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Authors: Johan Theorin

Tags: #Terror y Sobrenatural

La tormenta de nieve (9 page)

BOOK: La tormenta de nieve
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Esa vez sonaron solo tres señales.

–Davidsson.

Joakim no se preocupó por saludar o presentarse.

–¿Ha ocurrido un accidente? –preguntó.

La policía guardó silencio.

–Tiene que contármelo –insistió él.

–¿Está conduciendo? –quiso saber la mujer.

–Ahora no.

Se hizo el silencio durante unos segundos, y después llegó la respuesta:

–Alguien se ha ahogado.

–¿Hay algún… muerto? –preguntó Joakim.

La agente volvió a quedarse callada y luego respondió como si recitara una letanía aprendida:

–No damos nunca esa información por teléfono.

Era como si el pequeño aparato que sujetaba en la mano pesara cien kilos, los músculos de su brazo derecho temblaban mientras lo sostenía.

–Esta vez tendrá que hacerlo –dijo despacio–. Quiero que me dé un nombre. Si alguien de mi familia se ha ahogado, tiene que decirme quién es. Si no, seguiré llamando.

De nuevo se hizo el silencio.

–Un momento.

La mujer dejó el teléfono y se ausentó durante lo que a Joakim le parecieron varios minutos. Temblaba dentro del coche. Luego algo chirrió en el auricular.

–Tengo un nombre –dijo la agente en voz baja.

–¿De quién se trata?

La voz de ella sonaba mecánica, como si recitara de memoria.

–La accidentada se llama Livia Westin.

Joakim contuvo la respiración y agachó la cabeza. Tan pronto como oyó el nombre deseó alejarse de aquel instante, alejarse de aquella noche.

La accidentada.

–¿Hola? –dijo la policía.

Joakim cerró los ojos. Deseaba taparse los oídos y silenciar todos los sonidos.

–¿Joakim?

–Sí, estoy aquí –respondió–. He oído el nombre.

–Bien, entonces podemos…

–Tengo una pregunta más –la interrumpió–. ¿Dónde están Katrine y Gabriel?

–Están en casa de los vecinos, en la granja.

–Entonces voy para allá. Salgo ahora mismo. Dígale…, dígale a Katrine que voy de camino.

–Nos quedaremos aquí toda la noche –contestó la agente–. Alguien le estará esperando.

–De acuerdo.

–¿Quiere que venga un sacerdote? Yo podría…

–No es necesario –la cortó él–. Nos apañaremos.

Joakim apagó el teléfono, puso en marcha el coche y se incorporó rápidamente a la carretera.

No quería hablar con ningún policía ni ningún sacerdote, solo deseaba estar junto a Katrine.

Estaba en la granja de los vecinos, le había dicho la mujer policía. Tenía que tratarse de la gran casa al sur de Åludden, la de las vacas pastando en las praderas de la playa: pero no tenía su número de teléfono, ni siquiera sabía cómo se llamaba la familia que vivía allí. Al parecer, Katrine se relacionaba con ellos. Pero ¿por qué no lo había llamado ella misma? ¿Estaría conmocionada?

De pronto, Joakim comprendió que estaba pensando en la persona equivocada.

Ya no veía nada. Las lágrimas comenzaron a caer por sus mejillas y tuvo que detenerse en el arcén, encender las luces de emergencia y apoyar la frente sobre el volante.

Cerró los ojos.

Livia los había abandonado. Aquella misma mañana había estado escuchando un cuento en el asiento de atrás del coche.

Se sorbió los mocos y miró por la ventanilla. La carretera estaba a oscuras.

Joakim pensó en Åludden, y en los pozos.

Debía de tratarse de un pozo. ¿Acaso no había encontrado una tapadera de uno en el jardín?

Viejos pozos con tapaderas partidas: ¿por qué no había mirado si existía alguno en su terreno? Livia y Gabriel habían corrido libremente por la finca. Debería haber hablado con Katrine sobre los riesgos que podía haber.

Ahora era demasiado tarde.

Tosió y arrancó el Volvo de nuevo. Ya no se detendría más.

Katrine lo esperaba.

Al regresar a la carretera, se le representó el rostro de su mujer frente a él. Todo comenzó cuando ambos se conocieron en aquella visita a un apartamento. Luego había llegado Livia.

Responsabilizarse del bebé había sido un gran paso. Querían tener hijos, pero no tan pronto. Katrine quería hacer las cosas en el orden correcto. Habían pensado vender el apartamento y comprarse una casa en las afueras de la ciudad antes de tener descendencia.

Recordó las horas que habían pasado sentados en la cocina, hablando en voz baja de Livia.

–¿Qué podemos hacer? –había dicho Katrine.

–Me encantaría cuidar de ella –había respondido Joakim–. Aunque no estoy seguro de que sea el momento perfecto.

–No es perfecto –había replicado su mujer, irritada–. Al contrario. Pero es el momento en el que nos encontramos.

