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Authors: Betina González

Tags: #Drama

Las poseídas (4 page)

BOOK: Las poseídas
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Tardé unos minutos en darme cuenta de que debajo del alero del próximo edificio, que los árboles ocultaban parcialmente, había tres cadetes muy jóvenes. Marisol no había necesitado verlos. Su cuerpo los había registrado automáticamente. Estoy segura de que en ese momento se felicitó de haberme arrastrado como cronista de su triunfo. La escena no hubiera sido la misma sin mi presencia.

La Reina apartó el pelo de su cara, redujo la velocidad de sus pasos y me dirigió la única sonrisa cómplice de nuestras vidas. En ese momento no importaba que yo me llamara López y no María Esperanza, Adriana o Silvina. Lo peor es que López, bien metida en su traje de abeja obrera independiente y muy a pesar de sí misma, casi saltó de felicidad ante la migaja.

—¿Están perdidas, chicas? —El que habló era el más alto. Serio, rubio y correctísimo. Antes, su compañero, bajo, moreno y más musculoso, le había hecho unas señas al tercero, cuya único rasgo distintivo era un bigote ridículo en una cara que no podía tener más de diecinueve años.

—Para siempre —contestó Marisol.

Yo apenas pude creer lo que oía. La réplica también tomó por sorpresa a los tres cadetes, que tardaron en reírse. Lo hicieron sólo con los ojos (seguramente el protocolo se lo prohibía). Hacía calor, pero se veían impecables en sus gruesos uniformes azules con ribetes colorados. Despedían un olor a colonia antigua, como la que usaba mi abuelo. Vi que el del bigote no apartaba la vista de la línea donde el elástico de las medias me engrosaba las rodillas.

Marisol trató de corregir el avance anterior y ensayó una estrategia intermedia. Los pájaros le parecieron lo suficientemente tontos o femeninos y decidió utilizarlos. No estábamos muy lejos del Palomar, dijo, y ella siempre había querido verlo por dentro. Era una pena que no lo incluyeran en las excursiones. La punta de su lengua apareció por un segundo para mojar sus labios mientras pensaba las próximas frases. Ahora ninguno de los tres podía apartar los ojos del lugar donde el apéndice rosado había dejado su huella y que reclamaba con urgencia más palabras. Ella hizo una pausa satisfecha, los miró con toda su verde efervescencia y continuó. Su tatarabuelo alguna vez lo había visitado, recitó (y, otra vez, yo no fui la única sorprendida), mucho antes de que el edificio fuera parte del Colegio Militar, cuando las palomas eran exhibidas y veneradas como símbolo del poder económico de su dueño. No sólo en Buenos Aires sino en muchas otras ciudades del mundo, tener palomas te hacía una persona respetable, como si Dios te sonriera con miles de emisarios del Espíritu Santo. En este punto, para remarcar el paralelismo, la Reina también sonrió (hay que reconocer que no sólo de peróxido de hidrógeno estaba hecha su belleza). Los cadetes la miraron con desconfianza de entendidos. Acabaron aceptando el juego. El más bajo, que parecía ser el que tomaba las decisiones, aclaró que el edificio no estaba incluido en la visita porque lo estaban restaurando, pero que podían acompañarnos al sector que estaba habilitado. Fue a mí y no a Marisol a quien dirigió esa explicación tan educada.

Caminamos todos juntos. No unos detrás de otros sino los cinco en la misma línea, como si avanzáramos en un frente de batalla. Yo no había dicho nada pero mi cuerpo ya se iba desperezando. Un miedo alerta empezó a aligerarme las piernas. Cuando llegamos a la fortaleza circular, el miedo estalló en pura electricidad al contacto con la mano del cadete moreno, que me detuvo para que sus compañeros y Marisol entraran primero.

Adentro estaba oscuro, pero pude ver cómo ella se dejaba conducir alrededor de la circunferencia entre risas y explicaciones acerca de las armas que se guardaban en esa especie de depósito. Mi guía señaló una escalera y dijo algo estúpido como «Las palomas están arriba». Por el tono severo de su voz y su efecto instantáneo en esos pliegues que mi cuerpo ni sabía que tenía, comprendí que estaba frente al Perfecto Desconocido.

