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Authors: Oriana Fallaci

Tags: #Ensayo, Política

La rabia y el orgullo (6 page)

BOOK: La rabia y el orgullo
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Estoy diciendo que América es un país especial, amigo mío. Un país que a mi juicio tenemos que envidiar, del que sentirse celosos, por razone totalmente extrañas a su riqueza, a su poder, etcétera. ¿Sabes por qué? Porque nació de una necesidad del alma, la necesidad de tener una patria, y de la idea más sublime que los hombres hayan jamás concebido: la idea de Libertad desposada con la idea de Igualdad. Además porque cuando ocurrió eso la idea de Libertad no estaba de moda. Y menos aún la idea de Igualdad. Sólo algunos filósofos llamados los Ilustrados, los Iluministas, hablaban de esas cosas. Sólo en un enorme libro publicado por entregas y titulado
l’Encyclopédie
se encontraban estos conceptos. Y aparte de los príncipes y los señores que tenían dinero para comprar el enorme libro o los libros que lo habían inspirado, ¿quién sabía algo del movimiento cultural Iluminismo, Ilustración? Aparte de los intelectuales y los soñadores, los utopistas, ¿quién sospechaba que ciertas extravagancias pudiesen materializarse? Ni siquiera los revolucionarios franceses, visto que la Revolución Americana estalló en 1776 pero comenzó a gestarse en 1774 y la Revolución Francesa se inició en 1789, es decir, quince años después. (Detalle, ése, que los antiamericanos y particularmente los antiamericanos del bien-a-los-americanos-les-está-bien siempre fingen olvidar o ignorar). América es un país especial, un país que tenemos que envidiar, también porque la idea de libertad desposada con la idea de igualdad fue comprendida por campesinos casi siempre analfabetos o en cualquier caso incultos. Los campesinos de las trece colonias americanas. Y porque el matrimonio fue materializado por un pequeño grupo de líderes extraordinarios, hombres de gran cultura y de gran calidad. The Founding Fathers, los Padres Fundadores. ¡Bendito Dios! ¿Sabes quienes eran los Padres Fundadores, los Benjamin Franklin, los Thomas Jefferson, los Thomas Paine, los John Adams, los George Washington, etcétera? No eran, no, los abogaduchos (como los llamaba Vittorio Alfieri) de la Revolución Francesa No eran, no, los siniestros e histéricos verdugos del Terror: los Marat, los Dan ton, los Desmoulins, los Saint-Just, los Robespierre. Eran hidalgos de verdad, doctos que conocían el griego y el latín como nuestros profesores de griego y latín (suponiendo que aún quede alguno) no lo conocerán jamás. Que en griego habían leído a Aristóteles y Platón, que en latín habían leído a Séneca y Cicerón, que los principios de la democracia antigua los habían estudiado más que los marxistas de mi tiempo habían estudiado la teoría de la plusvalía. (Admitiendo que los marxistas la hubiesen estudiado en serio…). Jefferson sabía también italiano. (Que llamaba «toscano»). En italiano leía y escribía con bravura y soltura. No casualmente, junto a los dos mil retoños de vid y los mil retoños de olivo y a los pentagramas que en Virginia escaseaban, en 1774 el médico florentino Filippo Mazzer le había traído varios ejemplares de un libro italiano escrito por un tal Cesare Beccaria,
De los delitos y las penas.
En cuanto al autodidacta Benjamin Franklin, era un genio. Científico, matemático, impresor, editor, escritor, periodista, político, inventor… En 1752 había descubierto la naturaleza eléctrica del rayo e inventado el pararrayos. Disculpa si te parece poco. Y fue con estos líderes extraordinarios, estos hombres de gran cultura y gran calidad, que en 1776, mejor dicho en 1774, aquellos campesinos analfabetos o de cualquier modo incultos se rebelaron contra Inglaterra. Hicieron la guerra de Independencia, la Revolución Americana.