Finalmente, se decidieron por Livia. Compraron también la casa y tres años más tarde Katrine se quedó embarazada. Gabriel fue planeado, a diferencia de su hermana.

Y justo como Joakim había pronosticado, le encantó ver crecer a su hija. Le gustaba su voz clara, su energía y su curiosidad.

«Katrine.»

¿Cómo se sentiría ahora? En su cabeza lo había llamado; él la había oído.

Cambió de marcha y pisó el acelerador. Con el remolque detrás, el coche no podía mantener la velocidad máxima, pero casi.

Lo más importante era llegar cuanto antes a la finca, a Öland; a casa, con su mujer y su hijo. Necesitaban estar juntos.

El claro rostro de Katrine flotaba en la oscuridad frente al coche. La podía ver.

5

A las ocho de la tarde, había vuelto la calma a los faros de Åludden. Tilda Davidsson se encontraba en la gran cocina de la casa.

Todo estaba en silencio. Incluso el débil viento del mar había cesado.

Echó un vistazo a la cocina y tuvo la sensación de encontrarse en otro siglo. De no haber sido por los modernos muebles de cocina, le habría parecido hallarse en una casa de finales del siglo
XIX
. Un hogar acomodado. La mesa era una pieza de encina grande y pesada. En las encimeras se veían cacerolas de cobre, porcelana oriental y botellas de cristal soplado. Las paredes y el techo estaban pintados de blanco, pero los armarios y listones de madera eran de color azul celeste.

A Tilda no le hubiera importado entrar en una cocina como aquella por las mañanas, en lugar de la que tenía en su cuchitril de la plaza, en Marnäs.

En aquel momento, se encontraba sola en la casa. Hans Majner y otros dos colegas que acudieron desde Borgholm al lugar del accidente se habían marchado en torno a las siete. Su jefe, Göte Holmblad, había estado en el lugar, pero se mantuvo en un discreto segundo plano y se fue a las cinco, casi al mismo tiempo que la ambulancia.

Joakim Westin, el padre de la familia que vivía allí, llegaría en coche de Estocolmo por la noche (había quedado claro que la policía debía esperarlo). Ella fue la única que se ofreció, gesto que sus colegas aprobaron enseguida.

Tilda esperaba que su conformidad no se debiera a que era una mujer, sino a que era la más joven y llevaba menos tiempo de servicio.

No le importaba hacer turno de noche. Su única ocupación durante toda la tarde, aparte de vigilar la radio y el teléfono, había sido impedir que un reportero del
Ölands-Posten
se acercara al lugar del accidente con su cámara. Lo remitió al responsable de prensa de Kalmar.

Cuando los hombres de la ambulancia bajaron a la playa con la camilla, ella los siguió. Se quedó en el rompeolas, viendo cómo sacaban lentamente el cadáver del agua que separaba el muelle del faro norte. Los brazos colgaban inermes, la ropa chorreaba. A pesar de que esa era la quinta muerte accidental que Tilda presenciaba estando de servicio, creía que nunca se acostumbraría al momento en que sacaban los cuerpos sin vida del agua o de los coches destrozados.

También fue ella la que respondió a la llamada de Joakim Westin. En realidad, iba contra las reglas policiales informar por teléfono a los parientes de un accidente mortal, pero todo había salido bien. Le dio la mala noticia –la peor posible–, pero la voz de Westin se mantuvo tranquila y serena durante toda la conversación. A menudo era mejor oír las malas noticias cuanto antes.

«Facilitar tanto a la víctima como a sus familiares la información más correcta posible lo antes posible»: Martin se lo había enseñado en la Escuela Superior de Policía.

Salió de la cocina y se dirigió al interior de la casa. Allí flotaba un ligero olor a pintura. La habitación más cercana estaba recién empapelada y el suelo recién acuchillado y era realmente acogedora, pero al seguir por el pasillo vio otras habitaciones frías, oscuras y sin muebles. Recordó el viejo apartamento que había tenido al salir de la escuela, un cuchitril sin calefacción donde las personas vivían como animales.

La casa de Åludden no era un lugar en el que a Tilda le apeteciera vivir, especialmente en invierno. Era demasiado grande. Y la costa seguro que estaba preciosa cuando el sol brillaba, pero de noche la desolación era total. Marnäs, con su única calle de tiendas, le parecía una poblada metrópolis en comparación con el vacío de Åludden.

Salió sin apagar la luz, se dirigió al porche acristalado y abrió la puerta de la calle.

Del mar soplaba un viento húmedo. El patio solo estaba iluminado por una bombilla cubierta por una pantalla rota de cristal que proyectaba una luz amarillenta sobre las baldosas y montículos de hierba del patio.

Tilda se refugió al socaire de la pared de piedra del gran establo, junto a un montón de hojas mojadas, y sacó su teléfono. Deseaba oír otra voz, pero esa noche no había podido llamar a Martin y ahora ya era demasiado tarde (se habría marchado ya a casa). Marcó el número de la casa vecina, la de los Carlsson; tras dos señales, respondió la madre.

