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Authors: Emilio Salgari

Las maravillas del 2000 (10 page)

BOOK: Las maravillas del 2000
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—¿De qué modo?

—Mediante un cable enrollado en un carrete que se de senrolla a medida que el tren avanza. Escuchemos.

Una voz metálica se hizo oír enseguida.

"Gran desastre en el Missouri producido por una inundación imprevista. Omaha ha quedado enteramente destruida y sesenta mil personas se ahogaron. El gobierno de

Nebraska ha enviado ingenieros con veinte mil hombres, víveres y botes.

"Europa. Los anarquistas de la ciudad submarina que han saqueado Cádiz fueron completamente destruidos por los bomberos de Málaga. El gobierno español indemnizará a los habitantes.

"Asia. El gobierno de la India se encuentra en graves problemas a causa de la carestía. Los hindúes mueren de hambre a millones."

—Brandok, ¿todo esto no es prodigioso? —preguntó Toby.

—Seguimos soñando —respondió el joven—. Ya estoy convencido de no haberme despertado en la Tierra sino en otro mundo.

—Yo casi pienso lo mismo —respondió Toby.

—Y, sin embargo, existen otras maravillas más grandiosas —dijo Holker.

Una leve sacudida y un ruido de puertas que parecía que se abrían, lo interrumpieron. Casi en el mismo instante se oyó una voz que gritaba:

—¡Montreal!...

—¡Ya estamos en Canadá! —exclamó Brandok.

—Son las dos —dijo Holker, mirando su cronómetro.

—¿Cuándo llegaremos a Quebec?

—A las tres y algunos minutos.

—¿Y al Polo Norte?

—Dentro de dos días.

—¿Y nosotros recorreremos en tan breve tiempo una distancia tan enorme?

—Allá resbalaremos a una velocidad de doscientas millas por hora. ¡Otra que la furia de los huracanes!... —¿Resbalaremos?

—Esa es la palabra.

—¿Y cómo?

—Ya lo sabrán cuando lleguemos a los confines del continente americano y nos internemos en el océano Polar.

—¡Brandok!

—¡Toby!

—¿Sigues soñando?

—Siempre.

—Yo también sueño.

Cinco minutos después el tren volvía a emprender su carrera infernal y a las tres de la tarde se detenía en la estación de Quebec, la capital de Canadá.

Apenas salieron del compartimiento, un hombre que gritaba "¡Señor Jacob Holker" entró en la galería trayendo dos enormes valijas.

—Soy yo —respondió el sobrino político de Toby, yendo a su encuentro—. ¿Usted trabaja para el señor Wass?

—Sí, señor.

—Las valijas deben contener la ropa para un paseo por el Polo.

—Entonces es justamente la persona que buscaba. Recibimos su telegrama hace dos horas desde Buffalo.

Holker pagó el importe sin regatear; después condujo a sus amigos al restaurante de la estación, también éste un bar automático, que les sirvió cerveza y licores.

—Tenemos diez minutos para tomar el tren glacial —dijo—. Aprovechemos para calentarnos el estómago con un poco de caper—brandy.

Efectivamente, diez minutos después los tres amigos ocupaban sus lugares en un compartimiento del tren del Labrador, en dirección al cabo Wolstenholme, en el estrecho del Hudson, y partían a una velocidad de doscientos kilómetros por hora.

—¿Cuándo llegaremos a las costas del océano Ártico? —preguntó Brandok.

—A las cinco de la mañana —respondió Holker.

—¿Encontraremos algún hotel allí?

—Y también una buena cama.

—¿Entre los hielos?

—El cabo Wolstenholme es una estación veraniega, muy frecuentada en los meses de junio, julio y también agosto, al igual que la de Spitzberg.

—¡Spitzberg! —exclamó Toby.

—¿Por qué se asombra, tío?

—Porque en nuestra época aquella gran isla del océano Ártico no era frecuentada más que por osos blancos y cazadores de focas y ballenas.

—Hoy se ha vuelto la Suiza de Europa —respondió Holker—. Entre aquellas montañas se encuentran hoteles que no tienen nada que envidiarles a los de Nueva York. ¡Verán qué maravillas!

—¿Pasaremos por allí?

—Sí, cuando volvamos, ya que el túnel polar desemboca justamente en esa isla.

—¡Qué cosas nos cuentas!

—¡Ya verán!... ¡Ya verán!... Estamos en el 2000, mis queridos amigos, y ya no en los lejanos tiempos de 1900.

—¿Y hay todavía esquimales en las regiones polares? —preguntó Brandok.

—Algunos miles solamente; las otras tribus desaparecieron casi completamente.

—¿Por qué razón?

—Como consecuencia de la destrucción de las ballenas y las focas que constituían su alimentación. —¿Murieron de hambre?

—Sí, señor Brandok.

—No obstante, me había dicho que hay una numerosa colonia polar.

—Sí, es verdad, pero está constituida por anarquistas, confinados allá para que no turben la paz del mundo.

