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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Autoayuda, Ciencia

La práctica de la Inteligencia Emocional (10 page)

BOOK: La práctica de la Inteligencia Emocional
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La insociabilidad de la informática: La incapacidad aprendida

«Las personas que trabajan en el campo de la tecnología informática —me comentaba un ejecutivo de Hitachi Data Systems poseen un elevado nivel de destreza técnica pero carecen de competencias interpersonales como la empatía y las capacidades sociales. Las anécdotas que se cuentan en nuestra industria revelan que la gente que trabaja en este sector no suele llevarse especialmente bien con quienes trabajan en otras secciones.»

Antes creía que estos comentarios reflejaban una especie de prejuicio cultural, un estereotipo negativo de la "insociabilidad informática", una creencia en la que subyacía la suposición de que la inteligencia emocional y el CI son capacidades fundamentalmente independientes.

Pero un amigo de la facultad que hoy en día trabaja en el MIT me sugirió que, en el extremo superior de la escala del CI, solemos tropezar con una ostensible falta de habilidades sociales, algo que Stephen Rosen, físico teórico y director de un proyecto científico que estudia las razones del fracaso de las carreras de algunos científicos, denomina
"incapacidad aprendida"."
«Cuanto más inteligentes son —prosigue Rosen— mayor es también su incompetencia emocional y social. Es como si el músculo intelectual se hubiera fortalecido a expensas de los músculos de las competencias personal y social.»

El dominio de las habilidades técnicas exige largas horas de trabajo en soledad, que frecuentemente comienzan en torno a la temprana edad de diez años, un período de la vida en el que las personas normales aprenden, gracias a la interacción con los amigos, habilidades sociales indispensables. En este sentido, la elección de oficio también desempeña un papel muy importante. Es por ello por lo que las personas que se sienten atraídas hacia campos que exigen un alto nivel de esfuerzo cognitivo —como la informática o la ingeniería, por ejemplo—, lo hacen «en parte, porque uno no tiene que relacionarse con sus emociones», señala Robert E. Kelley, psicólogo de la Carnegie—Mellon University. «Éste es uno de los motivos por el que las personas ariscas se sienten atraídas por campos como la ingeniería, en donde uno puede ser muy huraño y estar dotado de muy pocas habilidades sociales con tal de que, desde un punto de vista exclusivamente intelectual, cumpla adecuadamente con su cometido.»

Pero esto no significa, obviamente, que todos los científicos con un elevado CI sean unos incompetentes sociales sino tan sólo que las habilidades propias de la inteligencia emocional rendirán un provecho considerable, especialmente en un tipo de profesión donde la cantidad de jefes sobresalientes —es decir, de gente que posea una elevada formación científica y una alta competencia social— es relativamente escasa.

Un inusual estudio llevado a cabo en Berkeley en los años cincuenta sometió a ochenta estudiantes de doctorado a una batería de tests de CI y de personalidad, así como a una serie de entrevistas con psicólogos que trataban de valorarles en aspectos tales como la madurez, el equilibrio emocional, la sinceridad y la eficacia interpersonal.

Cuarenta años más tarde, cuando aquellos estudiantes alcanzaron la edad de sesenta años, se vieron sometidos a una nueva evaluación. El seguimiento llevado a cabo en 1994 estimaba el éxito en la carrera de cada persona según los informes y valoraciones realizadas por expertos en su propio campo y fuentes tales como American Men and Women of Science. El estudio demostró que las habilidades propias de la inteligencia emocional eran cuatro veces más importantes que el CI a la hora de determinar el prestigio y el éxito profesional, hasta en dominios estrictamente científicos.

Como comentaba un ingeniero que trabajó en Exxon: «/a
diferencia no radicaba tanto en su historial académico —porque todos habían sido estudiantes sobresalientes— como en cualidades personales tales como la perseverancia, la capacidad de encontrar un mentor adecuado o estar siempre dispuestos a trabajar más duro y a invertir más tiempo de la cuenta».
O como dijo Ernest O. Lawrence, el premio Nobel que fundó en Berkeley los laboratorios que llevan su nombre: «en
el campo de la ciencia, la excelencia no radica tanto en la experiencia técnica como en el carácter».

Se buscan técnicos apasionados e intuitivos

Todas estas evidencias han espoleado a las universidades a asegurarse de que los nuevos ingenieros y científicos que accedan al mundo laboral sean más competentes en el campo de la inteligencia emocional. En opinión de Phil Weilerstein, director de la National Collegiate Inventors and Innovators: «Los ingenieros del futuro necesitarán algo más que sentarse en un despacho tranquilo de General Dynamics y diseñar el plano de un motor, que es lo que se les ha enseñado hasta la fecha; deberán
ser lo bastante ágiles como para cambiar de trabajo cada tres, cuatro o cinco años; deberán saber la forma de desarrollar y llevar a la práctica sus ideas en equipo, saber vender sus ideas, aceptar las críticas y la experiencia de los demás; necesitarán, en suma, saber adaptarse.
Hasta el momento, la formación de los ingenieros ha ignorado esta clase de habilidades pero ya no puede seguir permitiéndose ese lujo».