Obedecí.

Subí los escalones anticipando en cada paso el momento en el que él iba a agarrarme del cuello o de la cintura. Pero eso no pasó. Esperó a que estuviéramos en el último piso. Por ahí pensó que yo de verdad necesitaba oír el gorjeo de las palomas o preveía que los listones de madera que bordeaban esa especie de santuario maloliente serían un mejor punto de apoyo para el ejercicio. Ya no tuve tiempo de pensar. Antes de que pudiera decir nada, antes de que acabara de comprobar que la única luz que se filtraba lo hacía a través de los nidos de ladrillos, su boca ya estaba en la mía, sus manos sujetándome la cabeza, presionando los pulgares cerca de mis oídos como si quisiera penetrarme también por ahí mientras su cuerpo probaba distintas zonas de frotación (mis muslos, el hueso de mi cadera, mi mano demasiado tímida) para su pija ya endurecida hasta encontrar el hueco que mejor se le ajustaba.

Lo ayudé a desabrocharse el cinturón del uniforme que lo «ceñía a Dios en el cumplimiento de sus mandamientos y a la Patria en la obediencia y subordinación para su defensa». La gorra, «símbolo de la pureza de los pensamientos», la había perdido hacía rato. Los siete botones dorados que representaban a los Sacramentos me demoraron unos segundos que él invirtió en liberarme las tetas de la triple prisión de la túnica, el corpiño y la camisa.

Traté de no mirar sus calzoncillos blancos con pintas azules. Por primera vez en mi vida cerré los dedos sobre un «miembro masculino». Supe qué hacer pero él no estaba demasiado interesado en los preliminares. Se metió dos dedos en la boca, corrió mi bombacha con la otra mano y me los metió lo más adentro que pudo. Supongo que estaría comprobando la calidad de la mercancía (o por ahí ésa era su idea de la lubricación que requería una virgencita) porque sonrió satisfecho al comprobar la resistencia inusual de esas membranas que se tragaban sus dedos pero a la vez los repelían. También le gustó que yo frunciera mi cara con un dolor más o menos genuino. Lancé un gritito involuntario y él sacó y volvió a meter los dedos varias veces. Dijo algunas porquerías en mi oído. Al sacar los dedos había arañado mi clítoris lo suficiente como para que esta vez mi gemido fuera un poco más alentador, más parecido a los de las películas. Las palomas se agitaron, alguien comenzó a subir por la escalera y hubo un batido conjunto de alas cuando él me levantó con todo el cuerpo y yo crucé las piernas por detrás de su espalda. Pareció que íbamos a caernos pero no, pegué la cara a su hombro y mordí con todas mis fuerzas su piel oscura mientras me dejaba resbalar hasta su verga. Después, el divino dolor hizo lo suyo.

Sólo me resta decir que no, no fue como una mazorca, ni como un miembro pulsante, ni mucho menos como un palo enjabonado, todas imágenes absurdas que sólo se encuentran en los libros. En lugar de sentirme llena o completa, en lugar de dejar de ser una concavidad eterna y defectuosa, como me lo habían anticipado en tantas páginas, sólo me confirmé perfectamente vacía. Así que a eso se refería la gente con tanto secreteo alrededor de la Gran Pija. Al silencio. A ese vacío dulce, exterminador en el que María de la Cruz López finalmente desaparecía.

La cabeza de Marisol apareció en las escaleras cuando yo todavía no acababa de abrocharme la túnica. Él ya estaba vestido (la educación castrense lo habría entrenado en el dominio de hojuelas, hebillas y botones). Fumaba parado en el centro del mirador. Parecía más bajo, ahora que el uniforme disimulaba la potencia de sus músculos. Cuando vio a Marisol dudar, parada en los últimos escalones, se me acercó y me dio un beso en la boca. Después, con la misma voz de mando de antes, nos ordenó bajar las escaleras.

