Read La rabia y el orgullo Online

Authors: Oriana Fallaci

Tags: #Ensayo, Política

La rabia y el orgullo (8 page)

BOOK: La rabia y el orgullo
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Te ríes, ¿verdad? Te parecen chascarrillos, anécdotas, ¿verdad? Entonces el final de este episodio no te lo cuento: te dejo con la curiosidad de saber si me casé o no con el intérprete. Y para hacerte llorar te cuento la historia de los doce jóvenes impuros (lo que habían hecho de impuro nunca se ha sabido) que terminada la guerra de Bangladesh vi ajusticiar en Dacca. Los ajusticiaron en el estadio de Dacca, a golpes de bayoneta en el tórax y en el vientre, y ante los ojos de veinte mil fieles que desde las tribunas aplaudían en nombre de Alá. «Allah Akbar, Dios es grande, Allah Akbar». Lo sé, lo sé… En el Coliseo los antiguos romanos, esos romanos de los que mi cultura se siente tan orgullosa, se divertían viendo a los cristianos devorados por los leones. Lo sé, lo sé… En todos los países de Europa los católicos, esos católicos a los cuales y aunque de mala gana reconozco la contribución dada a la historia del pensamiento, se divertían viendo quemar a los herejes. Pero ha transcurrido mucho tiempo desde entonces. En ese mucho tiempo nos hemos vuelto un poco más civilizados, y también los hijos de Alá deberían haber comprendido que ciertas cosas ya no se hacen. Después de los doce jóvenes impuros mataron a un muchacho que, para salvar a uno de ellos, su hermano, se arrojó sobre los verdugos. Por-favor-no, por-favor-no. Le aplastaron la cabeza, al muchacho. A fuerza de patadas. Si no me crees, relee mi reportaje o los reportajes de los periodistas franceses y alemanes e ingleses que estaban conmigo. O mejor, mira las fotografías sacadas por uno de ellos. El alemán. De todos modos lo que ahora quiero subrayar es que, concluida la carnicería, los veinte mil fieles (muchas mujeres) abandonaron las tribunas y bajaron al campo. Y no de manera apresurada, desordenada: no De manera ordenada, solemne. Lentamente formaron un cortejo y siempre salmodiando Allah Akbar, Allah Akbar, pasaron sobre los cadáveres. Los redujeron a una alfombra sangrienta de huesos aplastados, los destruyeron como a las Torres de Nueva York.

¡Ah! Podría continuar hasta el infinito con esas historias. Podría contarte cosas que nunca he narrado, que nunca he publicado. Porque, ¿sabes cuál es el problema de la gente como yo, o sea de la gente que ha visto demasiado? Es que en cierto momento uno se acostumbra a las infamias, y al narrarlas le parece masticar cosas ya masticadas. Tediosas. Así las encierras en un cajón privado de la memoria. Sobre las infamias de la poligamia recomendada por el Corán y nunca condenada por las cigarras, por ejemplo, podría contarte lo que me contó, en Karachi, Ali Bhutto: el estadista paquistaní que fue ahorcado por su adversario extremista, el siniestro general Zi. Conocí bien a Ali Bhutto. Para entrevistarlo estuve casi quince días en su casa de Karachi. Y una tarde, sin que se lo pidiese, me contó la historia de su primer matrimonio. Un matrimonio celebrado contra su voluntad cuando tenía menos de trece años. Por esposa, una pariente ya adulta. Me lo contó llorando. Las lágrimas resbalaban hasta sus labios y cada vez las lamía más deprisa. Luego se arrepintió. Me pidió que omitiera los detalles más personales y yo lo hice porque siempre he sentido un gran respeto por la vida privada de la gente. Escuchar sus asuntos personales siempre me ha angustiado. (Recuerdo con qué impulso interrumpí una vez a Golda Meir que, ella también sin que yo la instigara, estaba revelándome detalles de su infeliz vida matrimonial: «¿Golda, está segura de querer contarme ese tipo de cosas?»). Algunos años después, empero, encontré nuevamente a Bhutto. En un hotel de Roma, casualmente. Me llevó a comer, durante la comida me habló de la entrevista ahora publicada también en un libro, y de repente exclamó: «Sabe, me equivoqué al pedirle que omitiera los detalles de mi primer matrimonio. Un día debería escribir la historia completa». Y la historia completa va más allá del chantaje que el niño de trece años había padecido para casarse con la pariente adulta. «Si te portas bien, si consumas el matrimonio, te regalaremos un par de patines». (¿O palos de criquet? No recuerdo bien). E incluye el banquete en el cual por ser mujer, es decir, una criatura inferior, la esposa no pudo participar… Y sobre todo incluye la noche en la que el matrimonio impuesto con el chantaje de los patines o los palos de criquet habría debido ser consumado. «No lo consumamos… Yo era realmente un niño, no sabía cómo empezar y en lugar de ayudarme ella lloraba. Lloraba, lloraba y en consecuencia yo también me puse a llorar. Lloré hasta cansarme, luego me adormecí, y al día siguiente la dejé para ir a estudiar a un colegio inglés. La volví a ver sólo después de mi segundo matrimonio, cuando estaba ya enamorado de mi segunda mujer y… ¿Cómo explicarlo? Yo no soy un cultivador de la castidad: con frecuencia me acusan de ser un mujeriego. Pero con mi primera mujer no tuve hijos… quiero decir: nunca la puse en condiciones de tener hijos… ¿Me explico? A pesar de su gracia y de su belleza el recuerdo de aquella noche me impidió siempre consumar el matrimonio, nunca fui capaz… Y cuando voy a visitarla a la ciudad de Larkana donde vive sola como un perro abandonado y donde morirá sin haber jamás tocado a un hombre porque, si toca a un hombre, comete adulterio y acaba decapitada o lapidada, me avergüenzo de mí mismo y de mi religión. Es una institución abyecta, la poligamia. Es una costumbre despreciable, el matrimonio apañado…». (Aquí está, Bhutto. En cualquier sitio usted se encuentre, y paciencia si no es más que bajo tierra, sepa que ahora su triste historia la he escrito entera).

