el ataque, construir un cazador asesino que salga al mundo y engulla a todos los pequeños cabrones que nos están devorando.

Cam se dio la vuelta en la oscura ladera para mirarlo.

Sawyer miraba al suelo en vez buscar abajo.

—Ese loco hijo de puta no tendría que cargar un arma así hasta aquí, sólo soltarla —dijo.

Manny se puso en pie.

—Ahí está.

Un rayo de luz irrumpió por encima de las rocas achatadas y la maleza esquelética, a poco más de doscientos metros.

—¡Ehhh! —gritó Manny—. ¡Ehhh!

Los saltamontes enmudecieron un momento, luego volvieron a cantar a coro. Cric, cric, cric. Aquel ruido enloquecedor parecía ir sincronizado con el latido del corazón de Cam, que interrumpió sus pensamientos. Esos bichos parecían un mar cada día más alto, triunfante, imparable.

Manny se puso a bailar, cargando todo el peso sobre el pie sano.

—¡Eh! ¡Eh! —El chico agitó los brazos como si quisiera hender la oscuridad.

—¡Eh, aquí! —Cam no pretendía ponerse a gritar, pero le salió la voz de golpe. Le escocían los ojos de contener las lágrimas, y casi se ahoga al volverse hacia Sawyer—. Dijiste que un equipo de submarinismo podría ser una protección.

—Claro. —La sombra alargada del rostro de Sawyer se dividió en una sonrisa—. Hay muchas tiendas de submarinismo en la montaña...

—Sólo quería decir... —Cam se volvió hacia la ladera de nuevo para ocultar el rostro mientras una gruesa gota fría caía y surcaba su piel hasta adentrarse en su barba—. A lo mejor tiene aire embotellado, eso podría funcionar.

—Tienes razón. Excepto por los ojos, las heridas abiertas, las picaduras...

Cam se tocó sin querer las ampollas que todavía se le estaban curando en la nariz. Le picaba el cuerpo de los cientos de pequeñas heridas que tenía, sobre todo las manos.

Cada corte, cada respiración, era una puerta abierta a los nanos.

—Da igual —dijo Sawyer—. Aunque trajera aquí arriba un camión con aire suficiente para todos, no serviría de nada.

De los pocos hechos conocidos, lo único seguro era que la plaga de nanos se desató en California. Más concretamente en Cal Berkeley, San José, en el garaje de alguien, y no había habido tiempo para muchos avisos. De lo contrario, su cima habría estado muy abarrotada.

Lo último que habían oído era que en Colorado había catorce millones de refugiados, disturbios por la comida, y cierta falta de honestidad por parte de los soldados de las fuerzas aéreas, que llevaban armas automáticas.

Colorado tenía que salir adelante. Las Montañas Rocosas ofrecían cientos de kilómetros cuadrados de altitud segura, algunas ciudades, ranchos, estaciones de esquí, instalaciones del parque nacional. Muchas zonas aún tenían energía que obtenían de las plantas hidroeléctricas, y por debajo de la barrera había docenas de ciudades grandes, e incluso pequeñas, fáciles de saquear. Otros lugares de altura parecida, como los Alpes y los Andes, mantendrían viva a la raza humana.

Existía un futuro, pero Cam no se consideraba parte de él. A menos que su grupo tuviera una suerte increíble con la caza durante todo el verano y el otoño, él y Sawyer habían calculado que la única manera de sobrevivir otro invierno sería desmantelar la otra cabaña para usarla como combustible y matar y congelar a casi todos los demás justo tras la primera nevada.

2

Cam oyó respirar al recién llegado casi a la vez que les llegaba el crujido de sus pasos. Aquel hombre parecía un lobo torturado. Se apiñaron como niños. Ni siquiera Manny gritó, y Cam se dio cuenta de que los saltamontes habían enmudecido de nuevo.

El desconocido estuvo a punto de pasar entre ellos sin darse cuenta.

Clavó la linterna en los ojos de Cam, duros como diamantes. Luego se detuvo, entre jadeos, y se apoyó en una rodilla. De un manotazo se apartó el pañuelo y las gafas de esquiar de la cara y los ojos.

—Por favor, agua —susurró.

Se aglomeraron a su alrededor, murmurando, lo ayudaron a levantarse y lo llevaron hacia la fogata. Cam agarró la linterna, un tubito pesado y suave al tacto. El metal estaba caliente por la mano del extraño. La linterna parecía mágica, como si trasmitiera fuerza. Cam advirtió que aquel hombre llevaba una ridicula parka de color rosa forrada de piel y una pequeña riñonera, como si fuera una anciana rica de paseo. ¿Había elegido esa parka por la visibilidad o a la gente del otro lado del valle le faltaba ropa de invierno decente?

