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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

La reconquista de Mompracem (4 page)

BOOK: La reconquista de Mompracem
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—¿Queréis comer conmigo?

—No, milord: mi señor me espera con impaciencia.

—¿Quién vendrá a recogerme?

—Yo, milord.

—Podéis marcharos.

El secretario se inclinó profundamente y bajó dé nuevo a la barca, mientras Yáñez se volvía hacia un dayak de estatura casi gigantesca, preguntándole:

—¿Tú conoces la ciudad, Mati?

—Como vuestro yate, amo.

—Te abro un crédito ilimitado para que compres para mí antes de esta noche un palacete en el que pueda dar fiestas y recepciones.

—De eso me encargo yo, patrón.

—Entonces, podemos comer —concluyó Yáñez.

La mesa estaba preparada en el puente, bajo la toldilla. Un buen cocinero indio había preparado una excelente comida a la inglesa.

Yáñez, que jamás perdía el apetito, hizo los honores a la comida. Después, una vez degustada una buena taza de café, se echó en una mecedora colocada en el castillo de proa, en espera del regreso del secretario.

El reloj de a bordo señalaba las dos menos diez cuando apareció el gigantesco Mati.

—¿Qué hay? —preguntó Yáñez.

—Todo arreglado, señor: he tomado en alquiler para vos un palacete que parece, en pequeño, el palacio del sultán, amueblado todo él en estilo chino.

—¿Cuándo podré tomar posesión?

—Esta misma noche.

—Llama a mi
chitmudgar
[7]
.

Un instante después subía al puente un indio, diciendo:

—A vuestras órdenes, alteza.

—Cuando haya desembarcado, seguirás a Mati, visitarás el palacete que él ha alquilado para mí y prepararás todo lo necesario para dar mañana por la noche una gran fiesta.

—Sí, alteza. ¿Nada más?

Yáñez no respondió. Había visto separarse de la orilla la barca pintada de rojo con las amuras doradas, tripulada por doce remeros y el secretario del sultán.

Abrió una pequeña bolsa y sacó unas cuantas joyas soberbias.

—Aquí hay suficiente para contentar a media docena de favoritas —murmuró—. Esta expedición costará cara, pero somos ricos. Y, además, todavía no he empeñado la corona de Assam.

La barca avanzaba muy rápidamente. Los doce bateleros marcaban el compás con el ritmo de una canción salvaje.

Llegó en un instante junto a la escala, amarró en ella, y el secretario subió a bordo, diciendo:

—Milord, el sultán os espera en el
aloun-aloun
y está muy impaciente por veros.

—Verdaderamente, habría podido ofrecerme una recepción oficial en su palacio —respondió Yáñez, fríamente.

—El espectáculo no se podía aplazar ya sin provocar desórdenes entre la población.

—Vámonos.

Bajó a la chalupa, saludado por los bateleros con un salvaje grito idéntico al que empleaban cincuenta o cien años atrás, cuando se arrojaban al abordaje, y se sentó al lado del secretario, que sostenía el timón.

En el muelle se había congregado una considerable muchedumbre, compuesta por bugís, macasareses, bornéanos, malayos, dayaks, chinos y negros, en torno a un carro completamente pintado de verde, con una pequeña cúpula dorada, sostenida por seis columnitas, y del que tiraban dos cebúes, especie de bueyes de corta talla, con una gran joroba, que son formidables corredores.

La curiosidad por ver al nuevo embajador había entretenido en los muelles a muchas personas, aunque el espectáculo del
aloun-aloun
era inminente.

Yáñez desembarcó en tierra, precedido del secretario, dignándose apenas saludar a los presentes con el
stik
del que iba provisto, y subió tranquilamente al carro, sentándose en un anchísimo cojín de seda carmesí con flecos de oro.

El cochero, un joven malayo, retorció de repente la cola a los dos animales, que partieron en una carrera desenfrenada, con gran peligro de romper las piernas de los transeúntes, quienes se veían obligados a arrojarse dentro de las tiendas o de las cajas sin atreverse a protestar, porque sabían que el sultán hubiera sido inexorable y habría mandado cortar cabezas sin contarlas siquiera.

Tras diez minutos de rapidísima carrera por calles polvorientas, en su mayor parte flanqueadas por míseras casas malayas y dayaks, el carro llegó al lugar en el que iba a desarrollarse el gran espectáculo.

En un vasto prado se alzaba una especie de anfiteatro exclusivamente hecho con cañas de bambú entretejidas en forma de jaula para impedir que los tigres alcanzasen a los espectadores.

Miles y miles de personas, agitadas e impacientes, habían ocupado todas las gradas, haciendo un ruido infernal.

En una plataforma decorada con alfombras y colgaduras de seda verde, enseña del poder, se encontraba el sultán de Borneo, Su Alteza Selim-Bargani-Arpalang.