* * *

Especialmente sobre el desprecio con el cual los musulmanes tratan a las mujeres, tengo ejemplos a porrillo, querido sostenedor de Las-Dos-Culturas… Piensa que en 1973, durante un bombardeo israelí, los fidaynes palestinos de una base secreta en Jordania me encerraron bajo llave dentro de un depósito lleno de explosivos. Luego se refugiaron riendo en un sólido búnker, ¿y sabes por qué? Porque así como la primera esposa de Bhutto no era digna de participar en su banquete nupcial, yo no era digna de refugiarme en un lugar ocupado por hombres. Además porque la idea de encerrarme dentro de un depósito lleno de explosivos y quizá verme saltar en el aire los divertía… (Cuando le conté la historia a Hussein, el rey de Jordania, se enfadó más que un tigre. «¡En mi país, en mi reino, malvados, malvados!», jadeaba. El hecho es que Hussein era un hombre civilizado, y en mi opinión tan musulmán como yo soy católica. Todavía hoy me pregunto si realmente rezaba a Alá…) Pero mis ejemplos no serían suficientes. Comparados con las crueldades que los hijos de Alá infligen a sus mujeres parecen minucias y, para poner en duda tu tesis de Las-Dos-Culturas, quiero hablarte sobre el documental que ayer vi en televisión. Un documental rodado en el Afganistán de los Talibanes por una óptima periodista angloafgana de la cual me impresiona la voz suave y triste, el rostro afligido y decidido, y tan horripilante que me encontré desprevenida a pesar de los titulares: «We warn our spectators. Advertimos a nuestros espectadores. This program contains very disturbing images. Este programa contiene imágenes muy perturbadoras».