Como me decía John Seely Brown, director de I+Dde Xerox Corporation, en Silicon Valley: «La gente suele asombrarse cuando les cuento la forma como contratamos a las personas más eficaces.
En todos los años que llevo aquí, nunca he mirado el historial universitario de nadie porque las dos competencias que más valoramos son la intuición y el entusiasmo. Buscamos personas atrevidas, osadas, pero que, al mismo tiempo, se sientan seguras de sí mismas».

¿Pero qué significa, en lo que respecta a la inteligencia emocional, ser intuitivo, apasionado, osado y, al mismo tiempo, seguro? ¿Cuáles son las capacidades humanas que más importan para el desempeño eficaz de nuestro trabajo?

Para responder con precisión a estas cuestiones, deberemos dar un paso más allá en nuestro camino e investigar cuál es el significado de la inteligencia emocional en el mundo del trabajo.

PARTE II:

EL DOMINIO DE UNO MISMO

4
LA BRÚJULA INTERNA

En cierta ocasión, un buen amigo, médico de profesión, recibió la propuesta de dejar su consulta privada e invertir 100.000 dólares en un centro de salud en el que se encargaría de la dirección médica. Y la propuesta parecía muy prometedora porque el beneficio estimado al cabo de los tres años sería de unos cuatro millones de dólares.

De modo que no pudo resistirse a la tentación de un espacio en el que la gente recuperara la salud mientras disfrutaba de unas vacaciones, combinado con la posibilidad de obtener unos interesantes beneficios económicos. Así fue como mi amigo traspasó su consulta, invirtió en el proyecto y se convirtió en su director médico. Pero no tardó mucho tiempo en darse cuenta de que no había ningún proyecto médico que dirigir y acabó malgastando su tiempo tratando de vender participaciones en el negocio.

Cierto día, mientras estaba dirigiéndose hacia su nuevo trabajo, se descubrió súbitamente golpeando el salpicadero del coche y gritando: «¡Ya no puedo más! ¡Ya no puedo seguir haciendo esto!». Inmediatamente se detuvo, se tomó unos momentos para tranquilizarse y reemprendió el camino hacia el trabajo.

Un año después la sociedad quebró y, con ella, también lo hizo mi amigo.

Hoy en día admite que desde el mismo comienzo tenía la sensación visceral de que algo no iba bien, de que el proyecto era demasiado optimista y de que tenía más que ver con el negocio inmobiliario que con la medicina preventiva. Pero el hecho es que en aquella época mi amigo anhelaba un cambio y los incentivos financieros parecían tan prometedores que acabó aparcando sus dudas, cosa de la que más tarde terminó arrepintiéndose.

Es muy frecuente que la vida nos obligue a tomar decisiones arriesgadas, decisiones que nunca son tan claras como los modelos del tipo «si esto, entonces aquello» que se nos enseñan en los cursos de análisis de riesgos y toma de decisiones, en donde se insiste en el modo de afrontar las decisiones cotidianas que tenemos que adoptar en nuestro entorno laboral como, por ejemplo, qué persona debe ascender, con qué empresa debemos fusionarnos, qué estrategia de mercado debemos adoptar o si tenemos que aceptar la oferta de algún negocio. Cuando se trata de tomar decisiones de este tipo, las sensaciones viscerales —la sensación profunda acerca de lo que está bien y lo que está mal— pueden brindarnos una información fundamental que no debemos ignorar, a menos que queramos arrepentimos más tarde o más temprano.

Más allá de los pros y los contras

En teoría, el negocio que aceptó mi amigo parecía inmejorable, pero cuestiones mucho más intangibles que las financieras —como la integridad y las capacidades de las personas con las que iba a asociarse— resultaron mucho más importantes. Y aunque no resulte fácil cuantificar estos aspectos, todos disponemos de una inmensa cantidad de "datos" relevantes en forma de corazonadas, y es bastante frecuente —como le ocurrió a mi amigo— que las ignoremos en nuestro propio perjuicio.

De los sesenta hombres de negocios con éxito vinculados a empresas con ingresos que iban desde los dos hasta los cuatrocientos millones de dólares, sólo hubo uno que admitió actuar ateniéndose a los métodos clásicos de toma de decisiones y, aun así, añadió que, para tomar la decisión final recurría a la intuición. El resto de este grupo de empresarios utilizaba sus sentimientos para confirmar (o refutar) el análisis racional o bien dejaba que sus emociones les guiaran desde el comienzo y después buscaban datos y razones que les permitiesen sostener su presentimiento visceral.

