La Semilla del Diablo (9 page)

BOOK: La Semilla del Diablo
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—Lo tendré.

—Despiértame si no puedes dormir.

—Lo haré.

—Te quiero.

—Te quiero, Ro.

* * *

Un par de días después, Guy trajo un par de entradas para la función del sábado por la noche de
The Fantasticks
, que, según dijo, le había dado Dominick, su profesor de dicción. Guy había visto la obra años atrás, antes de su primera representación; Rosemary había querido siempre verla.

—Ve con Hutch —le dijo Guy—. Así yo podré estar libre para ensayar una escena de
Espera hasta que anochezca
.

Hutch la había visto también, así que Rosemary fue con Joan Jellico, quien le confió mientras cenaban en el Bijou que ella y Dick se iban a separar, pues ya no tenían nada en común, excepto el domicilio. La noticia impresionó a Rosemary. Hacía días que Guy se mostraba distante y preocupado, como envuelto en algo que ella no podía apartar ni compartir. ¿Habría comenzado de la misma manera la frialdad entre Joan y Dick? Se sintió molesta con Joan porque llevaba tanto maquillaje y aplaudía tan ruidosamente en aquel pequeño teatro. No era extraño que ella y Dick no sintieran nada en común; ella era ruidosa y vulgar, y él reservado y sensible; debían de haber empezado por no casarse.

Cuando Rosemary volvió a casa, Guy estaba saliendo de la ducha, más vivaz y comunicativo de lo que había sido durante toda la semana. A Rosemary se le mejoro el ánimo. La función había sido mejor de lo que ella esperaba, según le dijo. Luego le comunicó la mala noticia de que Joan y Dick se iban a separar. En realidad, eran pájaros de plumajes muy diferentes, aunque ¿era así de veras? ¿Qué tal le había ido el ensayo de la escena de
Espera hasta que anochezca
?

—Estupendo. Ya la dominaba.

—¡Maldita raíz! —exclamó Rosemary.

Su olor se percibía en todo el dormitorio. Un olor acre y punzante, que se había abierto camino hasta el cuarto de baño. Fue a la cocina y tomando un pedazo de papel de aluminio, metió dentro el amuleto, haciendo un envoltorio triple y retorciendo los extremos, para asegurarlo más.

—Probablemente perderá su fuerza dentro de unos días —dijo Guy.

—Ojalá —dijo Rosemary, arrojando al aire con un pulverizador un producto desodorante—, pues en caso contrario lo tiraré y diré a Minnie que lo he perdido.

Hicieron el amor (Guy se mostró frenético e impulsivo) y luego, a través de la pared, Rosemary oyó una reunión cada vez más ruidosa en el apartamento de Minnie y Roman; el mismo cántico desafinado y poco musical que había oído la otra vez, casi como un cántico religioso, y la misma flauta o clarinete yendo de un lado para otro como música de fondo.

* * *

Guy estuvo muy animado y activo durante el domingo, construyendo anaqueles y estantes para los zapatos en los armarios empotrados del dormitorio, e invitando a un grupo de compañeros de los que actuaron con él en
Lutero
a una fiesta en el nuevo piso de los Woodhouse; y el lunes pintó los anaqueles y los estantes para los zapatos, y manchó una banqueta que Rosemary había encontrado en un baratillo. Canceló su clase con Dominick, y parecía muy interesado por las llamadas telefónicas, descolgando el aparato antes de que hubiera terminado el primer timbrazo. A las tres de la tarde, el teléfono sonó de nuevo, y Rosemary, que estaba tratando de colocar de otro modo las sillas de la sala, le oyó decir:

—¡Dios mío! ¡Pobre muchacho!

Ella fue a la puerta del dormitorio.

—¡Dios mío! —repitió Guy.

Se había sentado en la cama, con el teléfono en una mano y una lata de disolvente de la marca «Diablo Rojo», en la otra. No se volvió para mirarla.

