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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

La sombra del águila (5 page)

BOOK: La sombra del águila
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Total que, entre Vilna y Vitez, ciento y pico españoles, no del 326 sino de otro regimiento, el José Napoleón, intentaron abrirse por las bravas. Salió mal la cosa y terminaron por meter la pata del todo al disparar sobre los franceses encargados de cortarles el paso. Así que, tras rendirse, los hicieron formar y fusilaron a uno de cada dos, por sorteo. Tú sí, tu no. Tú sí, tu no. Carguen, apunten, bang. Después nos hicieron desfilar junto a los fiambres para que el paisaje sirviera de escarmiento. Aquella noche, en el vivac, ni siquiera Pedro el cordobés tuvo ganas de tocar la guitarra, y el comandante Gerard se pasó todo el rato callado, por una vez sin darnos la paliza con la historia de su gitana de ojos verdes.

Así nos fuimos acercando a Moscú, cada vez más convencidos de pasarnos a los rusos a la primera ocasión. Después de la carnicería de Borodino estuvo más claro que nunca: treinta mil bajas nosotros entre muertos y heridos y sesenta mil los rusos. Aquello fue excesivo, y algunos mariscales empezaron a murmurar que el Ilustre estaba perdiendo los papeles. Y si los de los galones y entorchados se mosqueaban, pues figúrense nosotros, que nos habíamos comido el baile de cabo a rabo. Así que los españoles del 326 fuimos corriendo la voz, hay que quitarse de en medio a la primera ocasión, pero con más tacto. El aniquilamiento de nuestro primer batallón en Sbodonovo puso las cosas más fáciles, de modo que convencimos al capitán García, le arreglamos el cuerpo al coronel Oudin y al pobre comandante Gerard, y nos fuimos hacia los Iván aprovechando la coyuntura. El problema residía en escoger el momento adecuado para dar el cante. Demasiado pronto, nos cascaban los franceses. Demasiado tarde, los rusos. Lo difícil era encontrar el término medio. Lo malo de estas cosas es que, hasta que el rabo pasa, todo es toro.

Y en esas estábamos en el flanco derecho, con el Petit Cabrón mirándonos por el catalejo desde su colina, cuando de pronto, en la retaguardia, los húsares del Cuarto y los coraceros de Baisepeau, que llevan toda la batalla contemplando el paisaje, ven que aparece Murat muy airoso a caballo y se dicen unos a otros la jodimos, Labruyere, vienen a invitarnos al baile. Estar aquí pintándola era demasiado bonito para que durase. Y el Rizos que llega con el sable desenvainado y los arenga:

—¡Hijos de Francia! ¡El Emperador os está mirando!

Y los húsares y los coraceros moviendo la cabeza, hay que fastidiarse, Leduc, podía mirar para otra parte, el Enano, con lo grande que es el campo de batalla y toda la maldita Rusia, fíjate, y se pone a mirarnos precisamente a nosotros. Y Murat que apunta con el sable hacia el sitio de la batalla donde el humo es más espeso, o sea, el flanco derecho donde dicen que hay unos cuatrocientos zumbados que, en lugar de salir por pies como todo el mundo, se empeñan, con lo que está cayendo, en ganarse la Legión de Honor a título póstumo. Para que los hagan mortadela no nos necesitan a nosotros. Pero el caso es que Murat hace caracolear el caballo y dice eso que todos estaban viendo venir:

—¡Cuarto de Húsares! ¡Monten!… ¡Quinto y Décimo de Coraceros! ¡Monten!

O sea, traducido, Leduc, que hay que ganarse el jornal. Y todo son ahora trompetazos y tambores y relinchos y cagüentodo en voz baja, y el Rizos con sus alamares y sus floripondios saludado por Fuckermann y Baisepeau, que se ponen al frente de sus respectivas formaciones y sacan los sables. Y alguien comunica que la carga es contra los cañones rusos del flanco derecho y ya te lo decía yo, Labruyere, que esos españoles bajitos y morenos del 326 nos iban a buscar un día la ruina, ya me contarás qué coño hacen en Rusia esos fulanos, y encima tirándose el pegote como héroes, hay que fastidiarse, en vez de estar en su tierra con el Empecinado o pudriéndose en el campo de prisioneros de Hamburgo, como es su obligación.

—¡Listos para cargar! —grita Murat, que va a lo suyo.

—¡Desenvaineeeen… sables! —corean Fuckermann y Baisepeau.

