Las señoritas de escasos medios (13 page)

BOOK: Las señoritas de escasos medios
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—¡La escalera de incendios!

Pauline Fox echó a correr tras ella y todas las siguieron por los pasillos de la segunda planta y escaleras arriba hacia el pasadizo del tercer piso, donde siempre estuvo la salida de emergencia. Pero al llegar vieron que el fondo de la tercera planta parecía una especie de trampolín sobre el cielo de la noche, pues el muro se había desmoronado llevándose por delante la escalera de incendios. Las diez mujeres, apiñadas ante el enorme agujero, oyeron caer los fragmentos de escayola que rellenaba las grietas entre los ladrillos. Como ninguna de ellas acababa de creérselo, buscaron con la mirada la escalera de incendios. Del jardín les llegaban los gritos de los bomberos. Y de la azotea les llegaban voces, hasta que el vozarrón de un bombero les dijo claramente que se echaran atrás, no fuera a ser que el suelo donde estaban se viniera abajo.

—Avancen hacia el piso superior —les ordenó la voz.

—Jack se preguntará qué me ha pasado —dijo Pau— line Fox.

Ella fue la primera en subir por las escaleras de atrás y llegar a los aseos donde Anne, Selina, Jane y Tilly habían logrado ponerse en pie, ya algo más tranquilas, pues al menos sabían que aquello era un incendio. Selina se estaba quitando la falda. Sobre sus cabezas, en mitad del techo abuhardillado, se veía el enorme contorno de la vieja claraboya clausurada. Tras ese gran cuadrado sonaba el estruendo de las voces de los bomberos, del roce de las escaleras de mano que arrastraban por la azotea y de los golpetazos que daban a los ladrillos. Querían hallar el modo de atravesar la claraboya para rescatar a las chicas, que alzaban su mirada esperanzada hacia el cuadrado del techo.

—¿Es que no se puede abrir? —dijo Tilly.

Nadie le contestó, porque las chicas del club tenían la respuesta clarísima. Todas se sabían de memoria la heroica leyenda del hombre que entró por la claraboya y, según decían, acabó en la cama de una chica, donde les descubrieron a los dos.

Selina se había subido a la tapa del retrete, desde donde saltó hacia el ventanuco con un ágil movimiento en diagonal, y salió a la azotea. En ese momento había trece mujeres en el cuarto de baño, todas con la tensa actitud del animal ante el peligro, atentas a las siguientes instrucciones del megáfono del tejado.

Anne Baberton siguió a Selina por el ventanuco, no sin cierta dificultad, porque estaba nerviosa. Pero por el hueco aparecieron dos manos masculinas dispuestas a ayudarla. Tilly Throvis-Mew se echó a llorar. Pauline Fox se quitó precipitadamente el vestido y la ropa interior, hasta quedar completamente desnuda. Tenía un cuerpo raquítico. Podría haber pasado por el ventanuco completamente vestida, pero salió desnuda como un pez.

La única que lloraba desconsolada era Tilly, aunque todas las demás estaban temblando. Tras la parte inclinada del techo dejaron de oírse voces, porque los bomberos habían dejado de investigar la claraboya del tejado abuhardillado y estaban otra vez en la parte plana. Del otro lado del ventanuco llegaba el ruido de los hombres andando y moviéndose por la azotea donde Selina había pasado el verano con Nicholas, envueltos en las alfombras y mirando la constelación del Carro, la única vista del centro de Londres que todavía conservaba su estado original.

Las once mujeres que seguían en el cuarto de baño oyeron por el ventanuco la voz de un bombero mezclada con las instrucciones simultáneas que daba el jefe a sus hombres por el megáfono.

—Quedaos donde estáis —dijo el hombre de la ventana—. No tengáis miedo. Nos van a traer unas herramientas para romper los ladrillos de la claraboya. No tardaremos mucho. Es cuestión de tiempo. Estamos haciendo todo lo posible para sacaros. Seguid donde estáis. No tengáis miedo —repitió—. Es cuestión de tiempo.

La cuestión del tiempo alcanzaba por fin su merecida relevancia en la vida de las once mujeres atrapadas.

Habían pasado veintiocho minutos desde que estalló la bomba en el jardín. Nada más comenzar el incendio, Felix Dobell se unió a Nicholas Farringdon en la azotea. Entre los dos ayudaron a las tres chicas delgadas a salir por el ventanuco. Después envolvieron a Anne y a la desnuda Pauline Fox en las dos alfombras de uso variable y las metieron por la trampilla del tejado del hotel contiguo, cuyas ventanas traseras se habían roto por el efecto de la bomba. En medio del caos que se había desatado, a Nicholas le impresionó por unos segundos el hecho de que Selina permitiera a las otras chicas usar sus alfombras. Entretanto, ella estaba de pie en la azotea, temblando como un corzo herido, pero con su encanto habitual intacto, pese a que solo llevaba una combinación blanca y estaba descalza. Nicholas pensó que si Selina se había quedado arriba, tenía que ser por él, puesto que Felix había bajado con las otras dos chicas para acompañarlas a las ambulancias donde les iban a administrar los primeros auxilios. Pese a todo, dejó a Selina sola en la azotea del hotel, perdida en sus pensamientos, y regresó al ventanuco del club para ver por sí mismo si alguna de las chicas que quedaban dentro era lo bastante delgada para salir por el estrecho hueco. Según los bomberos, el edificio podía venirse abajo durante los siguientes veinte minutos.

