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Authors: John C. Wright

Tags: #Ciencia-Ficción

La Trascendencia Dorada (2 page)

BOOK: La Trascendencia Dorada
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Tuvo la impresión de que era alguien detestable, alguien a quien toda la humanidad había convenido en desterrar. ¿Quién? ¿Era alguien que valía la pena ser?

Si optas por el suicidio, la nueva versión de tu personalidad estará equi
pada con las concatenaciones de memoria intermedias que formes durante
este proceso, así que él creerá que eres tú, y se mantendrá la ilusión de
continuidad...

—¡Basta! ¿Quién soy?

Recuerdos primarios inscribiéndose en el córtex. Estableciendo sendas
parasimpáticas hacia el misencéfálo y el postencéfalo para reflejos emocio
nales y patrones de conducta. Aguarda, por favor.

Recordó: era Faetón. Lo habían exilado de la Tierra, de la Ecumene Dorada, porque había algo que él amaba más que la Tierra, más que la Ecumene.

¿Qué era? Algo inexpresablemente adorable, un sueño que había inflamado su alma como el rayo... ¿Una mujer? ¿Su esposa? No. Otra cosa. ¿Qué?

Ciclo mental completo. Iniciando proceso físico.

—¿Por qué estaba inconsciente?

Estabas muerto.

—¿Un error en el campo de contraaceleración?

El mariscal Atkins te mató.

El último soldado de la Tierra. El único miembro de las fuerzas armadas de una utopía pacífica. Atkins tenía los poderes de un dios, armas mortíferas diseñadas por máquinas inteligentes sobrehumanas. Extrañamente, las máquinas se negaban a usar las armas, se negaban a matar, aun en defensa propia, aun en una causa inmaculada. Sólo los humanos (decían las máquinas), sólo los seres vivientes podían poner fin a la vida.

Había un plan. El plan de Atkins. Un plan para burlar al enemigo. El exilio de Faetón formaba parte del plan, algo destinado a sacar de su escondrijo a los agentes silentes. Pero no había detalles. Faetón desconocía el plan.

—¿Por qué me mató?

Tú aceptaste.

—¡No recuerdo haber aceptado!

Aceptaste no recordar tu aceptación.

—¿Cómo sé que es cierto?

La pregunta se basa en una suposición infundada. Los registros menta
les indican que no sabes si es cierto; en consecuencia, la pregunta del cómo
es contrafáctica. ¿Deseas revisar el índice de pensamientos para verificar si
hay errores?

—¡No! ¿Cómo sé que no eres el enemigo? ¿Cómo sé que no me han capturado?

Por favor, revisa la respuesta anterior; se llega al mismo resultado.

—¿Cómo sé que no me torturarán, o que no están manipulando mi sistema nervioso?

Estamos manipulando tu sistema nervioso. Los nervios dañados están a
punto de ser devueltos a la temperatura vital y reactivados. ¿Quieres un
neutralizador? Habrá cierto dolor.

—¿Cuánto dolor?

Sufrirás una tortura. ¿Quieres una discontinuidad?

—¿Qué clase de discontinuidad? ¿Un anestésico?

Se deben seguir las señales de dolor para confirmar que el centro de
dolor de tu cerebro está sano. Naturalmente, sería contraproducente atenuar el dolor en estas circunstancias, pero el recuerdo del dolor se puede eliminar de tu secuencia final de memoria, de modo que la versión de ti que sufrirá no formará parte de la continuidad personal de la versión de ti que despierte.

—¡Basta de versiones! ¡Yo soy yo, Faetón! ¡No permitiré que se entrometan de nuevo con mi identidad!

Lamentarás esta decisión.

Extraño, cuán pragmática sonaba esa frase. La máquina sólo informaba de que, en efecto, lamentaría la decisión.

Y, antes de desmayarse de nuevo, la lamentó.

Faetón despertó en turbia confusión, aturdido, abotargado, paralizado, ciego. No podía abrir los ojos, no podía moverse.

Durante un momento asfixiante, se preguntó si el enemigo lo había capturado y era sólo un cerebro indefenso y sin cuerpo, notando en un mar de nutrientes viscosos.

Se alegró de que Atkins no le hubiera revelado el plan. Recordaba que había aceptado que fuera así, pero era lo único que recordaba.

¿Dónde estaba? Abrió un archivo de memoria a largo plazo, y vio los planos de una potente nave. Cien kilómetros de proa a popa, lustrosa y aerodinámica como una punta de lanza, casco de admantio dorado, un elemento artificialmente estable de peso inimaginable: inconmensurablemente fuerte, resistente, refractario. El supermetal tenía un punto de fusión imposiblemente alto: el plasma no derretía el admantio; podía sumergirse en una estrella amarilla de tamaño mediano y salir ileso.