El señor de Borneo, como todos los pequeños sultanes de las islas indomalayas, no era ni un gigante, ni tenía aspecto guerrero, precisamente. Era esmirriado, de color grisáceo, ojitos muy brillantes y un poco de barba que empezaba a encanecer. Vestía una larga túnica de seda verde, recamada de oro, y llevaba en la cabeza un turbante de dimensiones monumentales.

Yáñez subió por una escalera cubierta por una magnífica alfombra persa, llegada allí como consecuencia de cualquiera sabe qué vicisitudes, y se presentó al sultán, tocando apenas con un dedo el borde del casco, como correspondía al representante de una nación tan poderosa como para comerse todo el sultanato en veinticuatro horas.

—Sed bienvenido a mi corte —le dijo el sultán—. Vuestra llegada ya me había sido anunciada. Temía que os hubieseis tropezado con algún desagradable incidente. Sabéis bien que nuestros mares, a pesar de cuanto hago, nunca son seguros.

—He venido en mi yate, alteza —respondió Yáñez—. Y mi navío lleva unos buenos cañones capaces de replicar ventajosamente a todas las espingardas,
lilas
y
miriam
de los piratas.

—Sentaos cerca de mí, milord. Sólo os esperábamos a vos para comenzar el espectáculo. Si habéis estado en la India, habréis visto otros semejantes.

—Muchos, alteza.

—Pero yo os ofreceré una cosa más interesante: una batalla de lanceros contra tigres. Hemos hecho numerosas batidas durante toda la semana pasada y estamos bien provistos de animales.

—Estos espectáculos siempre son muy emocionantes y se presencian a gusto.

—¿Queréis que dé la señal? Todo está dispuesto.

El sultán levantó un brazo.

Sin demora, se oyeron tres sonoros toques de trompa, que los espectadores acogieron con un profundo silencio.

De una cabaña construida en el extremo del grandioso recinto, se arrojó a la arena un magnífico toro, enteramente negro, de formas vigorosas, de frente amplia y con los cuernos curvados hacia adelante.

Debía de ser una bestia salvaje, cogida poco antes en el fondo de cualquier trampa, ya que todavía tenía los ojos inyectados en sangre por el largo encierro.

Apenas hizo una furiosa carrera de quince o veinte pasos, se detuvo de golpe, olfateando el aire, azotándose los flancos con la cola y emitiendo sordos e impresionantes mugidos.

Sin duda, el pobre animal presentía el peligro.

Resonaron otros tres toques y, de otra cabaña, situada casi bajo el palco del sultán, se lanzó fuera un tigre, anunciándose con un "¡auug!" que hizo dar un brinco al toro.

No era uno de esos magníficos tigres reales que se encuentran en Bengala. Los que pueblan las islas del mar de la Sonda son más cortos de patas y más rechonchos, pero no por ello son menos temibles que los otros.

La bestia, que debía de haber comprendido de qué se trataba, en vez de dirigirse directamente contra su adversario, que la esperaba bien plantado sobre sus patas y con la cabeza baja, se echó en el suelo, lanzando un segundo "¡auug!" no menos impresionante que el primero.

Feroces gritos partieron de los diez o quince mil espectadores.

—¡Miedoso!

—¡El toro te acobarda!

—¡Sáltale encima e intenta comértelo, si eres capaz!

El tigre recibía filosóficamente las mayores injurias y se guardaba muy bien de atacar al poderoso adversario, que comenzaba a dar señales de impaciencia.

—Atento, milord —dijo el sultán, introduciéndose entre los dientes una mezcla de
areca
,
betel
[8]
y cal viva—. El espectáculo será interesante.

—Aunque me parece que el tigre tiene poca prisa por probar los cuernos del toro —respondió Yáñez.

—En el momento oportuno, atacará, os lo digo yo. ¡Mirad!

No era el tigre el que iba a atacar, sino el toro, que parecía impaciente por acabar con él.

En una carrera desenfrenada dio dos vueltas al recinto, levantando una nube de polvo, y luego se detuvo de golpe detrás de la fiera, obligándola a ponerse de frente.

Los gritos y las invectivas habían cesado. Todos los espectadores, en pie sobre los bancos, asistían a la impresionante lucha casi sin respirar. El toro se encolerizaba. Batió varías veces los anchos cascos como para provocar una arrancada por parte del adversario. Luego, no habiendo logrado ningún efecto, cargó alocado, con la cabeza casi a ras de suelo.

El tigre, sorprendido en la emboscada, dio cuatro o cinco saltos, y después, con un majestuoso vuelo, cayó entre los cuernos del adversario, mordiéndole ferozmente la cabeza y desgarrándole el lomo.

El pobre animal, que perdía gran cantidad de sangre, había partido al galope, intentando aplastar a la fiera contra las empalizadas del recinto.

Una gran nube de polvo les había envuelto, escondiéndolos a los ojos de los espectadores, los cuales aparecían presa de un entusiasmo verdaderamente delirante.

El toro dio dos vueltas completas al
aloun-aloun,
luego se detuvo bruscamente bajo el palco real y, con una sacudida irresistible, arrojó al aire a su adversario.

