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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

La sombra del águila (4 page)

BOOK: La sombra del águila
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Murat arrugó el entrecejo y se puso a pensar, con visible esfuerzo. Era valiente como un choto joven, y punto. Lo suyo eran las cargas, la masacre, la vorágine. Le había costado mucho hacerse perdonar por el Ilustre su brillante gestión de orden público el 2 de mayo de 1808 en Madrid. «Esto lo arreglo yo con dos escopetazos, Sire», había escrito, eufórico, ese mismo día a las doce de la mañana. Todavía se atragantaba al recordar cómo después, cuando fue a rendir cuentas a su despacho de Fontainebleau, el Enano le había hecho comerse la famosa carta, a pedacitos.

—Estoy esperando, Murat.

El Enano se golpeaba el faldón del capote gris con el catalejo, impaciente, y los generales y mariscales asistían a la escena con mal disimulado regocijo, esperando por dónde se arrancaba el de los rizos. A ver si el niño bonito sugería también una táctica de flanqueo astuta como el pobre Cailloux. Voluntarios ni al rancho, rezaba el viejo dicho de cuartel. A ellos se la iban a dar, viejos chusqueros, con la mili que llevaban a cuestas desde el 92, el que más y el que menos ya era sargento cuando el Petit cazaba talentos en el sitio de Tolon y ellos asaltaban trincheras inglesas a la bayoneta, le-jour-de-gluar y todo eso, los buenos tiempos republicanos antes del Consulado y el Imperio y tanto ascender y amariconarse y echar tripa. Tampoco había llovido desde entonces, ni nada. Quién nos ha visto y quién nos ve, Laclós, ahora con galones y entorchados, mirando el flanco derecho por catalejo, o sea.

—Murat.

—Sí, Sire.

—Sugiera algo de una puñetera vez.

Se daban con el codo los mariscales, como cuando el coronel Alaix estuvo a punto de ganarse un paquete a la vuelta del reconocimiento. Lo bueno de esas cosas era que cuando el Petit estaba de malas, el escalafón corría que daba gusto. El secreto estaba en cerrar la boca, la gueule, mon vieux, y pasar desapercibido. Mire a Murat, Lafleur, el rato que está pasando. El Rizos a punto de cagar las plumas. Seguro que sugiere una carga de caballería. Murat siempre está sugiriendo cargas. Tienen la ventaja de que se hacen en línea recta. No hay que calentarse mucho la cabeza, y después uno sale estupendo en los óleos de Meissonier. No hay como una carga de caballería para quedar bien delante del Enano.

—Sugiero una carga, Sire.

Los mariscales se guiñaban el ojo. Ya se lo dije, Leschamps, etcétera. Más simple que el mecanismo de un sonajero. El ilustre miró un par de segundos a Murat y después señaló hacia la humareda del valle con el pulgar, por encima del hombro.

—Perfecto. Hágalo.

El Rizos tragó saliva, con ruido. Una cosa era sugerir que alguien echara una galopada por el flanco derecho, y otra muy distinta descubrir que era él quien llevaba todas las papeletas en la tómbola.

—¿Perdón?

El Enano lo miró de arriba abajo. Tardó un rato.

—Parece un poco sordo esta mañana, Murat. ¿No acaba de proponerme una carga?… Pues suba a su caballo, póngase al frente de unos cuantos escuadrones, saque el sable y échele una mano a aquellos valientes del 326. Ya sabe. Tatarí tatarí. Usted tiene práctica en eso.

Murat hizo de tripas corazón, dio otro taconazo, se puso el colbac y subió a caballo. A media legua, al otro lado de la colina, estaban Fuckermann con el Cuarto de Húsares y Baisepeu con dos regimientos de caballería pesada con las corazas y los cascos reluciendo entre la hierba, acero bruñido como un espejo —fróteme eso, Legrand— listo para cubrirse de polvo y de sangre según las ordenanzas. Así que, de perdidos al Vorosik, se fue para ellos con un trotecillo corto y elegante, la mano en la cadera y la pelliza bailándole con garbo sobre el hombro izquierdo, con todo el Estado Mayor imperial viéndolo irse, las cosas como son, Laclós, cenutrio y hortera sí que es, el tío, pero los tiene bien puestos. Y además, una suerte de cojón de pato. Igual hasta le sale bien la maniobra.

—Conspicua gesta —apuntó el general Donzet—. Aunque resulte estéril, será hermosa.