El núcleo de la nave era puro combustible, cientos de kilómetros cúbicos de antihidrógeno congelado. Como su primo de materia positiva, el antihidrógeno cobraba propiedades metálicas cuando se condensaba a temperaturas próximas al cero absoluto, y se podía magnetizar. Las redes de células magnéticas que ocupaban el volumen hueco de la gran nave contenían millones de toneladas métricas de ese combustible. Menos del uno por ciento de su interior estaba ocupado por los habitáculos y las mentes de control; el resto era todo combustible y propulsión.

Estaba conectado con la mente de la nave. Intuyó que la superinteligencia de la nave, casi de nivel sofotec, sostenía sus pensamientos maltrechos e inconclusos. ¡Qué mente admirable! En su memoria había un mapa perfecto de la galaxia, o al menos del segmento de la galaxia visible desde el Sol. El enorme núcleo, un infierno de polvo y radiación que ocultaba un agujero negro de miles de años luz de diámetro, bloqueaba la luz, la radio o cualquier señal procedente del otro lado de la galaxia. Aun con semejante nave—, estos lugares estaban a miles o millones de años de viaje, un misterio que hasta los inmortales tardarían mucho tiempo en resolver.

Pero no él. Él ya no era inmortal. Una de las condiciones de su exilio era que las copias de seguridad de su persona, su memoria y su yo esencial se eliminaran de la Mentalidad. De nuevo era mortal.

Pero... La mente de la nave acababa de descargarle una copia de sí mismo. ¿Qué sucedía?

Habitualmente, cuando una mente humana estaba enlazada a una mente mecánica, la apertura de archivos de memoria no requería titubeos, búsquedas ni tanteos; no era preciso hurgar torpemente en índices y menús; la máquina sabía lo que él quería saber antes de que lo supiera él mismo, y lo insertaba sin tropiezos ni dolor en su memoria (haciendo los ajustes necesarios en su sistema nervioso para que pareciera que él siempre había sabido lo que necesitaba saber).

¿Habían hecho una copia ilegal de su mente? ¿Era el verdadero Faetón? ¿O Atkins había dispuesto que un sofotec militar de la Mente Bélica realizara una copia sin conocimiento público?

Se abrió otro archivo, y surgió el vago recuerdo de un lector noético portátil, algo fabricado por Aureliano Sofotec a requerimiento de la Mente Terráquea, que era mucho más sabía que otras mentes mecánicas, así como éstas eran más sabias que los meros hombres.

¿Por qué su memoria no funcionaba bien?

Una estrella se puso negra en el mapa estelar de la mente de la nave. Una sensación de espanto embargó a Faetón. La fuente de rayos X de la constelación del Cisne, Cygnus X-1. La primera, última y única colonia extrasolar del hombre, a mil años luz de distancia. Al principio, un puesto científico de avanzada se instaló allí para estudiar el agujero negro; luego, exasperado por las conclusiones onírico-intuitivas alcanzadas por un grupo de Taumaturgos colectivos al cabo de muchos años, un líder Taumaturgo llamado Ao Ormgorgon lo escogió como destino de un viaje épico que duraría decenas de siglos, a bordo de las lentas y enormes naves de la Quinta Era, para colonizar el sistema. En aquellos días lejanos aún no se había inventado la inmortalidad: sólo viajaron hombres con formaciones nerviosas alternativas, Taumaturgos empedernidos, Invariantes incapaces de sentir temor, mentes colectivas cuya memoria de superficie podía sobrevivir a la muerte de los miembros individuales.

Por un tiempo, una gran civilización reinó allí, aprovechando la energía infinita del agujero negro. Luego, los radioláseres de largo alcance callaron. No se oyó nada más, y se la conoció como la Ecumene Silente.

No estaban muertos. Eran el enemigo. Algo, alguien, alguna máquina, o quizá millones de personas, habían sobrevivido, y en silencio, sin despertar la menor sospecha, después de callar durante miles de años, habían enviado un agente al sistema madre, a la Ecumene Dorada.

Lo buscaban a él. Querían su nave, la nave más potente que jamás había volado.

La
Fénix Exultante.

Era la única nave jamás fabricada que se acercaba a la velocidad de la luz. Gracias a la dilatación temporal, aun los viajes más largos serían breves para sus ocupantes; y una tripulación inmortal de un planeta de inmortales no se preocuparía por los siglos que perdería entre las estrellas.

Pocas personas de la Ecumene Dorada deseaban abandonar la paz y la prosperidad de una sociedad inmortal para quedar fuera del alcance de los circuitos de inmortalidad. Entre esas pocas, nadie tenía riqueza suficiente para construir semejante nave. Si Faetón fracasaba, el sueño del viaje estelar se desvanecería, quizá durante milenios.

Pero los silentes venían de una colonia donde la inmortalidad no se había inventado. Eran hijos de pioneros de las estrellas. Conocían el valor del vuelo estelar; creían en el sueño.

Más aún, querían apropiarse del sueño.