La hicieron, pese a los fusiles y a los muertos que cada guerra comporta, sin los ríos de sangre de la futura Revolución Francesa. La hicieron sin la guillotina, sin las masacres de La Vandéa y de Lyon y de Toulon o de Burdeos. La hicieron con un papel que junto a la necesidad del alma, a la necesidad de haber una patria, sintetizaba la idea sublime de la libertad desposada con la igualdad: la Declaración de Independencia. «We hold these Truths to be self-evident… Nosotros consideramos evidentes estas verdades. Que todos los Hombres son iguales. Que todos están dotados por el Creador de ciertos Derechos inalienables. Que entre estos derechos está el derecho a la Vida, a la Libertad, a la Búsqueda de la Felicidad. Que para asegurar estos Derechos los Hombres deben instituir los gobiernos…». Y ese papel que desde la Revolución Francesa en adelante todos hemos copiado bien o mal, o en el que todos nos hemos inspirado, es todavía la espina dorsal de América. La linfa vital de esta nación. ¿Sabes por qué? Porque convierte a los súbditos en ciudadanos. Porque transforma a la plebe en Pueblo. Porque la invita, mejor, le ordena rebelarse contra la tiranía y gobernarse. Expresar su propia individualidad, buscar su propia felicidad. (Lo que para un pobre, para un plebeyo, significa sobre todo enriquecerse). Todo lo contrario, en suma, de lo que hacía el comunismo prohibiendo a la gente el derecho a rebelarse, gobernarse, expresarse, enriquecerse. Y colocando a Su Majestad el Estado en el lugar de los reyes. «El comunismo es un régimen monárquico. Una monarquía de viejo estilo», decía mi padre. «En cuanto tal, corta los cojones a los hombres. Y cuando a un hombre le cortan los cojones, un hombre no es más un hombre». Decía también que en lugar de redimir a la plebe el comunismo convertía a todos en plebe. Los convertía a todos en muertos de hambre.

Bien: en mi opinión América redime, rescata, a la plebe. Caramba, son todos plebeyos en América. Blancos, negros, amarillos, marrones, violetas. Estúpidos, inteligentes, pobres, ricos… Aun los más plebeyos son casi siempre más ricos. ¡En la mayoría de los casos, ciertos rústicos…! Hasta un ciego sordomudo se da súbito cuenta de que nunca han leído «Las buenas crianzas» de Monseñor de la Casa, nunca han tenido experiencia de refinamiento y buen gusto y sofisticación. A pesar del dinero que derrochan en la ropa son tan poco elegantes que a su lado la reina de Inglaterra parece chic. Pero están redimidos, Dios. Están rescatados. Y en este mundo no hay nada más fuerte, más poderoso, más inexorable, que la plebe redimida. La Plebe Rescatada. Acabas siempre por romperte los cuernos con la plebe redimida, la plebe rescatada. Y con América todos se han roto los cuernos. Todos. Ingleses, alemanes, mexicanos, rusos, nazis, fascistas, comunistas… Al final se les han roto también a los comunistas vietnamitas. Para insertarse en la economía mundial tienen que pactar con los americanos, y cuando el ex presidente Clinton fue a Hanoi tocaron el cielo, se prodigaron en diez mil reverencias. «Welcome, Monsieur le Président, welcome! Hagamos business con América, yes? Boku money, mucho dinero, yes?». El problema es que los hijos de Alá no son vietnamitas. Y con los hijos de Alá el conflicto será duro. Muy largo, muy difícil, muy duro. A menos que el resto de Occidente, es decir, Europa, apague su miedo y razone un poco y eche una mano. El Papa incluido.