—¿Y no tienen la menor idea de qué le ha producido eso? —preguntó—. ¡Dios mío! ¡Es horrible, horrible!

Escuchó y luego se irguió.

—Sí, soy yo —dijo, e hizo una pausa—. Sí que podría, odio conseguirlo de esta forma, pero yo... Bueno, tendrá que hablar con Alian para finalizar lo otro. Alian Stone, su agente. Estoy seguro de que no habrá ningún problema, señor Weiss; por lo menos no con respecto a nosotros.

Lo había conseguido. Lo «algo grande». Rosemary contuvo el aliento, aguardando.

—Gracias, señor Weiss —dijo Guy—. Si hay algo de nuevo ¿querrá comunicármelo? Gracias.

Colgó y cerró los ojos. Se quedó sentado, inmóvil, con la mano aún en el teléfono. Estaba pálido y parecía un maniquí, como si fuera una estatua de cera de Pop Art, con vestidos y accesorios y un teléfono y una lata de disolvente de pintura.

—¿Guy? —inquirió Rosemary.

Abrió los ojos y se la quedó mirando.

—¿Qué? —preguntó.

Parpadeó y pareció volver a la vida.

—Donald Baumgart se ha quedado ciego. Se despertó ayer y... no podía ver.

—¡Oh, no! —exclamó Rosemary.

—Ha tratado de ahorcarse esta mañana. Ahora está en Bellevue, tratado con sedantes.

Se miraron penosamente el uno al otro.

—Me han dado el papel —dijo Guy—. Es una manera horrible de conseguirlo —se quedó mirando a la lata de disolvente de pintura que tenía en la mano y la dejó sobre la mesilla de noche—. Escucha, tengo que salir a dar un paseo —se levantó—. Lo siento. Tengo que salir y hacerme a la idea.

—Lo comprendo. Vete —le dijo Rosemary, apartándose de la puerta.

Se fue tal como estaba, cerrando la puerta con un suave portazo.

Ella se dirigió a la sala, pensando en el pobre Donald Baumgart y en el afortunado Guy; en el afortunado Guy y la afortunada Rosemary, con aquel buen papel que llamaría la atención aunque la obra fracasara, que les conduciría a otras partes; quizá al cine, a una casa en Los Angeles, a un huerto con plantas aromáticas y tres niños separados uno de otro por dos años. ¡Pobre Donald Baumgart, con su nombre feo que él no se quiso cambiar! Debe de haber sido muy bueno, para que lo prefirieran a Guy. Y ahora estaba en Bellevue, ciego y queriendo suicidarse; y en ese momento bajo el efecto de los sedantes.

Arrodillándose sobre un asiento de ventana, Rosemary miró afuera y observó la puerta de la casa, allá abajo, esperando ver salir a Guy. ¿Cuándo comenzarían los ensayos?, se preguntó. Ella tendría que salir de la ciudad con él, por supuesto. ¡Qué divertido sería! ¿Boston? ¿Filadelfia? ¿Washington? Sería emocionante. Jamás había estado en esas ciudades. Mientras Guy estuviera ensayando por las tardes, ella podría salir a pasear, y, por las noches, después de la función, todos se reunirían en un restaurante o en un club para chismorrear e intercambiar rumores...

Aguardó y observó, pero no lo vio salir. Debía de haber utilizado la puerta de la calle Cincuenta y Cinco.

* * *

Ahora, cuando él debería de haber sido feliz, estaba melancólico e inquieto, sentándose sin mover más que la mano con que sostenía el cigarrillo, y los ojos. Con sus ojos la seguía por el apartamento, como si ella fuera peligrosa.

—¿Qué te pasa? —le preguntó ella una docena de veces.

—Nada. ¿No has ido hoy a tu clase de escultura?

—Hace dos meses que no voy.

—¿Por qué no vas?

Fue; arrancó plasta vieja, volvió a alzar la armadura y comenzó de nuevo, haciendo un modelo nuevo entre estudiantes nuevos.

—¿Dónde ha estado? —le preguntó el profesor.