Fue todo lo que Marisol necesitó. En su cara se mezclaron el asombro y un disgusto nuevos. López había ido demasiado lejos. López no conocía las reglas o no le importaban. Mientras ella y el cadete rubio no habían llegado más que a algunos besos, risitas y un número de teléfono falso anotado en un papelito, López no solamente lo había hecho con un desconocido en un lugar inmundo; había hecho algo mil veces peor: había cogido con un milico.

3

En el camino de vuelta, Marisol intentó convencerme de que los cadetes habían hecho una apuesta ni bien nos habían visto salir del edificio del museo. Parece que el mío se jactaba de reconocer y coleccionar vírgenes. Supongo que con esto Marisol pretendía disminuir el tamaño de mi conquista. A mí no me importó. Le dije que yo venía apostando al Perfecto Desconocido desde hacía meses. Me parecía justo que él hubiera hecho lo mismo con una virgen del conurbano. Los dos habíamos ganado. No veía cuál era el problema. Aunque fuera fornicación.

Porque Marisol tenía muy claro que si había amor de por medio, si una se acostaba con el novio de toda la vida, Dios te perdonaba.

Además, estaba el tema del orgasmo. Dios no te lo regalaba así nomás. Había que ganárselo. Claro que no lo dijo con esas palabras, no dijo que Dios te regalaba los orgasmos. Pero más o menos. En todo caso, en lo que dijo estaba la idea de que el placer dependía del bien. Para asegurarme de que las dos hablábamos de lo mismo, le pregunté cómo se sentía. «Es como caerte por un pozo. Todo se pone negro. Pero nunca terminás de caer. Es como caer para arriba.»

Estaba claro que eso no me había pasado. ¿O sí?

«La primera vez es muy difícil que te pase», dijo ella con ojos soñadores. «Más si el tipo no te conoce. ¿Cómo va a saber lo que te gusta?»

Supe que era mejor no cuestionar las opiniones de la Reina. Explicarme hubiera requerido que yo fuera consciente de mis motivos, de esa urgencia que vivía dentro de mí, de ese peso que a la vez era levedad y que yo sólo percibía como la necesidad de dejarme abandonada en una esquina. De acabar con todo. Empezando por el amor, esa telaraña con la que Dios supuestamente nos envolvía. Y como hablar —verdaderamente hablar— es imposible a los quince años, decidí quedarme callada.

Hice votos de silencio.

Hasta que llegó Felisa.

Porque ella fue antes que nada la posibilidad de la palabra.

Unos días después del incidente en la clase de miss Evans, la encontré en los baños del quinto piso. Esa parte del colegio estaba destinada a los dormitorios de las monjas, pero como la congregación disminuía año a año, había muchas habitaciones en desuso, algunas eran depósito de muebles e imágenes descascaradas, otras, celdas de oración. Durante el día, nadie andaba por ese sector. Al igual que el campanario de la capilla, era zona de Marcelina. Su fantasma prefería las alturas. Por eso mismo, yo pasaba ahí gran parte del recreo, donde sabía que nadie me molestaría. Me sentaba a leer en el antepecho de la ventana que se abría sobre el patio mayor. Abajo, las clarisas hormigueaban sus treinta minutos diarios de libertad. A veces ni siquiera leía. Solamente me quedaba mirándolas. Todas se veían iguales: puntos azules y lejanos a los que solamente la risa humanizaba.

Felisa estaba sentada sobre la tapa del inodoro del último cubículo. Ni siquiera había cerrado la puerta. Tenía un cigarrillo encendido pero en ese momento no fumaba, sus ojos estaban fijos en la pared. Al verme hizo una señal para que entrara, como si hubiéramos arreglado una cita o el baño fuera una especie de confesonario. Me quedé parada en la puerta, pero ella tiró de mi brazo hasta poner mis ojos a la altura de los suyos.