(Y aquí permítame una pregunta, Santísimo Padre. ¿De verdad, hace tiempo, Usted pidió a los hijos de Alá que perdonasen las Cruzadas emprendidas por sus predecesores para conquistar el Santo Sepulcro? ¿Ah, sí? Bueno… ¿Y ellos nunca Le han pedido perdón por haberlo robado a los cristianos? ¿Nunca le han pedido perdón por haber dominado durante más de siete siglos la catolicísima Península Ibérica, invadido y usurpado todo Portugal y tres cuartas partes de España, perseguido al pueblo, desnaturalizado sus costumbres y sus idiomas, así que si en 1482 Isabel de Castilla y Fernando de Aragón no hubiesen tomado cartas en el asunto, hoy en España y Portugal se hablaría todavía árabe? ¿Se llevaría todavía el turbante y el burkah y el chador, se bebería solamente agua? Me gustaría una respuesta, Santísimo Padre, porque conmigo nunca se disculparon por los crímenes que hasta principios del siglo XIX cometieron a lo largo de las costas de Toscana, o sea del mar Tirreno donde secuestraban a mis abuelos pescadores, les ponían cadenas en los pies y en las muñecas y en el cuello, los conducían a Argelia o a Túnez o a Marruecos o a Turquía, los vendían en los bazares, los tenían como esclavos, y les cortaban la garganta si intentaban escapar. ¡Por Dios, Santidad! Usted ha trabajado tanto para que cayera el comunismo y la Unión Soviética. Mi generación, una generación que ha vivido toda la vida en el terror de la Tercera Guerra Mundial, debe agradecerle también a Usted el milagro que nadie habría creído que pudiera suceder: una Europa libre del yugo del comunismo, una Rusia que espera entrar en la OTAN, una Leningrado que de nuevo se llama San Petersburgo, un Putin que es el mejor amigo de Bush. Su mejor aliado. ¡¿Y después de haber contribuido a todo esto, ahora le guiña el ojo a quienes son mil veces peores que Stalin, pide perdón a quienes Le robaron el Santo Sepulcro y probablemente quisieran robarle el Vaticano?! Eso ofende la lógica y Su mismo trono, Santidad).

* * *

No estoy hablando, naturalmente, a los buitres que mirando las imágenes de las matanzas ríen a carcajadas y rechinan bien-a-los-americanos-les-está-bien. Estoy hablando a las personas que no siendo estúpidas ni malas se hallan en la prudencia o en la duda. Y a ellas les digo: ¡Despierta, gente despierta! Intimidados como estáis por el miedo de ir a contracorriente o parecer racistas (palabra inapropiada porque como resultará claro el discurso no es sobre una raza, es sobre una religión), no entendéis o no queréis entender que aquí está ocurriendo una Cruzada al Revés. Acostumbrados como estáis al doble juego, cegados como estáis por la miopía, no entendéis o no queréis entender que nos han declarado una guerra de religión. Promovida y fomentada por una facción de aquella religión, puede ser, (¿puede ser?), pero de religión. Una guerra que ellos llaman Yihad: Guerra Santa. Una guerra que puede ser (¿puede ser?) que no aspire a conquistar nuestro territorio, pero mira a la conquista de nuestras almas. A la desaparición de nuestra libertad, de nuestra sociedad, de nuestra civilización. Es decir, al aniquilamiento de nuestra manera de vivir o de morir, de nuestra manera de rezar o no rezar, de pensar o no pensar. De nuestra manera de comer y beber, de vestimos, divertirnos, informarnos… No entendéis o no queréis entender que si no nos oponemos, si no nos defendemos, si no combatimos, la Yihad vencerá. Vencerá y destruirá el mundo que bien o mal hemos logrado construir, cambiar, mejorar, hacer un poco más inteligente. Menos santurrón y tal vez no santurrón del todo. Destruirá en suma nuestra identidad, nuestra cultura, nuestro arte, nuestra ciencia, nuestra moral, nuestros valores, nuestros principios, nuestros placeres… Sí señores: nuestros placeres también. ¿No comprendéis que los Osama bin Laden se creen verdaderamente autorizados a mataros a vosotros y a vuestros hijos porque bebéis vino o cerveza, porque no lleváis la barba larga o el chador o el burkah, porque vais al teatro y al cine, porque escucháis a Mozart y canturreáis una cancioncilla, porque bailáis en las discotecas o en vuestras casas, porque miráis la televisión, porque lleváis minifalda o pantalones cortos, porque en el mar o en la piscina estáis desnudos o casi desnudos, porque jodéis cuando y donde y con quien os da la gana? ¿No os importa ni siquiera eso, tontos? Yo soy atea, gracias a Dios. Racionalmente, por lo tanto irremediablemente atea. Y no tengo alguna intención de ver mi racionalismo, mi ateísmo, ofendido y perseguido y castigado por los nuevos Inquisidores de la Tierra. Por los bárbaros que usan el cerebro sólo para memorizar el Corán. Por los obtusos que rezan cinco veces al día, que cinco veces al día están arrodillados y con el trasero expuesto…