Y suspiró hondo, dramático, para la posteridad. Donzet siempre lo hacía todo pensando en la posteridad, un auténtico pelmazo que, por otra parte, nunca acertaba un pronóstico. Se escurría el magín durante horas y horas hasta idear una frase lapidaria, y las soltaba, a veces sin venir a cuento, con la secreta esperanza de que alguna terminase figurando en los libros de Historia. Es de justicia consignar que lo consiguió, por fin, tres años más tarde, en Waterloo. Aquello de
«Wellington está acabado, Sire. Muy mal se nos tiene que dar»
, lo dijo él. Fino estratega.

IV. La gitana del comandante Gerard

Cuentan los libros, al referirse a la campaña de 1812 en Rusia, que acudiendo en socorro de un batallón aislado —el nuestro—, Murat dirigió en Sbodonovo una de las más heroicas cargas de caballería de la Historia, ya saben, mucho sus y a ellos, galope de caballos y un zas-zas de sablazos entre humo y toques de corneta. Después llega Gericault, es un suponer, pinta con eso un cuadro que van y cuelgan en el Louvre, y entonces todo el mundo, oh, celui-la, mondieu que es hermosa la guerra, tan heroica y demás.

Heroica mis narices, Dupont. Estábamos nosotros, si ustedes recuerdan, los del segundo batallón del 326 de Línea, a unas quinientas varas de las líneas rusas, y los de las primeras filas nos preguntábamos ya cómo diablos podía hacerse, en mitad de aquel fregado, para demostrarle al enemigo que íbamos en son de paz, dispuestos a pasarnos a sus filas con armas y bagajes. A esas alturas ya no quedaba en el regimiento ningún jefe ni oficial francés que lo impidiera. El primer batallón, compuesto por italianos y suizos, había sido aniquilado junto al Vorosik. El resto del 326 lo componíamos los del segundo, y en cuanto a jefes y oficiales no españoles el asunto estaba resuelto desde hacía rato, porque justo antes de largarnos hacia el Iván, aprovechando el barullo cuando el flanco derecho empezó a irse al carajo, tanto el coronel Oudin como el comandante Gerard habían recibido cada uno su correspondiente tiro por la espalda. Una cosa limpia, bang y angelitos al cielo, más que nada por evitar que entorpecieran la maniobra. Lo del coronel era lo de menos, porque el tal Oudin era una mala bestia, normando, creo recordar, que no se fiaba ni de su padre, uno de esos que estaba todo el día dale que dale con lo de «peggos espagnoles, necesitais disciplina» y cosas por el estilo. Ya cuando el paso del Niemen, Oudin había hecho fusilar a media docena de compañeros que intentaron tomar las de Villadiego y volver a España por su cuenta. Así que nadie lamentó verlo pararse de pronto, echar una mirada perpleja a la formación que marchaba cerrada a su espalda, y caer redondo en los maizales como un saco de patatas, el hijo de la gran puta, siempre dando la barrila como aquel idiota de comandante, Dufour, a quien el sargento Peláez le alumbró la sesera de un pistoletazo cuando el primer motín de Dinamarca.

Total, que pasamos por el maizal junto al fiambre del coronel y también junto al del comandante Gerard. Aquello si era una lástima porque Gerard no era mala gente, sino uno de esos franchutes alegres y amables que había combatido en España, mayo de 1808 en el parque de Monteleón —una escabechina que nos contaba con detalle, admirado del valor de nuestros paisanos—, y escapado después de Bailén por los pelos, cuando Castaños hizo que el ejército gabacho, con todos sus entorchados y sus águilas invictas, se comiera una derrota como el sombrero de un picador.

—Que conste, guenegal Castanios, que me guindo pog evitag deggamamiento de sangge…

—Que sí, hombre, que sí. Venga, entrégueme la espada de una vez.

Gerard tuvo la suerte de salir como correo, a caballo, cruzando entre enjambres de guerrilleros que bajaban del monte como lobos a un festín, y el desastre lo cogió al otro lado de Despeñaperros, evitándole ir a pudrirse a Cabrera con el resto de sus compañeros franceses. Pobre Gerard. Mala suerte: salvar el pellejo en Bailén, cruzar Despeñaperros sin que los guerrilleros se hicieran unas borlas para el zurrón con sus pelotas, para terminar con un tiro nuestro en la espalda, justo en el momento en que se disponía a volverse para decirnos vamos, chicos, será duro pero nos queremos unos a otros, hagamos un esfuerzo más, qué coño. Estamos intentando construir Europa y todo eso. En fin. Adiós al valiente Gerard, franchute que hablaba español y le gustaba sentarse a vivaquear con nosotros escuchando la guitarra de Pedro el cordobés y que una vez, nos contaba, se tiró a una española guapísima en el Sacromonte, una gitana de ojos verdes con la que aún soñaba en las noches al raso de esta jodida Rusia. Y ahora pasábamos a su lado, tendido en el maizal tras haberle pegado un tiro, y nuestro único homenaje era apartar la vista para no encontrar sus ojos abiertos como un reproche.