—¿Y cómo viven?

—Los peces todavía abundan más allá del círculo polar, y además los gobiernos americanos y europeos les suministran víveres, a condición de que no dejen los hielos.

—¿Les está prohibido volver a Europa y a América?

—¡Y también al Asia!

—¿Y el mundo volvió a la tranquilidad después de su expulsión?

—Bastante —respondió Holker.

—¿Y en la colonia polar reina la calma?

—Obligados a pescar y a cazar incesantemente, ya no tienen tiempo de ocuparse de sus peligrosas teorías: de esa forma reina la paz y cierta concordia.

—¿Se habían vuelto numerosos en estos cien años? —preguntó Toby.

—Sí, y también muy peligrosos. Ahora ya no son de temer, habiendo sido relegados con sus familias al Polo Norte, y en las ciudades submarinas. ¡Oh!, ya no volverán a inquietar a la humanidad.

—Y, sin embargo, el despacho de aquel periódico desmiente lo que usted acaba de afirmar —observó Brandok.

—Eso ha sido pura casualidad. Y además ya saben cómo han sido tratados por los bomberos españoles. Unos pocos chorros de agua electrificada a gran voltaje y todo terminó.

¡Por Dios!... El mundo tiene derecho a vivir y trabajar tranquilamente sin ser perturbado. Al que molesta se lo manda al reino de las tinieblas, y les aseguro que nadie lo lamenta.

—Una especie de justicia turca —dijo Brandok riendo.

—Llámela como quiera; todos la aprueban, y la seguirán aprobando en el porvenir.

Mientras pasaba el tiempo, el tren corría dentro del tubo de acero a una velocidad asombrosa, atravesando los gélidos territorios del Labrador.

Avanzado el otoño, la nieve ya debía haber cubierto aquellas tierras desde hacía algunos meses con un estrato considerable, y afuera el frío debía ser intensísimo, aunque los pasajeros ni lo notaban.

Por otra parte, bastaba la lámpara de radium para expandir en los compartimientos un calor moderado, que se podía aumentar a voluntad.

A las ocho de la noche el tren se detenía en la estación de Mississinny, levantada a orillas del lago homónimo.

Apenas se abrieron las puertas de acero de los compartimientos y de los coches, algunos hombres se presentaron a los pasajeros llevando tazas humeantes de caldo, pescados hervidos y fritos, puddings, licores y té.

—Hubiera preferido cenar en el restaurante de la estación —dijo Brandok.

—Aquí estamos mejor —observó Holker—. Afuera hace un frío de perros. ¿Cuántos grados? —preguntó al camarero que había traído la cena.

—Quince bajo cero, señor —respondió el interrogado—. El invierno se anuncia durísimo este año y el lago ya está completamente helado desde hace tres semanas.

—¿Y el océano?

—Todo el estrecho está recorrido por masas enormes de hielo.

—¿Funciona todavía el barco—tranvía?

—Hasta las costas de Baffin.

—¿Qué noticias del túnel?

—Está más sólido que nunca. Este año tampoco se ha manifestado grieta alguna. Buen viaje, señores, el tren vuelve a partir.

Dejó las viandas en unas repisas que se encontraban cerca de los sillones y salió rápidamente. Segundos después las puertas de los compartimientos y los coches se cerraron, y el tren, aspirado por un lado y empujado por otro, volvió a emprender su marcha.

—Cenemos, démonos un aseo polar y después tratemos de dormir. Hasta las cinco de la mañana no seremos molestados.

—¿Y después cambiaremos de tren? —preguntó Toby.

—Sí, para tomar el barco—tranvía —respondió Holker.

—¿Qué es eso?

—Mañana lo verá, tío. Ése también es un hermoso y cómodo invento. Cenemos.

VIII
EL BARCO—TRANVÍA

A las cinco de la mañana los tres amigos, que después de haberse puesto los pesados trajes de los viajeros polares se habían dormido, fueron despertados por los gritos de los empleados ferroviarios de la estación de Wolstenholme.

—Holker fue el primero en abrir los ojos, diciéndoles a sus amigos:

—Estamos a orillas del océano Ártico y el barco—tranvía nos espera para atravesar el estrecho de Hudson. No tenemos tiempo que perder.

Tomaron sus equipajes, dejaron el cálido compartimiento y salieron al túnel de acero para entrar en la estación.

—Antes que nada, una buena taza de té con un vasito de whisky —dijo Holker entrando en una sala que servía de restaurante y que estaba espléndidamente iluminada por una gran lámpara de radium—. Debe hacer mucho frío afuera.

Una vez calentado el estómago, dejaron la estación seguidos de otros ocho o diez viajeros, en su mayor parte ingleses y alemanes que también se dirigían al Polo.

Todavía era de noche, pero numerosas lámparas de radium iluminaban las calles del pequeño pueblo construido a orillas del océano Polar, y el frío era intensísimo.

La nieve lo cubría todo, y debía tener un espesor considerable.