¿Lo han dado en Europa? Bueno, lo huyan dado o no, te digo cuáles son las imágenes perturbadoras. Son las que muestran la ejecución de tres mujeres culpables de no se sabe qué. Una ejecución que tiene lugar en la plaza central de Kabul, o mejor en el desolado aparcamiento de la plaza. Y aquí de improviso irrumpe un pequeño camión del cual bajan tres fardos (tres mujeres) embozadas en el maldito sudario llamado burkah. El burkah de la primera mujer es marrón. El de la segunda, blanco. El de la tercera, gris. La mujer del burkah marrón está claramente aterrorizada. Se tambalea, no se tiene en pie. La mujer del burkah blanco camina con paso perdido, como si temiese tropezar y hacerse daño. La mujer del burkah gris, muy pequeña y menuda, camina en cambio con paso seguro y después de algunos metros se detiene. Hace el gesto de sostener a sus compañeras, animarlas, pero un barbudo con sotana y turbante interviene bruscamente y las separa. A empujones las obliga a arrodillarse sobre el asfalto. Todo sucede mientras los transeúntes cruzan la plaza, comen dátiles, bostezan, se meten los dedos en la nariz como si el drama no tuviese nada que ver con ellos. Sólo uno, al fondo, observa con cierta curiosidad o deleite. La ejecución se desarrolla con rapidez. Sin lecturas de sentencia, sin tambores, sin pelotones militares; en suma, sin ceremonias o pretextos de solemnidad. Las tres mujeres apenas se han arrodillado sobre el asfalto cuando el verdugo, él también barbudo con sotana y turbante, aparece de no se sabe dónde con una metralleta la mano derecha. La lleva como si fuese la de la compra. Caminando torpe, aburrido, moviéndose como si repitiese gestos habituales y cotidianos, se dirige hacia ellas que esperan inmóviles y que en esa inmovilidad no parecen seres humanos. Parecen fardos abandonados. Les alcanza por la espalda y sin demora, cogiéndote por sorpresa, dispara a quemarropa en la nuca de la mujer con el burkah marrón que al instante cae sobre su cara. Fulminada. Luego, siempre torpe y aburrido, se desplaza un poco hacia la izquierda y dispara en la nuca de la mujer con el burkah blanco que cae de la misma manera. También sobre su propia cara. Fulminada. Luego, siempre torpe y aburrido, se desplaza un poco más en la misma dirección. Se detiene un momento, se rasca los genitales, dispara en la nuca de la mujer con el burkah gris que en lugar de caer permanece un largo minuto arrodillada y con el busto erguido. Orgullosamente erguido. Al fin se derrumba sobre el flanco y con un último gesto de rebeldía se levanta un borde del burkah para mostrar las piernas. Pero él las cubre tranquilo, imperturbable, y llama a los sepultureros que sin demora agarran los cadáveres por los pies. Dejando sobre el asfalto tres largas hileras de sangre los arrastran como si fueran tres bolsas de basura, y en la pantalla del televisor aparece el ministro de Justicia, señor Wakil Motawakil. (Sí, anoté el nombre. La vida reserva menudo oportunidades imprevisibles y quién sabe… Un día podría encontrármelo en una calle desierta, y antes de matarlo podría sentir el deseo de verificar su identidad. «Are you, es usted, Mister Wakil Motawakil?»).

Es un cerdo de unos treinta o cuarenta años Mister Wakil Motawakil, muy gordo, muy enturbantado, muy bigotudo, y con una estridente voz de castrado. Hablando de las tres mujeres se regodea de contento, temblequea como una montaña de gelatina, y chilla: «This is a very joyful day, este es un día de gran felicidad. Today we gave back peace and security to our city. Hoy hemos restituido la paz y la seguridad de nuestra ciudad». Pero no dice de qué modo las tres mujeres habían quitado paz y seguridad a la ciudad, por qué culpa o delito han sido condenadas y ajusticiadas. ¿Se habían quitado el burkah para sonarse la nariz o para beber un vaso de agua? ¿Habían tal vez desafiado la prohibición de cantar entonando una nana a sus niños? A menos que hubiesen cometido el peor de todos los delitos: reírse. (Sí, señor: reírse. He dicho reírse. ¿No sabíais que en el Afganistán de los Talibanes las mujeres no pueden reírse, que a las mujeres les está también prohibido reírse?). Esas preguntas me ahogan hasta que, desvanecido Wakil Motawakil, en la pantalla del televisor aparece una salita llena de mujeres sin burkah. Muchachas con el rostro descubierto, los brazos desnudos, el traje escotado. Chicas que se hacen bucles, se maquillan los ojos, se pintan los labios, se pintan las uñas de rojo… Y todas se ríen con insolencia, provocación. Así concluyo que ya no estamos en Afganistán, que la joven periodista angloafgana ha regresado a Londres donde quiere consolamos con un final impregnado de esperanza, y respiro aliviada. Liberada. Error. Estamos todavía en Kabul, y la periodista está tan nerviosa que su voz suave suena ronca, estrangulada. Con esa voz ronca, estrangulada, susurra más o menos estas palabras: «Para filmar lo que ustedes ven, mi equipo y yo corremos un gran riesgo. Nos encontramos, de hecho, en uno de los lugares más prohibidos de la ciudad: un sitio clandestino, peligrosísimo. Un símbolo de la Resistencia al régimen de los Talibanes. Una peluquería». Entonces, con un escalofrío, recuerdo el mal que, sin darme cuenta, en 1980 le hice a un iraní de Teherán cuya peluquería «Chez Bashir-Coiffeur pour Dames» había sido cerrada por el gobierno de Jomeini como Lugar de Perdición y de Pecado. Porque, sabiendo que él era mi devoto lector, que coleccionaba mis libros en Farsi, lo llamé y… «Bashir, tengo que lavarme la cabeza y en mi habitación no tengo agua caliente. Por favor, ábreme tu peluquería». Pobre Bashir. Sacando los sellos y dejándome entrar en el local vacío, temblaba como un perro mojado. Decía: «¡Usted no sabe a qué me expone y se expone, Señora! Si alguien nos descubre, yo acabo en la cárcel y usted conmigo». Aquel día nadie nos descubrió. Pero ocho meses después, cuando volví a Teherán, (otra fea historia de la cual nunca he hablado), lo busqué y me dijeron: «¿No sabe? Alguien vio los sellos rotos y habló. Lo arrestaron y está todavía en prisión».