Venían a por él. Venían a por la nave. Los señores de la Ecumene Silente. Los seres, otrora hombres, ahora extraños y olvidados, que venían del agujero negro que ardía en el corazón de la constelación del Cisne.

Un canal de sensaciones internas entró en línea. Faetón cobró consciencia del estado de su cuerpo.

Sentía una presión inmensa. Estaba bajo noventa gravedades de peso. El circuito le indicó que su cuerpo había adoptado la configuración interna más resistente a los choques; sus células parecían más madera que carne, sus líquidos y fluidos se habían transformado en una materia espesa y viscosa que se desplazaba penosamente contra ese peso aplastante. La gelatina de su cerebro se había endurecido artificialmente para resistir la supergravedad. Su cerebro era un bloque inerte, y todos sus procesos mentales circulaban por los circuitos y los cables electrofotónicos de su red neuronal artificial secundaria.

Ahora estaba despierto porque esa red neuronal iniciaba el proceso de descargarse en su cerebro bioquímico. Su cerebro era descongelado.

Además, estaba apresado en un campo de retardo increíblemente potente. Líneas de pseudomateria delgadas como electrones, una red de mil millones de hebras, penetraban el cuerpo de Faetón y anclaban cada célula y núcleo celular a su sitio.

Sus funciones biológicas estaban suspendidas, pero las que eran necesarias para proceder eran activadas por la fuerza. Cada línea de pseudomateria del campo de retardo aprehendía la molécula, compuesto químico o ion del cuerpo de Faetón al que estaba dedicada e impulsaba los movimientos que, en esa gravedad, no habría podido efectuar por su cuenta.

Notó que llevaba puesta su capa. La magnífica nanomaquinaria del revestimiento interno de la armadura había penetrado cada célula del cuerpo y comenzaba a devolverlo a la vida normal.

Una no sangre roja era extraída de sus venas a gran velocidad, y un fluido intermedio que parecía sangre la reemplazó, preparando las células y tejidos para la sangre real. Se repararon millones de lesiones diminutas y rasgaduras de su médula ósea y sus tejidos blandos. Sintió calor en el cuerpo, pero el centro de dolor de su cerebro estaba anulado, así que la sensación era de tibia luz estival, no de tortura.

Por una vez, la capa realizaba su función específica, en vez de ser utilizada como campamento, laboratorio médico o para los placeres de un hatajo de borrachos. Si su rostro no hubiera sido un bloque congelado, habría sonreído. La supergravedad descendía. Estaba bajo ochenta gravedades de aceleración, setenta...

En cuanto las células del lóbulo occipital fueron restauradas, surgió la luz. No desde sus ojos, que aún eran globos inmóviles de materia congelada, sujetos por intensos campos pseudomateriales. Un circuito se abrió en la red neuronal, y cámaras externas enviaron señales a los centros visuales del cerebro.

Fue como si súbitamente colgara en el espacio. Alrededor había miríadas de estrellas.

Pero no alrededor de él, de su cuerpo. Las imágenes que recibía tenían su origen en las células visuales del casco de la
Fénix Exultante, o
las naves asistentes.

La
Fénix Exultante
estaba en vuelo, una filosa punta de oro resplandeciente montada en el asta de una lanza de fuego. Las naves asistentes, como motas de oro derramadas por un leviatán, salían despedidas de las dársenas de popa y se rezagaban rápidamente.

La
Fénix Exultante
estaba en la zona externa del sistema solar. Los faros de radioastronavegación de Marte y Deméter estaban detrás, y el sol joviano, la brillante masa de radio y energía que delataba la actividad de la comunidad circunjoviana, brillaban a ocho puntos del haz de estribor. La
Fénix Exultante
estaba a cinco UA del Sol.

Ejércitos de robots desmantelaron y apartaron el escudo de desaceleración que protegía la popa de la nave; esto indicaba que la desaceleración estaba a punto de terminar, y el peligro de una colisión de alta velocidad con partículas de polvo interplanetario disminuía.

Pues desaceleraba, en efecto. Faetón comprendió que su imagen visual estaba invertida. La «lanza» de su gran nave volaba hacia atrás, de popa, precedida por una inconcebible asta de fuego.

Las naves asistentes no se «rezagaban». Incapaces de desacelerar tan rápidamente como la nave madre, se adelantaban, tal como las paracaidistas de un ballet aéreo parecen adelantarse respecto de la primera bailarina que despliega sus alas.

La tasa de desaceleración disminuía. La desaceleración había bajado de noventa gravedades a poco más de cincuenta en los últimos momentos. Noventa era el máximo que la nave podía tolerar. Pero, para tolerarlo, necesitaba (igual que Faetón) una configuración interna que le infundiera la dureza apropiada. Si las toberas se apagaban de repente, con un súbito regreso a caída libre, el cambio de tensión provocaría una conmoción excesiva.

En muchos sentidos, los cambios en desaceleración (sacudidas, los llamaban) eran más peligrosos que la aceleración. ¿Cómo resistía la nave?

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