En lugar de las frases de siempre, que resumían la especialidad sexual de alguna clarisa o su amor constante más allá de la muerte por el chico de turno; en lugar de historias de embarazos imprevistos, abortos y pedidos de consejo sobre el himen, la menstruación o el punto g, en la pared de ese cubículo había grabadas tres frases que yo conocía demasiado bien: «el lenguaje de la cruz es locura»; «los miembros más viles son los más necesarios»; «ser joven es no poseerse a sí mismo». Sonaban lo suficientemente inocentes. Tal vez por eso las monjas no las habían borrado, como ocurría todos los años en diciembre, cuando nos obligaban a venir por las tardes para blanquear la muralla exterior y las puertas y paredes de los baños. Sí, el colegio estaba sitiado desde dentro y desde fuera por esa plaga de grafitis que las monjas no sabían cómo combatir. En un intento por canalizar la grafomanía de las estudiantes, un año habían puesto en cada salón una pared de opiniones, cuatro metros cuadrados de papel afiche en donde teníamos permitido escribir lo que quisiéramos. Tuvieron que quitarlos cuando comprobaron el nivel de las rimas, insultos e indecencias del que éramos capaces. Era preferible que eso siguiera ocurriendo naturalmente en la oscuridad, entre el misterio de los movimientos corporales, la protesta de los caños y el goteo sedante de las canillas.

Como en cualquier institución disciplinar, en el colegio también la mierda se segregaba. Las monjas tenían sus propios baños, paraísos de cal y amoníaco en teoría ágrafos e impolutos, cerrados con llave o perdidos en los laberintos de los dormitorios a los que nosotras no teníamos acceso. A los baños del colegio no entraban, aunque sospecharan de las actividades que acogían. A lo sumo, si olían un cigarrillo o dos chicas se demoraban más de lo necesario, alguna de las monjas más viejas se paraba en la puerta y gritaba sus nombres, amedrentada por el espectáculo que vería con tan sólo cruzar el umbral de ese recinto que repelía al espíritu y burlaba su vigilancia.

En esa zona franca, cualquier cosa podía pasar. Incluso la visita de Marcelina, pues una de las actividades predilectas del fantasma era jugar con los inodoros. Sin duda, eso decía mucho de la obsesión de las clarisas por los baños, que, aparentemente, se remontaba a principios de siglo, cuando Marcelina era una huérfana más a cargo de las Hermanas de la Caridad. No una más. Era el objeto de todas las penitencias y de todas las humillaciones porque juraba que la Virgen se le aparecía en el baño. Un total de treinta y tres veces había visto Marcelina a la Madre celestial, vestida de oro y negro, sentada sobre los piletones de lata o merodeando por los inodoros. No sólo la había visto. También había hablado con ella; diálogos extensos e incoherentes, llenos de digresiones que la huérfana copiaba en un cuaderno de tapas duras. Las monjas habían hecho lo posible por silenciarla. Primero, le dijeron que todo era obra de su imaginación. Le sugirieron que no pensara tanto en los misterios de Dios, que, evidentemente, su mente de once años no estaba lista para esas cavilaciones. Cuando Marcelina persistió, le prohibieron ir sola al baño. Debía hacerlo acompañada de una monja o de otras niñas. Pero la Divina Madre se las ingenió para que Marcelina burlara la vigilancia de sus acompañantes. Entonces, intentaron convencerla de que era el demonio quien hablaba con ella todas las noches en el baño. Cualquiera se daba cuenta de que ése no era un sitio apropiado para las cosas del Señor, mucho menos para una manifestación mariana. Pero no pudieron convencerla. Marcelina le dijo a la madre superiora que cuando su exégesis estuviera lista, cuando la Virgen acabara de dictarle Su mensaje, todo el mundo lo recibiría con los brazos abiertos. Porque era un mensaje de alegría, no de temor, un mensaje que restauraba la unidad humana, que nos devolvía a la humildad del mundo animal, que acababa con siglos de malentendidos, de penitencias y privaciones. La arrogancia de la huérfana, que las monjas habían recogido de bebé, casi ahogada en una bolsa de arpillera, dejó muda de furia a la directora. Era claro que la niña ya había comerciado con la Sombra. Estaba perdida. «Aun la primera edad de la infancia no está libre de pecados.»

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