Las cruzadas vistas por los árabes (13 page)

Read Las cruzadas vistas por los árabes Online

Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: Las cruzadas vistas por los árabes
9.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando le llegan, en junio de 1104, las nuevas de la victoria de Harrán, envía en el acto un mensaje al emir Sokman para pedirle que complete su triunfo alejando a los frany de Trípoli. Para apoyar su petición, le ofrece gran cantidad de oro y se compromete a cubrir todos los gastos de la expedición. Al vencedor de Harrán le tienta la propuesta. Reuniendo un poderoso ejército se dirige hacia Siria, pero, cuando está a menos de cuatro días de marcha de Trípoli, cae fulminado por una angina de pecho. Sus tropas se dispersan, y la moral del cadí y de sus súbditos se viene abajo.

No obstante, en 1105 surge una lucecita de esperanza. Acaba de morir de tuberculosis el sultán Barkyaruk, lo que pone fin a la interminable guerra fratricida que tiene paralizado al imperio selyúcida desde el comienzo de la invasión franca. En lo sucesivo, Irak, Siria y el oeste de Persia deberían tener un solo señor, «el sultán salvador del mundo y de la religión, Muhammad Ibn Malikshah». Los tripolitanos toman al pie de la letra el título que ostenta este monarca selyúcida de veinticuatro años. Fajr el-Mulk manda al sultán mensaje tras mensaje y recibe de él promesa tras promesa. Pero no se vislumbra ningún ejército de socorro.

Mientras tanto, se refuerza el bloqueo de la ciudad. A Saint-Gilles lo ha sustituido uno de sus primos, «al-Cerdani», el conde de Cerdaña, que aumenta la presión sobre los sitiados. Los víveres llegan cada vez con mayor dificultad por vía terrestre. Los precios de los productos suben a ritmo vertiginoso: la libra de dátiles se vende a un diñar de oro, moneda que, habitualmente, cubre la subsistencia de una familia entera durante varias semanas. Muchos habitantes de la ciudad intentan emigrar hacia Tiro, Homs o Damasco. La escasez provoca traiciones. Unos notables tripolitanos van a ver un día a al-Cerdani, y para ganarse su favor, le dicen por qué medios la ciudad sigue consiguiendo algunas provisiones. Fajr el-Mulk ofrece entonces a su adversario una suma fabulosa para que le entregue a los traidores, pero el conde rehúsa, y al día siguiente por la mañana aparecen degollados los notables en el interior del campo enemigo.

A pesar de esta hazaña, la situación de Trípoli sigue deteriorándose. Los refuerzos no aparecen y circulan rumores persistentes sobre la inminente llegada de una flota franca. Como último recurso, Fajr el-Mulk decide ir personalmente a defender su causa a Bagdad ante el sultán Muhammad y el califa al-Mustazhir-billah. Uno de sus primos queda encargado, durante su ausencia, de gobernar interinamente y las tropas cobran seis meses de sueldo por adelantado. Se ha preparado una importante escolta de quinientos soldados de caballería e infantería con numerosos servidores, que llevan regalos de todas clases: espadas cinceladas, caballos de pura sangre, túnicas de gala bordadas, así como objetos de orfebrería, la especialidad de Trípoli. Es, pues, hacia finales de marzo de 1108 cuando abandona la ciudad con su larga comitiva.
Salió de Trípoli por vía terrestre
, precisa sin ambigüedad alguna Ibn al-Qalanisi, el único cronista que vivió estos acontecimientos, dando a entender que, al parecer, los frany han consentido en que el cadí cruce sus líneas ¡para ir a predicar la guerra santa contra ellos! Dadas las curiosas relaciones que existen entre sitiadores y sitiados, no puede excluirse tal posibilidad. Pero parece más plausible que el cadí llegara a Beirut en barco y que sólo entonces siguiera camino por tierra.