Mientras Nicholas se encaminaba hacia el ventanuco, Selina pasó silenciosamente a su lado y volvió a subirse al tejado del club, poniendo las dos manos sobre el marco de la ventana.

—¿Qué haces? —dijo Nicholas—. Bájate de ahí.

Intentó agarrarla de los tobillos, pero ella se le adelantó y, tras quedarse agazapada durante unos instantes sobre el marco del ventanuco, metió la cabeza por la abertura y entró de un salto en el cuarto de baño.

Al verla Nicholas pensó que debía de pretender rescatar a alguna de las chicas o ayudarlas a todas a salir por ese lugar.

—Ven aquí, Selina —gritó, subiéndose al tejado inclinado para asomar la cabeza hacia el interior—. Es peligroso. Tú no puedes hacer nada para ayudarlas.

Por lo que estaba viendo, Selina se había limitado a abrirse paso entre las chicas que quedaban abajo, que se apartaron sin oponer la menor resistencia. Estaban todas muy calladas, menos Tilly, que ahora sollozaba dando respingos, pero sin lágrimas en los ojos. En cuanto al resto de las chicas, tenían la cabeza vuelta hacia el rostro de Nicholas, mirándole con esa intensa expresión que produce el pánico.

—Ya vienen los hombres a abrir la claraboya —les dijo él—. Llegarán enseguida. ¿Creéis que alguna de vosotras podría salir por la ventana esta? Yo os puedo echar una mano… Pero daos prisa. Cuanto antes, mejor.

Joanna tenía en la mano una cinta de medir. En algún momento entre el descubrimiento de que la claraboya estaba clausurada y el inicio del rescate, Joanna se había puesto a registrar uno de los dormitorios de arriba, hasta dar con un metro para medir las caderas a las diez chicas que se habían quedado atrapadas con ella, incluidos los casos perdidos, para ver qué posibilidades tenían de poder salir por el ventanuco de dieciocho centímetros de anchura. El club entero sabía que 92,4 era la máxima medida de caderas que cabía por el ventanuco, pero como había que salir de lado y contoneando los hombros, el asunto dependía tanto del tamaño de los huesos de cada una como de las distintas texturas de la piel y la mayor o menor flexibilidad de los músculos, pues si unos cuerpos se amoldaban fácilmente, otros eran demasiado rígidos. A Tilly le sucedía precisamente esto último. Pero ninguna de las mujeres que quedaban en el piso de arriba, salvo ella, tenía una delgadez ni remotamente parecida a la de Selina, Anne y Pauline Fox. Algunas de ellas estaban simplemente rechonchas. Jane estaba gorda. Dorothy Markham, que en otros tiempos salía y entraba ágilmente por el ventanuco para tomar el sol en la azotea, estaba ahora embarazada de dos meses, cosa que había añadido casi tres centímetros a su tersa tripa. El empeño de Joanna de medirlas a todas había sido como uno de esos procedimientos científicos que se aplican en un caso perdido, pero al menos les proporcionó un entretenimiento que les calmó algo los nervios a todas.

—No tardarán mucho —les dijo Nicholas—. Ya vienen.

El escritor aún seguía asomado al ventanuco, con las manos agarradas al marco y las puntas de los pies clavadas en los ladrillos del muro. Al oír un ruido volvió la cabeza hacia el extremo de la azotea donde los hombres tenían puestas las escaleras del coche de bomberos. En ese momento, subían por ellas varios bomberos armados de picos, mientras otros cargaban con unas enormes taladradoras.

Una vez más, Nicholas se asomó al interior del aseo.

—Ahí están —les informó—. ¿Dónde se ha metido Selina? —preguntó.

A eso no le respondió nadie.

—Esa chica de ahí —dijo, señalando con un gesto de cabeza—. ¿No podría intentar salir por la ventana?

Se refería a Tilly.

—Ya lo ha intentado —dijo Jane—. Y se quedó atascada. Desde aquí se oye perfectamente el ruido del fuego al ir subiendo. La casa se va a caer de un momento a otro.

En ese preciso instante se empezó a oír el estrépito de los picos al aporrear el techo abuhardillado, pero no con el ritmo regular de las obras, sino con la desesperada prisa que les marcaba el inminente peligro. Era cuestión de tiempo que sonaran los silbatos y la voz del megáfono ordenara a los hombres abandonar el edificio antes de que se viniera abajo.