En opinión de uno de ellos: «el primer paso siempre es muy consciente, muy deliberado y muy analítico... pero, al mismo tiempo, no debemos desdeñar el aspecto emocional porque ambos son igualmente necesarios».

Otro empresario subrayó la falacia que implica el hecho de tratar de tomar decisiones exclusivamente racionales, algo que él mismo denominaba «el parche de la teoría» ya que, en su opinión, «
cuando uno actúa de ese modo y trata de ser completamente objetivo... sólo puede contar con un puñado de frías estadísticas. Pero, internamente, es como si hubiera otro tipo de criterio que sopesara todos los datos... y ese criterio tiene que ver con los sentimientos.
A veces el cerebro dice algo así como "Bien, esto va a molestar a mucha gente" y, sin embargo, hay un sexto sentido que me dice: "pero, a pesar de todo, creo que es lo más correcto". Y yo he tenido que aprender a confiar en ello».

La fuente de la sensación visceral

La capacidad de percibir este tipo de sensaciones subjetivas tiene un origen evolutivo. Las regiones cerebrales implicadas en las sensaciones viscerales son mucho más antiguas que las delgadas capas del neocortex, el centro del pensamiento racional que se halla situado en la parte superior del cerebro. Los presentimientos, por su parte, se asientan en una región mucho más profunda, en los centros emocionales que rodean el tallo cerebral y, más en particular, en la anatomía y ramificaciones nerviosas de una estructura en forma de almendra denominada "amígdala". Esta red de conexiones —a la que a veces se la conoce con el nombre de "amígdala extendida"— llega hasta el centro ejecutivo del cerebro situado en los lóbulos prefrontales.

El cerebro almacena los diferentes aspectos de una experiencia en distintas regiones cerebrales (la fuente de la memoria está codificada en una zona, las imágenes en otra, los sonidos en una tercera etcétera) y
la amígdala, por su parte, es el lugar en el que se almacenan las emociones que nos suscita una determinada experiencia.
De este modo, toda experiencia que haya despertado en nosotros una determinada reacción emocional —por más sutil que ésta sea— parece quedar codificada en la amígdala.

Así pues, en tanto que almacén de todos los sentimientos ligados a nuestras experiencias, la amígdala nos bombardea de continuo con este tipo de información, de modo que, siempre que aparezca alguna preferencia —ya sea la de pedir
risotto
en lugar de lubina o la sensación de que debemos renunciar a participaren un negocio—, nos hallamos invariablemente ante un mensaje de la amígdala. Del mismo modo, los circuitos nerviosos ligados a la amígdala — especialmente los nervios conectados con las visceras— nos proporcionan una respuesta somática —una "sensación visceral"— de la decisión que debemos tomar.

Como ocurre con el resto de elementos de la inteligencia emocional, esta capacidad va consolidándose a medida que acumulamos nuevas experiencias. Como decía un empresario de éxito que participaba en una investigación realizada en la Universidad de California del Sur:
«Haypersonas que tienen esa sensación cenestésica... Y creo que los jóvenes tienen menos intuiciones que los adultos debido a su menor acumulo de experiencias...
Es como si su estómago les dijera algo y se produjese una reacción química en el cuerpo, espoleada por la mente, que tensase los músculos de la región abdominal, como si su estómago dijera: "Hummm, esto no me parece bien"».

La expresión clásicamente utilizada para referirse a este tipo de sensibilidad que nos orienta es la de sabiduría y, como podremos comprobar, la gente que ignora o desdeña los mensajes procedentes de este almacén vital suele terminar lamentándolo.

El abogado que no podía tomar decisiones

Antonio Damasio, neurólogo de la Universidad de lowa, tuvo un paciente que era un brillante abogado al que hacía pocos años se le había diagnosticado un pequeño tumor en los lóbulos prefrontales. La intervención quirúrgica destinada a solucionar el problema resulto todo un éxito, salvo que el cirujano seccionó accidentalmente las conexiones nerviosas que conectaban los lóbulos prefrontales con la amígdala, un hecho cuyas consecuencias fueron tan sorprendentes como trágicas porque, si bien no parecía experimentar ninguna deficiencia cognitiva, no sólo era incapaz de seguir desempeñado su trabajo sino que acabó abandonándolo, divorciándose e incluso perdiendo su casa.

En un determinado momento, el abogado solicitó la ayuda de Damasio, que se quedó desconcertado al descubrir que, según los primeros exámenes neurológicos realizados, todo parecía perfectamente normal. Pero cierto día se dio cuenta de que, al formular al paciente la sencilla pregunta: «¿cuándo tendremos nuestra próxima cita?», su paciente se perdía en todo lujo de detalles acerca de los pros y contras que tenía cada una de las posibles horas en que podían concertar la cita durante las dos próximas semanas, sin poder llegar a decidir cuál sería el momento más adecuado.

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