–¿Cómo están? –preguntó Tilda.

–Acabó de entrar a verlos y ambos dormían –contestó Maria Carlsson en voz baja–. Los he instalado en el cuarto de invitados.

–Bien –dijo ella–. ¿Cuándo se acostarán ustedes? Había pensado pasar por allí con Joakim Westin, pero no llegará de Estocolmo hasta dentro de tres o cuatro horas.

–Pase cuando sea. Roger y yo estaremos despiertos el tiempo que sea necesario.

En cuanto Tilda hubo apagado el teléfono, volvió a sentirse sola.

Eran las ocho y media. Pensó en ir a Marnäs y descansar un rato, pero corría el riesgo de que Westin o algún otro llamara a Åludden.

Regresó al interior de la casa por el porche.

Esa vez, continuó por el corto pasillo y se detuvo en el umbral de una de las habitaciones. Era un cuarto pequeño y acogedor, como una luminosa capilla en un oscuro palacio. El papel de las paredes era amarillo con estrellas rojas y a lo largo de las paredes había una decena de peluches sentados en pequeñas sillas.

Se trataba sin duda de la habitación de la hija.

Tilda entró con cuidado y se quedó de pie en medio de la habitación, sobre la suave alfombra. Supuso que los padres habrían arreglado primero las habitaciones de los niños para que estos se sintieran rápidamente en casa. Recordó la pequeña habitación en la que ella había crecido, en un apartamento de Kalmar, y que había compartido con sus hermanos. Siempre deseó tener su propio dormitorio.

La cama era corta pero ancha, con una colcha amarilla y cantidad de mullidos cojines estampados con elefantes y leones que llevaban gorros de dormir y descansaban en sus camitas.

Tilda se sentó en ella. Emitió un débil chirrido, pero era blanda.

La casa seguía en completo silencio.

Se echó hacia atrás, donde la recibió el montón de cojines, y se relajó con la mirada fija en el techo. Si dejaba volar la imaginación, la superficie blanca se convertía en una pantalla en la que se veían sus recuerdos.

Tilda vio a Martin en el techo, en la misma postura en la que durmió a su lado la última vez. Fue en su antiguo apartamento, en Växjö, hacía casi un mes, y esperaba que dentro de poco fuera a visitarla a Märnas.

Nada es tan cálido y acogedor como una habitación infantil.

Respiró lentamente y cerró los ojos.

Si vienes a mí, yo iré a ti…

Tilda se incorporó de golpe, sobresaltada, sin saber dónde se encontraba. Pero papá estaba con ella, podía oír su voz.

Abrió los ojos.

No, su padre había muerto; se salió de la carretera hacía once años.

Parpadeó, miró a su alrededor y comprendió que se había quedado dormida.

Percibió el aroma a madera acuchillada y vio un techo recién pintado sobre su cabeza; entonces recordó que se encontraba en una cama pequeña, en Åludden. Justo después, la asaltó el desagradable recuerdo del agua chorreando: cómo se escurría de la ropa del cuerpo en la playa.

Se había dormido en el cuarto de la niña.

Tilda se sacudió el sueño, miró el reloj y vio que eran las once y diez. Había dormido más de dos horas, y había tenido extraños sueños sobre su padre. Él había estado con ella en aquella habitación.

Captó algo y levantó la cabeza.

La casa ya no estaba en silencio. Oyó débiles sonidos que subían y bajaban, como la voz de una o varias personas. Un sonido de voces que susurraban.

Parecían murmullos amortiguados. Un grupo de personas que hablaban en voz baja e impetuosa en algún lugar del exterior.

Tilda se levantó en silencio de la cama, con la sensación de estar escuchando a escondidas.

Contuvo la respiración para oír mejor y dio un par de cautelosos pasos hacia la puerta. Salió de la habitación y aguzó el oído de nuevo.

Quizá solo fuera el sonido del viento.

Se encaminó de nuevo al porche, y, justo cuando empezaba a distinguir las voces con claridad a través del cristal de las ventanas, enmudecieron de golpe.

Fuera, todo permanecía en silencio y estaba en penumbra.

Al segundo siguiente, una potente luz barrió las habitaciones de la casa: los faros de un coche.

Oyó acercarse el débil sonido de un motor y comprendió que Joakim Westin había regresado a Åludden.

Tilda lanzó una última mirada al patio para cerciorarse de que todo estaba en orden. Pensó en las voces que había oído y tuvo la vaga sensación de haber hecho algo prohibido, a pesar de que le había parecido obvio esperar al hombre dentro de la casa caldeada. Se puso los zapatos y salió a la oscuridad.

En ese momento, apareció un coche con un remolque y se detuvo en el jardín.

El conductor apagó el motor y se apeó. Joakim Westin. De unos treinta y cinco años, alto y delgado, con vaqueros y anorak. Tilda apenas podía distinguir su rostro en la oscuridad, pero le pareció que él la miraba severamente. Abandonó el coche con rápidos movimientos cargados de tensión.

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