Sea como fuere, Fajr el-Mulk se detiene primero en Damasco. El señor de Trípoli sentía marcada aversión por Dukak, pero el incapaz rey selyúcida había muerto, sin duda envenenado, algún tiempo antes, y, desde entonces, la ciudad estaba en mano de su tutor, el atabeg Toghtekin, un antiguo esclavo cojo cuyas ambiguas relaciones con los frany van a dominar el escenario político sirio durante más de veinte años. Ambicioso, astuto, sin escrúpulos, este militar turco es, como el propio Fajr el-Mulk, hombre maduro y realista. Rompiendo con el comportamiento vengativo de Dukak, dispensa un caluroso recibimiento al señor de Trípoli, organiza un gran banquete en su honor e incluso lo invita a su baño privado. El cadí agradece estas atenciones pero prefiere alojarse fuera de los muros; ¡la confianza tiene sus límites!

En Bagdad, la recepción es aún más suntuosa. Tratan al cadí como a un poderoso monarca, tan grande es el prestigio de Trípoli en el mundo musulmán. El sultán Muhammad le manda su propia barca para cruzar el Tigris. Los responsables del protocolo llevan al señor de Trípoli a un salón flotante en cuyo extremo han colocado el gran almohadón bordado sobre el que se sienta habitualmente el sultán. Fajr el-Mulk se acomoda al lado, en lugar de los visitantes, pero los dignatarios se abalanzan hacia él y lo toman por ambos brazos: el monarca ha insistido personalmente en que su huésped tome asiento en su propio almohadón. Reciben al cadí de palacio en palacio y el sultán, el califa y sus colaboradores lo interrogan acerca del asedio de la ciudad mientras todo Bagdad liaba su coraje en el yihad contra los frany.

Pero cuando llegan a las cuestiones políticas y Fajr el-dulk le pide a Muhammad que envíe un ejército para levantar el cerco de Trípoli,
el sultán
—cuenta maliciosamente Ibn al-Qalanisi—
ordenó a algunos de los principales emires que partieran con Fajr el-Mulk para ayudarlo a rechazar a quienes sitiaban su ciudad; al cuerpo expedicionario le encomendó que se detuviera algún tiempo en Mosul para quitársela de las manos a Yawali y que, una vez hecho esto, fuera a Trípoli
.

Fajr el-Mulk se queda aterrado. La situación está tan enmarañada en Mosul que harían falta años para arreglarla. Pero, sobre todo, la ciudad está situada al norte de Bagdad mientras que Trípoli se encuentra completamente al oeste. Si el ejército da tal rodeo nunca llegará a tiempo de salvar su capital. Ésta puede caer de un día a otro —insiste—. Pero el sultán no quiere atender a razones. Los intereses del imperio selyúcida exigen que se dé prioridad al problema de Mosul. Por más intentos que hace el cadí, tales como comprar a precio de oro a algunos consejeros del monarca, no consigue nada: el ejército irá primero a Mosul. Cuando, al cabo de cuatro meses, Fajr el-Mulk emprende el camino de regreso, lo hace sin ceremonial alguno. Ya está convencido de que no podrá conservar su ciudad. Lo que no sabe aún es que ya la ha perdido.

Nada más llegar a Damasco, en agosto de 1108, le dan la triste noticia. Desmoralizados por su ausencia excesivamente prolongada, los notables de Trípoli han decidido confiar la ciudad al señor de Egipto quien ha prometido defenderla contra los frany. Al-Afdal ha enviado barcos de víveres y también un gobernador, que se ha hecho cargo de los asuntos de la ciudad y cuya primera misión consiste en apoderarse de la familia de Fajr el-Mulk, de sus partidarios, de su tesoro, de sus muebles y de sus efectos personales y enviarlo todo por barco a Egipto.

Mientras el visir se ensaña de este modo con el infortunado cadí, los frany preparan el asalto final contra Trípoli. Sus jefes han ido llegando uno tras otro ante los muros de la ciudad sitiada. Está el rey Balduino de Jerusalén, el señor de todos ellos; está Balduino de Edesa y Tancredo de Antioquía que se han reconciliado para esta ocasión.