Llevaba gafas y le abultaba la nuez en la garganta. Le hacía miniaturas de su torso sin ni siquiera mirar sus manos.

—En
Zanzíbar
—contestó ella.

—Ya no existe Zanzíbar —le replicó él, sonriendo nerviosamente—. Ahora se llama Tanzania.

Una tarde, ella fue a los almacenes Macy’s y a Gimbels, y cuando regresó a casa se encontró con rosas en la cocina y rosas en la sala, y con Guy saliendo del dormitorio con una rosa en la mano y una sonrisa de «perdóname», como una vez que en honor de ella le hizo una recitación de Chance Wayne en
Dulce Pájaro
.

—¡He sido un tipo de mierda! —dijo—. Sentado, esperando que Baumgart no recupere la vista. Eso es lo que he estado haciendo. Soy un canalla.

—Es natural que sientas escrúpulos de conciencia —le contestó ella.

—Escucha —le dijo él, acercándole la rosa a la nariz—, aunque esto falle, aunque tenga que ser el Charley de los vinos
Cresta Blanca
por el resto de mi vida, no voy a consentir que tú sigas llevándote la peor parte.

—Pero si no...

—Sí, me he llevado la mejor parte. He estado siempre tan ocupado mesándome los cabellos, pensando en mi carrera, que no te he dedicado ni un solo pensamiento. Tengamos un hijo, ¿de acuerdo? Tengamos tres a la vez.

Ella se le quedó mirando.

—Un bebé —dijo él—. Ya sabes. Caca, pañales, ¡buaaa! ¡buaaa!

—¿Lo dices en serio? —preguntó ella.

—¡Pues claro que lo digo en serio! —repuso él—. Hasta he averiguado el momento oportuno para empezar. El lunes y el martes próximos. Pon círculos rojos en el almanaque, por favor.

—¿Lo dices en serio, Guy? —repitió ella, con lágrimas en los ojos.

—No, bromeo. ¡Pues claro que lo digo en serio! Mira, Rosemary, por amor de Dios, no llores. Por favor. Me vas a poner muy nervioso si lloras, así que deja de llorar, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —convino ella—. No lloraré.

—Me he vuelto loco trayendo rosas —dijo él mirando a su alrededor, entusiasmado—. Hay otro ramillete en el dormitorio.

8

Rosemary fue a la parte alta de Broadway, a comprar tajadas de pez espada, y luego a la avenida Lexington, en el otro extremo de la ciudad, a por quesos. No es que ella no pudiera comprar esas cosas en su barrio, sino que en aquella hermosa mañana quería andar por la ciudad, caminando con paso vivo mientras su abrigo revoloteaba, atrayendo miradas de reojo por lo bonita; impresionando a los dependientes por la precisión y exactitud de sus pedidos. Era el lunes 4 de octubre, el día de la visita del Papa Pablo VI a la ciudad, y, ante el acontecimiento, la gente se había vuelto más franca y comunicativa de lo que era de ordinario. «¡Qué agradable es —pensó Rosemary— que toda la ciudad sea feliz cuando yo soy feliz!»

Siguió a la comitiva papal a través de la televisión, trasladando el televisor desde la pared del estudio (que pronto sería cuarto de los niños) y colocándolo de manera que pudiera verlo desde la cocina mientras preparaba el pescado, las verduras y la ensalada. El discurso ante las Naciones Unidas la conmovió, y estuvo segura de que serviría para mejorar la situación en Vietnam. «No más guerra», decía. ¿No impresionarían estas palabras incluso al estadista más duro de cabeza?

A las cuatro y media, mientras ella estaba disponiendo la mesa frente a la chimenea, el teléfono sonó.

—¿Rosemary? ¿Cómo estás?

—Bien —contestó—. ¿Y tú?

Era Margaret, la mayor de sus dos hermanas.

—Bien —aseguró la hermana.

—¿Dónde estás?

—En Omaha.