Recuerdo, sí, y comprendo que las tres mujeres de Kabul han sido asesinadas porque fueron a una peluquería. Comprendo que se trataba de tres combatientes, de tres heroínas, y dime: ¿es ésta la cultura a la que te refieres cuando hablas de Contraste-entre-las-Dos-Culturas? Eh, no, señor mío, no. Distraída por mi amor a la Libertad poco antes he dicho que en el mundo hay sitio para todos, que mi madre decía el-mundo-es-hermoso-porque-es-variado: si algunas mujeres son tan estúpidas y aceptan ciertas infamias, peor para ellas. Lo-importante-es-que-ciertas-infamias-no-me-las-impongan-a-mí. Pero he dicho una cosa injusta. Porque haciendo este razonamiento he olvidado que la Libertad escindida de la Justicia es una libertad a medias, que defender su propia libertad y basta es una ofensa a la Justicia. E implorando el perdón de las tres heroínas, de todas las mujeres ajusticiadas torturadas humilladas o arruinadas por los hijos de Alá, arruinadas hasta el punto de unirse al cortejo que pisoteaba a los muertos del estadio de Dacca, declaro que este asunto me concierne por completo. Nos concierne a todos, señores y señoras Cigarras, y…

A las cigarras de sexo masculino, o sea a los hipócritas que nunca pronuncian una palabra contra el burkah, nunca mueven un dedo contra los nuevos nazis de la tierra, no tengo nada que decirles. Los abusos que el Corán dicta o permite a costa de las mujeres no forman parte de su interpretación del Progreso o de la Justicia. Muy probablemente alimentan una secreta envidia por los Wakil Motawakil, (afortunado-él-que-las-puede-ajusticiar), y por lo demás sabemos que muchos de ellos pegan a sus mujeres. A las cigarras homosexuales, lo mismo. Devorados por la rabia de no ser del todo hembras, aborrecen también a las pobrecitas que desdichadamente los trajeron al mundo y en las mujeres no ven más que un óvulo para clonar su incierta especie. A las cigarras del sexo femenino, o sea a las feministas de mala memoria, por el contrario, tengo algo que decirles y aquí está. Fuera la máscara, falsas amazonas. ¿Recordáis cuando, en lugar de atribuirme el mérito de haber allanado vuestro camino, de haber demostrado que una mujer puede hacer cualquier trabajo como un hombre o mejor que un hombre, me cubríais de insultos? ¿Recordáis cuando, en lugar de tomarme como ejemplo, me calificabais de guarra-machista, cerda-machista, y me lapidabais porque había escrito el libro titulado
Carta a un niño que nunca nació
? («Feo, feo, no hay nada más feo. Durará sólo un verano». Y también: «Esa tiene el útero en el cerebro»). Y bien, ¿dónde ha terminado vuestro rencoroso feminismo? ¿Dónde ha terminado vuestra presunta belicosidad? ¿Cómo es que ante las mujeres afganas, ante las criaturas asesinadas torturadas humilladas por los cerdos-machistas con la sotana y el turbante, imitáis el silencio de vuestros varoncitos? ¿Cómo es que nunca vais a ladrar ante la embajada de Afganistán o de Arabia Saudí o de cualquier otro país musulmán? ¿Estáis todas enamoradas de ese Osama bin Laden, de sus ojos de Torquemada o de lo que tiene debajo de su sotana? ¿Lo consideráis romántico, os gustaría ser violadas por él? ¿O las mujeres musulmanas no os importan porque las consideráis inferiores? En ese caso, quién es racista: ¿yo o vosotras? La verdad es que no sois ni siquiera cigarras. Sois y siempre habéis sido gallinas tan solo capaces de cacarear en el gallinero. Coccodè-coccodè-coccodè. Gallinas que para sobrevivir necesitan la protección de un gallito.

BOOK: La rabia y el orgullo
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