—¿Quién habita este país de lobos? —preguntó Brandok, metido dentro de un amplio abrigo de piel de oso negro.

—Hay tres o cuatro docenas de pescadores canadienses —respondió Holker—. Todos los intentos por colonizar estas vastas tierras fueron vanos. Y esto es una verdadera lástima, porque aquí no faltaría espacio para levantar ciudades gigantescas.

—Y plantar repollos y sembrar grano —dijo Brandok, riendo.

—Todo nace y madura aquí, a pesar del frío.

—¿Y cómo pudieron lograr esos milagros?

—Proyectando sobre las plantas y el terreno un continuo rayo de luz de radium —respondió Holker—. Las papas se cultivan bien y los hongos crecen en los sótanos de las casas. —¡Recoger hongos en el círculo Polar Ártico! ¡Ésa sí que es buena! ¿Qué dirían Franklin y Ross si volviesen a la vida? En ese momento un silbido agudo resonó a poca distancia y un torrente de luz se proyectó sobre la pequeña columna que era guiada por un empleado ferroviario.

—¿Qué es? —preguntó Toby.

—Es el barco—tranvía que nos llama —respondió Holker.

—¿Me explicarás qué es este barco—tranvía? ¿Es un piróscafo o un carruaje que viaja por tierra? —Lo uno y lo otro, tío —dijo Holker.

—¿Otra invención diabólica?

—Sí, pero muy práctica.

Apuraron el paso y después de algunos minutos se encontraron a orillas del océano Ártico.

En el extremo de un puente de madera iluminado por varias lámparas descubrieron un gran barco rematado por un solo mástil, en cuya punta brillaba una gran pelota de radium que lanzaba en todas direcciones haces de luz brillantísimos, ligeramente azules.

Muchos hombres, cubiertos por abrigos de piel que los hacían parecerse a osos polares, estaban alineados a lo largo de los costados del barco, y sostenían en las manos largas lanzas con puntas de acero.

—¿Son soldados polares? —preguntó Brandok.

—Marineros —respondió Holker.

—¿Para qué tienen esas lanzas?

—Para alejar los hielos que se acercan al barco. Habrá muchos durante el viaje.

—¿Y adónde nos llevará este barco?

—Hasta la tierra de Baffin, más allá del lago Nettelling.

—Mi querido sobrino —dijo Toby—, en nuestros tiempos ese lago se encontraba en el corazón de la isla.

—Y ahora también, tío.

—Entonces este barco no podrá llevarnos hasta allá, a menos que tenga ruedas que lo conduzcan.

—¿Y si así fuera? ¿Si este maravilloso barco pudiese al mismo tiempo navegar y también correr sobre la tierra, como un simple automóvil?

—Amigo James, ¿qué me dices de este nuevo invento? —preguntó Toby.

—Que terminaré por no sorprenderme de nada, ni aunque encontrara mares transformados en campos fértiles —respondió Brandok.

Llegados al extremo del puente subieron al piróscafo, cortésmente saludados por el capitán y por sus dos oficiales.

Era una hermosa nave, de costados redondeados para evitar mejor la presión de los hielos, de treinta metros de largo, que tenía en medio una galería bien iluminada, formada por vidrios de gran espesor, para defender a los viajeros de las dentelladas del viento polar, sin impedirles ver lo que sucedía en el exterior.

Brandok, Toby y Holker tomaron asiento en la proa, bajo la galería, seguidos por los demás pasajeros.

La puerta se cerró, la máquina lanzó un silbido agudo y el barco se puso en movimiento a velocidad moderada, mientras sus hombres, que se encontraban fuera de la galería, subían a la cubierta sumergiendo en el agua sus lanzas de punta de acero.

El estrecho de Hudson, que separa el territorio del Labrador de la gran isla de Baffin, estaba lleno de hielos que intentaban volver a soldarse.

Se veían montañas flotantes que iban a la deriva empujadas por el viento polar y también muchos bancos poblados de una gran cantidad de aves marinas.

Bajo los haces de luz de la potente lámpara de radium que brillaba en la punta del palo, los hielos centelleaban y producían un efecto sorprendente, maravilloso. El barco, guiado hábilmente, se mantenía a distancia de aquellos peligrosos obstáculos.

A veces disminuía su velocidad y, al encontrar un espacio libre o un canal, volvía a aumentarla considerablemente. A veces embestía los bancos con su espolón y los trituraba con unos brazos de acero dotados de dientes como los de las sierras que estaban a ambos lados de la proa, y en pocos instantes desmenuzaban las masas de hielo.

—¡Una verdadera nave para hielo! —exclamó Brandok, que miraba con cierta curiosidad—. ¡Qué hermosos inventos!

—¿Y cuando lo vean subir a la playa y correr por los campos de hielo de la tierra de Baffin como un inmenso vehículo? —dijo Holker.

—Esto es increíble y nadie en nuestros tiempos hubiera osado creer que iba a poder transformar una nave en un tranvía —observó Toby.

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