También hay dos miembros de la familia Saint-Gilles, al-Cerdani y el propio hijo del difunto conde, a quien los cronistas llaman Ibn Saint-Gilles, que acaba de llegar de su país con decenas de barcos genoveses. Ambos codician Trípoli, pero el rey de Jerusalén los obligará a acallar sus discusiones. E Ibn Saint-Gilles esperará a que acabe la batalla para mandar asesinar a su rival.

En marzo de 1109 todo parece dispuesto para un ataque concertado por tierra y mar. Los tripolitanos observan estos preparativos con pavor, pero no pierden la esperanza. ¿Acaso no les ha prometido al-Afdal enviarles una flota más poderosa que cuantas habían visto hasta entonces, con suficientes víveres, combatientes y material bélico para resistir un año?

Los tripolitanos no dudan de que los barcos genoveses huirán en cuanto se aviste la flota fatimita. ¡Pero eso será si llega a tiempo!

A principios del verano —dice Ibn al-Qalanisi—,
los frany empezaron a atacar Trípoli con todas sus fuerzas, empujando las torres móviles hacia las murallas. Cuando los habitantes de la ciudad vieron cuan violentos eran los asaltos que habían de afrontar perdieron el valor, pues se dieron cuenta de que estaban perdidos sin remedio. Los víveres se habían agotado y la flota egipcia tardaba en llegar. Los vientos seguían siendo contrarios de acuerdo con la voluntad de Dios, que decide el cumplimiento de las cosas. Los frany redoblaron sus esfuerzos y tomaron la ciudad en reñida lucha
, el 12 de julio de 1109. Tras dos mil días de resistencia, los guerreros de Occidente saquearon la ciudad de la orfebrería y las bibliotecas, de los marinos intrépidos y de los cadíes cultos. Los cien mil volúmenes de Dar-em-Ilm son pasto del saqueo y de las llamas para que los libros «impíos» queden destruidos. Según el cronista de Damasco,
los frany decidieron que un tercio de la ciudad sería para los genoveses y los otros dos para el hijo de Saint-Gilles. Dejaron aparte para el rey Balduino cuanto se le antojó
. De hecho, a la mayoría de los habitantes los vendieron como esclavos, a los demás los despojaron de sus bienes y los expulsaron. Muchos irán hacia el puerto de Tiro. Fajr el-Mulk acabará sus días en los alrededores de Damasco.

¿Y la flota egipcia?
Llegó a Tiro ocho días después de la caída de Trípoli
—relata Ibn al-Qalanisi—,
cuando todo había concluido, a causa del castigo divino que había caído sobre sus habitantes
.

La segunda presa que han elegido los frany es Beirut. Adosada a la montaña libanesa, la ciudad está rodeada de pinares, sobre todo en los arrabales de Mazraat-al-Arab y Ras-el-Nabeh donde los invasores van a encontrar la madera necesaria para la construcción de sus máquinas de asedio. Beirut dista mucho del esplendor de Trípoli y sus modestas villas difícilmente pueden compararse con los palacios romanos cuyos vestigios de mármol están esparcidos por el suelo de la antigua Berytus. Sin embargo, es una ciudad relativamente próspera gracias a su puerto, situado en la cornisa donde, según la tradición, San Jorge venció al dragón. Codiciada por los damascenos, gobernada con desidia por los egipcios, al final se enfrentaría a los frany, a partir de 1110, con sus propios medios. Sus cinco mil habitantes van a luchar con la energía de la desesperación, destruyendo una tras otra las torres de madera de los sitiadores.
¡Ni antes ni después vieron los frany batalla más ruda que ésta!
, exclama Ibn al-Qalanisi. Eso es algo que los invasores no perdonarán. Una vez tomada la ciudad, el 13 de mayo, se entregan a una ciega matanza; para que sirviera de escarmiento.