Raas-taca-bum. Cling-clang. Otra granada rusa reventó a la izquierda, tirándonos encima metralla y cascotes, y alguien gritó en las filas sacar de una maldita vez una jodida bandera blanca porque los ruskis nos van a freír como sigamos así. Pero el tambor mantenía el ritmo de paso de ataque porque el plan era aguantar hasta el límite como si de veras estuviésemos atacando, con el águila al viento y toda la parafernalia, sin descubrir el pastel por si las cosas se torcían en el último momento. Nadie deseaba terminar como aquellos ciento treinta desgraciados del regimiento José Napoleón, entre Vilna y Vitebsk y hasta arriba ya de tanta marcha y tanta contramarcha y tanta Grande Armée, y tanto cascarles a los Popof. A fin de cuentas, como nuestros paisanos allá abajo, los ruskis se limitaban a defender su tierra contra el Enano y los mariscales y toda la pandilla de mangantes de París, los Fouchés y los Tayllerand, con sus medallas y sus combinaciones de salón y toda su mierda bajo los encajes y las medias de seda y las puntillas. No era un trabajo simpático, aunque teóricamente íbamos ganando nosotros, o nuestros casuales aliados franchutes. Te cepillabas un regimiento ruso y después, al rematar a los heridos a la bayoneta, veías las caras de campesinos que te recordaban a tus paisanos de Aragón o de La Mancha.
Niet, niet
, te rogaban los desgraciados,
tovarich, tovarich
, y levantaban desde el suelo las manos ensangrentadas, llorando. Algunos no eran más que críos con los mocos y los ojos desorbitados por el miedo, y a veces tú hacías como que dabas el bayonetazo, pinchando un terrón, o su mochila, y procurabas pasar de largo, pero otras tenías encima del cogote la mirada de algún jefazo gabacho, ya sabéis mes enfants, nada de cuartel.
Pas de quartier
. Se han cargado al general Nosequiencogne, y hay que vengarlo facturando a unos cientos de estos eslavos. Eso de vengar a los generales tenía lo suyo: cuando palmaba uno con gorro de plumas todo era hay que vengarlo y demás, que si el honor de la
Grande Armée
y todo eso. Pero a los cientos de desgraciados de a pie que cascábamos a diario en la tropa podían perfectamente darnos
boudin
, que es como en el ejército franchute llaman a la morcilla. Total. Que tú andabas por allí, tomando, es un suponer, el reducto de Borodino a puro huevo, y habías dejado en el camino y en el asalto a trescientos compañeros y no pasaba nada. Pero si los Iván le habían dado candela a uno de nuestros generales, siempre había un gilipollas que gritaba lo de
pas de quartier
cuando algún oficial estaba cerca de ti para comprobar cómo ejecutabas la orden, y bueno, pues suspirabas hondo y le metías al
niet tovarich
que se rendía la bayoneta por las tripas, y santas pascuas.

El caso es que entre Vilna y Vitebsk algunos de los españoles de Dinamarca ya estábamos hasta las polainas de todo aquello, y además las noticias que llegaban desde España no eran como para levantarnos la moral de combate: iglesias saqueadas, mujeres a las que compañías enteras se pasaban por la piedra, los sitios de Gerona y Zaragoza, la resistencia de Cádiz, los ingleses en la Península y la guerra de guerrillas. O sea, todo cristo luchando allí para echar a los gabachos, y nosotros con su uniforme y su bandera, acuchillando rusos sin que nadie nos hubiese dado vela en aquel entierro, que a poco que nos descuidáramos iba a ser el nuestro. La mayor parte lamentábamos ya no habernos quedado de prisioneros en Hamburgo, porque a ver con qué cara llegábamos a España cuando ya estuviese liberada, contándoles que habíamos estado luchando en Rusia con el otro bando. Imagínense la papeleta. Nosotros no queríamos, nos obligaron, etcétera. Se lo juro a usted, señor juez. Eso si llegábamos hasta un juez, aunque fuera el de un consejo de guerra. Porque vete a contarle eso a un ex contrabandista de Carmona que lleva cuatro o seis años echado al monte, degollando franceses con la cachicuerna después de que le ahorcaran al padre, le mataran a la mujer y le violaran a la hija. Seguro que si asomábamos por allí las orejas, con nuestro curriculum íbamos derechos de Hendaya o Canfranc al paredón. Eso, rápido y con mucha suerte si le caíamos en gracia al del Carmona. Menudos eran nuestros paisanos.

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