Y unos mil doscientos sables, más o menos, hacen riiis-ras al salir de la vaina y en ese momento entre el humo y todo lo demás se apartan un poco las nubes y aparece el sol como en Austerlitz, un sol grande y redondo, rojizo, muy a lo ruso, y lo hace con una oportunidad que parece preparada de antemano, justo para iluminar las hojas de acero desnudas. Y todo ese bosque de sables reluce con un centelleo que casi ciega a los que están en la colina del Estado Mayor alrededor del Ilustre, y todos son parbleus y sacrebleus y qué emocionante espectáculo, Sire. Y el Petit sin decir esta boca es mía, observando con ojo crítico la extensión, cosa de media legua, que la caballería debe cruzar en apoyo del 326, y confiando en que el suelo esté lo bastante compacto a pesar de la lluvia de ayer para que no fastidie las patas de los caballos.

—¿Cómo lo ve, Labraguette?

—Estupendamente, Si-sire, gracias —responde Labraguette con prudente entusiasmo, por si al Enano se le ocurre la mala idea de enviarlo a ver el paisaje más de cerca.

—Digo que cómo lo ve. Qué le parece.

—Me pa-parece bien, Sire.

—¿Cuántas bajas calcula usted que le costará a Murat llegar hasta los cañones rusos?

—No sé, Sire. Así, a o-ojo, unos se-setecientos muertos y he-heridos, Sire. Quizá más.

—Eso calculo yo —el Enano suspira para la Historia—. Pero la gloria de Francia lo exige… ¡C'est la guerre, Labraguette!

—Muy ci-cierto, Sire.

—Triste, pero necesario. Ya sabe, la patria y todo eso.

—Ahí le du-duele, Sire.

Mientras esto se comentaba en la colina, los del segundo del 326 llegábamos a unas cuatrocientas varas de los cañones rusos. Lo que se mire como se mire, aunque sea desertando, era mucho llegar.

V. Los adverbios del mariscal Lafleur

A lo lejos estalló un polvorín, una especie de hongo de fuego que iluminó las nubes grises que se cernían sobre Sbodonovo, y el estampido llegó un poco más tarde, amortiguado por la distancia. Algo así como un tuum pumba sordo que hizo temblar las plumas en los sombreros de mariscales, generales y edecanes alrededor del Enano. El mariscal Lafleur, que en ese momento miraba por el catalejo, aseguró que en lo alto del hongo se veían figuritas humanas, pero Lafleur tenía fama de exagerado, así que nadie le hizo mucho caso. De todas formas, el pelotazo había sido tremendo.

—¿Son rusos o de los nuestros? — indagó el Ilustre, interesado.

—Rusos, Sire —aclaró alguien.

—Pues que se jodan.

Y siguió a lo suyo, que en ese momento consistía en seguir los movimientos del mariscal Ney. Después de despachar a Murat para que organizase su carga de caballería, el Enano había decidido olvidarse un rato del 326 de Línea para dedicar su atención a otros aspectos de la batalla. La cosa era que Ney, poniéndose a la cabeza de un par de regimientos de la Guardia, estaba a punto de tomar por cuarta vez, a la bayoneta, los escombros humeantes de la granja que dominaba el vado del Vorosik, por donde se nos habían estado colando durante toda la mañana los escuadrones de caballería cosaca que tanto daño hicieron en el flanco derecho. En ese preciso instante, Ney, como siempre despechugado y sin sombrero, con la casaca hecha trizas y la cara tiznada de pólvora, peleaba al arma blanca como un soldado más después de que le hubieran matado cuatro caballos frente a la granja, uno por asalto, contra los rusos que todavía aguantaban a esta parte del vado. La granja del Vorosik se había convertido en una de esas carnicerías memorables, sablazo va y sablazo viene, bayonetas por todas partes, fulanos gritando de furia o de pavor y sangre chorreando a espuertas, como si entre los muros calcinados de aquel recinto de locura hubiesen degollado a una piara de cerdos. Y en esto que los rusos empiezan a chaquetear, tovarich, tovarich, y a largarse hacia el río, y Ney les dice a los suyos apretad que es pan comido, muchachos, darles lo suyo y que no vuelvan a por más, y los granaderos de la Guardia con los bigotazos y los aros de oro en la oreja y los gorros de pelo de oso y las bayonetas de cuatro palmos que avanzan como segando hierba, zas, zas, no deis cuartel, grita Ney cabreado porque lleva toda la mañana atascado en la puñetera granja, y a los ruskis les meten el
niet niet
en el cuerpo a bayonetazos, salvo a los jefes y oficiales que se rinden. A esos la orden es cogerlos vivos porque los oficiales son unos caballeros, Marcel, que no te enteras, cómo se te ocurre volarle la sesera a ese capitán que se rendía, acabas de cargarte a un caballero, pedazo de imbécil, a ver si crees que todos son como tú, carne de cañón, o sea, chusma.