Hace veinte años que lo digo. Veinte. Con una cierta benignidad, no con esta rabia y esta pasión, sobre todo esto escribí hace veinte años un artículo de fondo en tu diario. Era el artículo de una persona acostumbrada a vivir con cualquier tipo de razas y credos. El artículo de una persona acostumbrada a combatir contra cualquier fascismo cualquier intolerancia. De una laica sin tabúes. Pero era también el artículo de una occidental indignada con los occidentales que no olían el hedor de Guerra Santa, y que perdonaban demasiado fácilmente a los futuros Inquisidores de la Tierra. Hice un razonamiento que sonaba más o menos así, hace veinte años: «¿Qué lógica tiene respetar a quien no nos respeta? ¿Qué dignidad tiene defenderla cultura o presunta cultura de aquellos que desprecian la nuestra? Yo defiendo la nuestra, por Dios, y digo que Dante Alighieri me gusta más que Ornar Khayyām». Ayuda, ayuda: se abrieron los cielos. Me pusieron en la picota, me crucificaron. «¡Racista, racista!». Fueron las cigarras, los soi-di-sant progresistas (en aquel tiempo se llamaban comunistas) que me crucificaron. Por lo demás el insulto racista-racista me lo gritaron de igual modo cuando los soviéticos invadieron Afganistán. ¿Recuerdas a los barbudos con sotana y turbante que antes de disparar el mortero o mejor a cada golpe de mortero, berreaban preces al Señor, Allah-akbar, Dios-es-grande, Allah-akbar? Yo los recuerdo bien. Y, a pesar de mi ateísmo, aquel acoplar la palabra Dios al golpe de mortero me daba escalofríos. Horrorizada decía: «Los soviéticos son lo que son. Pero debemos admitir que con esta guerra nos protegen incluso a nosotros. Y se lo agradezco». Ayuda, ayuda: se volvieron a abrir los cielos. «¡Racista, racista!». Cegados por su mala fe, su cinismo, su oportunismo, no querían tampoco considerar las monstruosidades con las que los afganos mataban a los prisioneros soviéticos. A los prisioneros soviéticos les cortaban las piernas y los brazos, ¿recuerdas? El pequeño vicio al que sus correligionarios ya se habían dedicado en el Líbano con los cristianos y los judíos. (Y no hay que asombrarse visto que durante el siglo XIX mutilaban y mataban de la misma manera a los diplomáticos y los embajadores británicos de Kabul. Relee la historia y apunta los nombres, los apellidos, las fechas… A los diplomáticos británicos, a los embajadores, les cortaban también la cabeza. Después, con ella, jugaban al polo. Las piernas y los brazos, en cambio, los exponían en las plazas o los vendían en el bazar). Eh, sí. También de esto rehusaban hablar, las cigarras. ¿Qué les importaba, a los hipócritas, los cobardes, un pobre soldadito ucraniano que yacía en un hospital con las piernas y los brazos cortados? Al contrario, apoyaban a los americanos que atontados por el miedo a la Unión Soviética regalaban armas al heroico-pueblo-afgano. Entrenaban a los barbudos y con los barbudos (Dios los perdone, yo no) un barbudísimo llamado Osama bin Laden. «¡Fuera los rusos de Afganistáaan! ¡Los rusos deben marcharse de Afganistáaan!» era el grito de la extraña alianza comunista-capitalista. Bien. Los rusos se han marchado: ¿contentos? Y de Afganistán los barbudos del barbudísimo Osama bin Laden han llegado a Nueva York con los afeitados sirios, egipcios, iraquíes, libaneses, saudíes, tunecinos, argelinos, palestinos, que formaban la banda de los diecinueve kamikaces del 11 de septiembre: ¿contentos? Y ahora aquí se habla además del próximo ataque que el terrorismo islámico quiere desencadenar con las armas bacteriológicas. Cada noche los telediarios hablan de ántrax y de viruela: las dos plagas más temidas porque son las más fáciles de expandir. Para acrecentar el drama hay un científico de Uzbekistán que hace años escapó de la Unión Soviética para refugiarse en América, y que dice: «Don’t take it easy, no os lo toméis a la ligera. Aunque no se ha desencadenado aún, esta amenaza es la más real de todas. Puede materializarse mañana como dentro de un año o dos o diez. Preparaos». Por consiguiente, y no obstante las lecciones de coraje impartidas por Bobby y por Giuliani, la gente tiembla. ¿Contentos?

BOOK: La rabia y el orgullo
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