El escarmiento sirvió. El verano siguiente,
cierto rey franco
—¿puede reprochársele al cronista de Damasco que no haya reconocido a Sigurd, soberano de la lejana Noruega?—
llegó por mar con más de sesenta navíos cargados de combatientes para cumplir con la peregrinación y llevar la guerra a la región del Islam. Cuando se dirigía a Jerusalén, salió a su encuentro Balduino y ambos pusieron cerco, por tierra y mar, al puerto de Saida
, la antigua Sidón de los fenicios. Su muralla, derruida y vuelta a construir más de una vez a lo largo de la historia, sigue siendo impresionante todavía hoy, con sus enormes bloques de piedra golpeados sin tregua por el Mediterráneo. Pero sus habitantes, que habían dado prueba de gran valor al principio de la invasión franca, ya no tienen ánimo de luchar, pues, según Ibn al-Qalanisi,
temían correr la misma suerte que Beirut. Enviaron, pues, a su cadí, junto con una delegación de notables, a ver a los frany para pedirle a Balduino que les perdonara la vida. Éste accedió a su petición
. La ciudad capituló el 4 de diciembre de 1110. Esta vez no habrá matanza sino un éxodo masivo hacia Tiro y Damasco, que ya rebosan de refugiados.

En el espacio de diecisiete meses han tomado y saqueado Trípoli, Beirut y Saida, tres de las ciudades más famosas del mundo árabe, han asesinado o deportado a sus habitantes, han matado u obligado a exiliarse a sus emires, cadíes y hombres de leyes, han profanado sus mezquitas. ¿Qué fuerza puede impedir a los frany que, dentro de nada, estén en Tiro, en Alepo, en Damasco, en El Cairo, en Mosul o —¿por qué no?— en Bagdad? ¿Existe aún la voluntad de resistir? Entre los dirigentes musulmanes, seguro que no. Pero, entre la población de las ciudades más amenazadas, la guerra santa que libran sin tregua, a lo largo de los últimos trece años, los peregrinos combatientes de Occidente, empieza a surtir efecto: el yihad, que desde hacía mucho tiempo no era más que una consigna que servía para adornar los discursos oficiales, vuelve a hacer su aparición. De nuevo lo preconizan algunos grupos de refugiados, algunos poetas y algunos religiosos.

Precisamente uno de ellos, Abdu-Fadl Ibn al-Jashab, un cadí de Alepo de pequeña estatura pero de poderosa voz, es quien, con su tesón y su fortaleza de carácter, se decide a despertar al gigante dormido en que se ha convertido el mundo árabe. Su primer acto popular consiste en repetir, doce años después, el escándalo que antaño había provocado al-Harawi en las calles de Bagdad. En esta ocasión, va a haber un auténtico motín.

Capítulo 5

Un resistente con turbante

El viernes 17 de febrero de 1111, el cadí Ibn al-Jashab irrumpe en la mezquita del sultán, en Bagdad, en compañía de un nutrido grupo de ciudadanos de Alepo entre los que se encuentra un jerife hachemita descendiente del Profeta, ascetas sufíes, imanes y mercaderes.

Obligaron al predicador a bajar del púlpito, que destrozaron —dice Ibn al-Qalanisi— y se pusieron a gritar y a llorar por las desgracias que padecía el Islam por culpa de los frany que mataban a los hombres y esclavizaban a las mujeres y a los niños. Como impedían orar a los creyentes, los responsables que estaban allí les hicieron, para calmarlos, promesas en nombre del sultán: enviarían ejércitos para defender el Islam de los frany y de todos los infieles.

Pero estas buenas palabras no bastan para calmar a los sublevados. El viernes siguiente vuelven a manifestarse del mismo modo, esta vez en la mezquita del califa. Cuando los guardias intentan cortarles el paso, los derriban brutalmente, destrozan el púlpito de madera decorado con arabescos y versículos coránicos y profieren insultos contra el propio príncipe de los creyentes. Bagdad está sumida en la mayor confusión.

Other books

The Dating Tutor by Frost, Melissa
Ricochet by Sandra Brown
Five Great Short Stories by Anton Chekhov
Give a Little by Kate Perry
Carola Dunn by The Fortune-Hunters
Bride for a Night by Rosemary Rogers
The Glitter Scene by Monika Fagerholm
Wish by Kelly Hunter