Arriba, en la colina del puesto de mando, el Petit le pidió el catalejo a Lafleur y echó un vistazo. Sonreía a medias, como cuando recibió la carta del emperador austríaco diciendo que sí, que María Luisa estaba en edad de merecer y él aceptaba, qué remedio, convertirse en suegro del Ilustre. No hay como ganar Marengos y Austerlices para emparentar con la realeza y marcarte un rigodón en Viena, o tal vez fuera un vals, con todas las frauleins mirándole el paquete al apuesto Murat,
donner und blitzen
con el feldmariscal, siempre tan ceñidito él y eructando a los postres, mientras el emperador de los osterreiches tragaba quina por un tubo, mordiéndose el cetro de humillación con los franchutes de amos del cotarro y el Enano con su uniforme de los domingos dándole palmaditas en la espalda, ese suegro simpático y rumboso, Papi, cómo lo ves. La única pega para el Enano era que la tal María Luisa respondía más bien al tipo cómo pretendes que yo te haga eso, esposo mío, ¿qué diría Metternich si me viera en esta postura? Mucho oig y mucho remilgo, eso era lo malo que tenían aquellas princesas tan educadas y tan Habsburgo. Poco imaginativa, a ver si me entienden, del tipo me duele la cabeza, querido, o bien ay, hola y adiós. En ese aspecto, el Enano seguía añorando a su ex, la Beauharnais, aquello sí era calor criollo a ritmo tropical. Llegaba, un suponer, de ganar la campaña de Italia, y allí estaba Josefina en la Malmaison, relinchando como una yegua, siempre lista para darle una carga de coraceros en condiciones. O dos.

—¡Lafleur!

—A la orden, Sire.

—Escriba a París. Estimados, etcétera, dos puntos. Sbodonovo está a punto de caer, moral alta, victoria segura —echó un vistazo rápido al flanco derecho, donde el humo de las explosiones ocultaba en ese momento al 326-. Mejor escriba
prácticamente
segura, por si acaso.

—El adverbio es superfluo, Sire —insinuó Lafleur, que era un mariscal miserable y pelota.

—Bueno, pues elimine el adverbio. Y añada que Moscú es nuestro, o casi.

—Muy bien, Sire —Lafleur escribía a toda prisa, con la lengua en la comisura de la boca, muy aplicado—. ¿Qué frase histórica ponemos esta vez como fórmula de despedida?

—No sé —el Enano paseó la vista por el campo de batalla—. ¿Qué le parece
en el corazón de la vieja Rusia quince siglos nos contemplan
?

—Magnífica. Soberbia. Pero ya usásteis una parecida, Sire. En Egipto. ¿Recordáis?… Las pirámides y todo eso.

—¿De veras? Pues cualquier otra —el Enano echó un nuevo vistazo alrededor, deteniéndose otra vez en la humareda que ocultaba al 326-. Algo de las águilas imperiales. Siempre queda bien eso del águila. Tiene garra.

Y se rió de su propio chiste, coreado por el mariscalato en pleno. Muy bueno, Sire. Ja, ja. Siempre tan agudo, etcétera. Qué gracia tiene el jodío. Después, todo el Estado Mayor se apresuró a sugerir variantes, Sire, el águila vuela alto, las alas del águila, la nobleza del águila francesa, Sire.

—¿La so-sombra del águila? —apuntó el general Labraguette.

—Me gusta —asintió el Enano, aún con los ojos fijos en el flanco derecho—. Eso está bien, Labraguette. La sombra del águila, bajo la que se baten los valientes. Como esos españoles de allá abajo, en mi ejército de veinte naciones. Mírelos: bajitos, indisciplinados, con mala leche, siempre tirándose unos a otros los trastos a la cabeza… Y sin embargo, bajo la sombra del águila imperial van hacia la muerte como un solo hombre, en pos de la gloria.

Batió palmas el mariscalato.

—Sublime, Sire.

—Lo ha dicho un gran hombre.

—Es que el que vale, vale. Y el que no, con Wellington.

—Menos coba, Lafleur. No sea imbécil —el ilustre requirió el catalejo y echó una ojeada a retaguardia—. Por cierto. ¿Qué pasa con Murat?

Todos los mariscales empezaron a ir y venir aparentando estar muy ocupados en el asunto, a despachar batidores a caballo con mensajes para acá y para allá, Murat, a ver qué pasa con Murat, ya estáis oyendo que se impacienta el Emperador, esa carga es para hoy o para mañana, mondieu, así no hay Cristo que gane esta guerra. Y los batidores galopando hacia cualquier parte sin saber adónde ir, agachándose bajo los cañonazos y jurando en francés, con los mensajes ilegibles e inútiles en la vuelta de la manga del dolmán agujereado por los tiros y la metralla, acordándose de la madre que parió a aquel primo suyo que los enchufó como enlaces en el Estado Mayor imperial.

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