—Agua —repitió, pero no se la llevaban.

Era absurdo.

El hombre sufrió espasmos antes de llegar a la fogata, trató de resistirse, entre gemidos, e intentó agarrarse los pantalones. Ellos no lo entendieron y el pobre desgraciado se cagó encima.

Manny soltó un grito, «¡Aaaah!», fue un ruido agudo, como el de un pájaro atrapado en una red. Cam observó los ojos brillantes de Sawyer en la oscuridad. A pesar de la rudimentaria protección que eran las gafas de esquiar y el pañuelo, hasta que el hombre manifestó los síntomas aún tenían la esperanza de que les trajera dosis de un nano de nueva generación que sirviera de vacuna y protegiera sus cuerpos. Pero estaba infectado.

Sólo sabían lo que habían oído de Colorado y lo que les habían enseñado sus propias experiencias. Sawyer tenía la teoría de que la nanotecnología era un prototipo médico, por lo tanto pensado para funcionar en el interior de un cuerpo. Los demás insistían en que debía de ser un arma.

Daba igual.

Lo importante era que los nanos se destruían en alturas elevadas, ya fuera por un error de diseño o un fusible hipobárico pensado a propósito.

Daba igual.

Aquellas máquinas microscópicas estaban basadas en el carbono y se alimentaban de los organismos de sangre caliente para mejorar su rendimiento.

Como un supervirus, se propagaban tanto por los fluidos corporales como por el aire. Como esporas, parecían capaces de hibernar fuera de un cuerpo anfitrión en cualquier parte, excepto en la escasa atmósfera de las cumbres. La plaga de máquinas se había multiplicado de forma exponencial hasta que la mayor parte del planeta se quedó sin mamíferos ni aves.

Si eran inhalados por humanos o animales, los nanos inertes se introducían en la corriente sanguínea antes de volver a despertar, y tendían a aglomerarse en las extremidades. Si conseguían entrar en un cuerpo abriendo brechas en la piel, por lo general dichas infecciones se mantenían localizadas... pero sólo al principio. Incluso la más mínima contaminación se multiplicaba, se extendía y se reproducía. Una y otra vez. El cuerpo se curaba si no sufría demasiados daños. Por eso ellos habían logrado adentrarse en el mar invisible de nanos y saquear el centro turístico cercano, así como un pueblo de cabañas y unos apartamentos que había más abajo, en el valle. Sin embargo, si uno se debilitaba demasiado, ya no había marcha atrás.

Casi igual de terrible era que, al alcanzar la seguridad de una cumbre, el cuerpo, ya exhausto por los calambres, las náuseas, las migrañas, incluso hemorragias y diarreas, se viera afectado por miles o millones de nanos muertos que obstruían la corriente sanguínea. Cam había visto a una mujer caer fulminada por un derrame cerebral, además de tres paros cardíacos y un desprendimiento de retina. Y nunca había conocido a nadie que aguantara por debajo de la barrera más de seis horas.

El desconocido debía de llevar por debajo de los tres mil metros la mayor parte del día, corriendo y ascendiendo. Parecía a punto de perder el sentido, arrastraba las botas cuando lo sostuvieron y lo acompañaron.

Había comido bien. Estaba blando en sitios donde ellos sólo eran huesos, como las caderas o las costillas.

Bajo el penetrante rayo blanco de la linterna, Cam vio que el hombre tenía el cuello y las manos acribillados a ampollas, mucha sangre y cosas peores. Un repentino tono ceniciento tiñó el rostro de Cam. Tal vez fueran imaginaciones suyas. Por desgracia, su nivel de conocimientos médicos era patético. Ya no tenían ni lo más básico, como desinfectante o aspirinas. Cam tenía formación de primeros auxilios, requisito imprescindible para formar parte de la patrulla de seguridad de la estación, y durante el lento invierno había enseñado a todos los que estaban interesados, pero nadie estaba preparado para abrir a alguien y detener una hemorragia interna. Si aquel forastero estaba tan mal, su supervivencia era cuestión de suerte.

Cam esperaba que viviera lo suficiente para explicar por qué había ido hasta allí. Por lo menos merecía cumplir su misión.

Los demás se aglomeraron cerca de la fogata. Price gritó un saludo formal, era obvio que lo había ensayado.

—¡Todo este tiempo hemos estado solos! ¡Todo este tiempo esperando! —Aquel idiota escandaloso había sido un promotor inmobiliario con muchas propiedades de alquiler en la zona, y si destacaba en algo era en pronunciar discursos.

—Deja descansar al hombre —dijo Cam, y Price enseguida agarró al recién llegado del codo y lo atrajo hacia sí.

—Sí —dijo Price—. ¡Sí, puedes quedarte con mi cama!

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