Un enorme grito de espanto se alzó entre los espectadores.

El tigre no había caído al suelo, sino que se mantenía fuertemente asido a los bambúes que se doblaban hacia el palco, amenazando con echarse encima de los grandes dignatarios del sultanato.

El ataque parecía casi seguro, porque la maligna bestia ya había posado las patas anteriores en el palco, cuando Yáñez se levantó de un salto y se puso delante del sultán.

Empuñaba sus magníficas pistolas indias. Resonaron cuatro disparos y la fiera, fulminada por el infalible tirador, se desplomó en la arena, exhalando un grito espantoso.

El toro, al verlo caer, se le había arrojado encima rápidamente, hincándole en el pecho sus agudos cuernos. Lo levantó en vilo y lo arrastró entre el polvo, hundiéndole el pecho.

El sultán, que se había puesto grisáceo por el miedo, o sea, pálido, se había vuelto hacia Yáñez, que todavía tenía en sus manos las pistolas humeantes.

—Milord —le dijo con voz trémula—, me habéis salvado la vida.

—No me debéis nada, alteza, porque yo también he salvado la mía —respondió el portugués.

—¡Qué pulso tan firme tenéis!

—Con mis pistolas puedo apagar una vela a veinte pasos.

—¿Queréis que continúe el espectáculo?

—Si place a vuestra alteza, sea.

A un toque de trompa, veinte hombres armados de lanzas se adelantaron en la arena formando una fila compacta, mientras por la otra parte salían de la cabaña otro tigre y una soberbia pantera negra, de pelo ligeramente salpicado con manchas de tonos bellísimos.

Los dos animales, apenas libres, se miraron mutuamente como para preguntarse por qué los habían puesto en libertad nuevamente. Luego, la pantera, menos paciente que su compañero y también más sanguinaria, empezó a arrastrarse hacia los hombres, que esperaban a pie firme el ataque, manteniendo una línea de lanzas en dirección oblicua y otra en posición vertical.

Habituados, como los luchadores indios, a aquellos sanguinarios espectáculos, no manifestaban ninguna aprensión.

Por otra parte, se encontraba allí el sultán, siempre en disposición de animarles con un gesto.

El tigre, al ver que se movía su compañera para atacar, tras un breve titubeo se puso también en movimiento, dando una serie de altísimos saltos, como para antes asegurarse bien de la elasticidad de sus músculos. Un enorme grito de alegría había acogido la decisión de la fiera.

El espectáculo iba a volverse extremadamente interesante y hasta peligroso para los lanceros.

Durante unos minutos, la pantera avanzó en zigzag como si estuviese indecisa sobre el camino a escoger. Luego, se lanzó al ataque con una velocidad fulminante, emitiendo un grito sordo.

Los lanceros habían dado un paso hacia adelante, mostrando las larguísimas y afiladas puntas de sus armas. La bestia, al ver centellear ante sus ojos todas aquellas amenazadoras puntas, intentó detenerse, pero ya era demasiado tarde.

Los lanceros, a su vez, se habían arrojado hacia adelante y la recibieron con los extremos de sus terribles lanzas, hiriéndola en diversas partes del cuerpo. Una lluvia de sangre humeante cayó sobre ellos, pero se mantuvieron firmes hasta que el cuerpo cesó de agitarse.

El tigre, viendo la acogida dispensada a su compañera, y aunque espantado por los gritos y ultrajes de toda especie, se había batido en retirada, saltando como si toda la arena estuviera cubierta de muelles. Le caían encima trozos de banco, palos y fruta, pero no se decidía.

—Es un cobarde —dijo el sultán, dirigiéndose a Yáñez—. ¿Queréis mostrarme uno de vuestros maravillosos disparos, milord?

—Si lo deseáis, me placerá mucho satisfaceros, alteza —respondió el portugués.

—Dad un fusil a milord.

Un sargento trajo un par de carabinas.

Yáñez tomó una, se cercioró de que estaba cargada, hizo señal a los lanceros de que se retiraran y miró a la fiera, que no cesaba de saltar, rehusando obstinadamente llegar al cuerpo a cuerpo.

Se había hecho un gran silencio. Se diría que todos aquellos miles y miles de espectadores estaban reteniendo la respiración para no perderse nada de aquel nuevo estilo de caza.

Yáñez cambió de posición tres o cuatro veces y, luego, viendo que el tigre se ponía de frente, disparó.

Un huracán de aplausos saludó al hábil tirador, que había matado al sanguinario hijo de la jungla.

—Milord —dijo el sultán—, mañana os espero en mi palacio. El espectáculo ha acabado.

4. El ataque a la cañonera

Desde hacía tres días Yáñez gozaba de las distracciones de Varauni, dividiendo su tiempo entre la corte, donde el sultán no dejaba de hacer bailar a un centenar de bayaderas traídas de la India con grandes gastos, y las fiestas.

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