Jamás se habían llevado bien. Margaret había sido una chica sombría y resentida, que su madre había utilizado demasiadas veces como cuidadora de los hijos menores. Era extraño que la llamara; extraño y de mal agüero.

—¿Estáis todos bien? —preguntó Rosemary. «Alguien ha muerto —pensó—. ¿Quién? ¿Mamá? ¿Papá? ¿Brian?»

—Todos estamos bien.

—¿De veras?

—Sí, ¿y tú?

—Ya te he dicho que estoy bien.

—He tenido todo el día un tonto presentimiento, Rosemary. Que te había ocurrido algo. Un accidente o algo así. Que estabas herida. Quizá en un hospital, moribunda...

—Pues no me ha pasado nada —contestó Rosemary riéndose—. Me encuentro bien, de veras.

—Fue una sensación tan fuerte... —dijo Margaret—. Estaba segura de que te había ocurrido algo. Finalmente, Gene me dijo: «¿Por qué no la llamas y te enteras?»

—¿Y él? ¿Cómo se encuentra?

—Bien.

—¿Y los niños?

—¡Oh! Los chichones y arañazos de siempre; pero también están buenos. Estoy esperando otro, ¿lo sabías?

—No, no lo sabía. ¡Qué estupendo! ¿Para cuándo lo esperas? Nosotros tendremos también pronto uno de camino.

—Para finales de marzo. ¿Cómo está tu marido, Rosemary?

—Muy bien. Ha conseguido un papel muy importante en una obra nueva, que van a empezar a ensayar pronto.

—Dime, ¿has visto al Papa? —preguntó Margaret—. Ahí debe de haber mucha animación.

—Sí que la hay —contestó Rosemary—. Lo he estado viendo por televisión. ¿Lo están dando ahí también en Omaha?

—¿Y no has salido para verlo en persona?

—No, no he salido.

—¿De veras?

—De veras.

—¡Es el colmo, Rosemary! —dijo Margaret—. ¿Sabes que papá y mamá iban a ir en avión para verlo, pero que no han podido porque iba a haber una votación sobre una huelga y papá secunda la moción? Muchísima gente ha ido en avión: los Donovan, y Dot y Sandy Wallingford. Y tú, que vives ahí, te quedas tan tranquila en tu casa y no vas a verlo.

—La religión ya no significa tanto para mí como significaba cuando vivía en casa —replicó Rosemary.

—Bien —dijo Margaret—. Imagino que eso era inevitable —y Rosemary oyó, aunque no pronunciada, la frase «cuando te casaste con un protestante».

—Has sido muy amable llamándome, Margaret. No tienes por qué preocuparte. Jamás he estado más sana ni me he sentido más feliz.

—Fue una sensación tan fuerte... —repitió Margaret—. Desde el instante en que me desperté. Estoy tan acostumbrada a cuidar de vosotros, pequeños mocosos...

—Da cariñosos recuerdos de mi parte a todos, ¿quieres? Y dile a Brian que conteste a mi carta.

—Lo haré, Rosemary...

—¿Sí?

—Sigo teniendo el presentimiento. Quédate en casa esta noche, ¿lo harás?

—Precisamente eso es lo que pensábamos hacer —contestó Rosemary, mirando por encima del hombro a la mesa a medio poner.

—Bien, cuídate —insistió Margaret.

—Me cuidaré. Y cuídate también tú, Margaret.

—Lo haré, adiós.

—Adiós.

Volvió a la mesa y siguió ordenándola, sintiéndose complacidamente triste y nostálgica por Margaret, Brian y los demás; por Omaha y por un pasado irrecuperable.

Cuando dejó la mesa ya puesta, fue a bañarse; luego se empolvó y se perfumó, se pintó los ojos y los labios y se peinó, poniéndose el pijama de seda roja que Guy le había regalado la Navidad anterior.

* * *

Él volvió a casa tarde, después de las seis.

—¡Huum! —exclamó, besándola—. Estás para comerte. Y, a propósito, ¿comemos? ¡Maldición!

—¿Qué?

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