Apartándose de la ventana, Nicholas observó la situación desde fuera. En ese momento por el hueco apareció la cabeza de Tilly, que parecía dispuesta a hacer un segundo intento. Al verle la cara se dio cuenta de que era la chica que se había quedado atascada justo antes de la explosión, cuando le hicieron venir precisamente para sacarla a ella. Nicholas le dijo a gritos que se quitara de allí, no fuera a ser que volviera a quedarse atrapada otra vez, haciendo peligrar su más que probable rescate por la claraboya. Pero ella, envalentonada por lo angustioso de la situación, le dijo con voz chillona que estaba desesperada, como si quisiera escuchar su propia voz para darse ánimos. El caso es que al final triunfó en su empeño. Nicholas consiguió sacarla, rompiéndole uno de los huesos de la cadera durante la hazaña. Cuando, una vez fuera, la dejó tumbada en el suelo de la azotea, Tilly se desmayó.

Nicholas volvió a asomarse al ventanuco y vio que las chicas estaban todas calladas y temblorosas, apretujándose en torno a Joanna con los ojos alzados hacia la claraboya. Tras oírse un formidable crujido en la planta baja, la parte superior del aseo empezó a llenarse de humo. Por la puerta que daba al pasillo, Nicholas vio a Selina envuelta en una densa bruma. En los brazos llevaba algo alargado y lacio que abrazaba con mimo, aunque evidentemente pesaba poco. Por un momento, a Nicholas le pareció un cuerpo humano. Tras anunciarse con una tosecilla producida por el humo del pasillo, Selina se abrió paso entre las chicas. Todas ellas se quedaron mirándola, temblando por la prolongada tensión, pero sin la menor curiosidad hacia lo que había ido a buscar ni lo que llevaba en las manos. Por enésima vez Selina se subió al retrete y salió ágilmente por el hueco de la ventana, sacando después el misterioso objeto con un movimiento ligero y veloz. Ofreciéndole la mano, Nicholas la ayudó a bajar de un salto al suelo de la azotea. Una vez a salvo, Selina dijo:

—¿Estamos seguros aquí?

Pero no parecía demasiado preocupada, porque estaba escudriñando atentamente lo que había sacado del club, para ver en qué condiciones estaba. De nuevo, la compostura había resultado ser el equilibrio perfecto. El objeto misterioso era el traje de Schiaparelli, con la percha colgando como unos hombros con el cuello descabezado.

—¿Estamos seguros aquí? —repitió Selina.

—Ya no queda ningún sitio seguro —le dijo Nicholas.

Después, al reflexionar sobre esta fugaz escena, no lograría recordar si se había santiguado involuntariamente o no. Pero Felix Dobell, que había reaparecido en el tejado, se quedó mirándole asombrado y después contaría a quien quisiera oírle que Nicholas se había persignado porque era un hombre supersticioso y aquel era su modo de agradecer que Selina estuviera a salvo.

En cuanto a la pragmática Selina, ya corría veloz hacia la trampilla del hotel. Entretanto, Felix Dobell había tomado a Tilly en sus brazos, pues, aunque esta había recuperado el sentido, sus heridas le impedían andar. Caminando con paso lento hacia la trampilla del hotel, Felix Dobell veía avanzar a Selina con el vestido entre las manos, vuelto del revés para conservarlo bien.

Por el ventanuco salía ahora un sonido distinto, apenas audible debido al continuo chorreo del agua de la manguera, a los chasquidos de las vigas ardiendo en la parte inferior del edificio y, en la parte superior, al estruendo de los hombres que partían ladrillos con los picos. El sonido nuevo era un zumbido con altibajos, pero que se mantenía firme entre las desesperadas toses de las chicas medio ahogadas. Era Joanna recitando de memoria el misal de vísperas del día vigésimo séptimo, con los correspondientes responsos.

—Dígales a las de dentro que se aparten de la claraboya —ordenó la voz del megáfono—. Esto lo vamos a abrir de un momento a otro. Puede que los ladrillos que quedan caigan hacia dentro. Así que dígales a las chicas que se aparten de la claraboya.

Nicholas se volvió a encaramar al tejado. Pero las chicas de dentro, que ya habían oído las instrucciones, se estaban metiendo en el aseo más cercano al ventanuco, ignorando el rostro del hombre que aparecía en él continuamente. Como si Joanna las hubiera hipnotizado, se arremolinaban todas en torno a ella, que a su vez también parecía hipnotizada por las extrañas oraciones del día vigésimo séptimo del libro anglicano de los salmos, aplicables a prácticamente todos los tipos y condiciones de la vida humana en ese preciso momento del mundanal devenir, cuando los trabajadores londinenses volvían a casa arrastrando los pies por los senderos del parque, observando con curiosidad los coches de bomberos a lo lejos; cuando Rudi Bittesch estaba sentado en su piso de Saint John's Wood intentando, sin éxito, llamar a Jane al club para hablar con ella en privado; y cuando el partido laborista acababa de llegar al poder mientras en otras partes del mundo había gente durmiendo, haciendo cola para conseguir los víveres de su cartilla de racionamiento, tocando el tantán, protegiéndose de un bombardeo en un refugio, o montando en los coches de choque de una feria.

——Apartaos de la claraboya todo lo que podáis —gritó Nicholas—. Poneos aquí, debajo de la ventana pequeña.

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