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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Legado (2 page)

BOOK: Legado
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—Olmy —dijo, y se acercó flotando por la línea.

—Un momento.

—Hemos terminado aquí. Nos esperan fiestas, Olmy. Parranda y diversión... pero tú estás vinculado, ¿verdad?

Sacudí la cabeza con fastidio.

—Cuesta creer que algo tan enorme como Thistledown se pueda reducir a un punto —dije.

Ella escrutó las estrellas con una expresión que mezclaba la preocupación con el disgusto. Kerria Ap Kane había sido mi compañera en Defensa de la Vía desde el curso elemental; una buena amiga, aunque no precisamente un alma afín. Yo tenía pocas almas afines. Ni siquiera mi mujer vincular...

—Dame un minuto, Kerria.

—Quiero regresar. —Kerria se encogió de hombros—. De acuerdo. Un minuto. ¿Pero por qué mirar afuera?

Kerria nunca lo habría comprendido. Para ella ese asteroide, nuestra nave estelar, lo era todo, un mundo de infinitas oportunidades sociales: trabajo, amistades, incluso la muerte por Defensa de la Vía si era necesario. Las estrellas eran el exterior, el «lejano sur», y no significaban nada. Sólo la emocionaba la limitada infinitud de la Vía.

—Es bonita —comentó—. ¿Crees que alguna vez llegaremos a Van Brugh?

La estrella de Van Brugh, a cien años luz de distancia, había sido el objetivo original de Thistledown. Para la mayoría de la población naderita de la nave —incluida mi familia— era el sentido de nuestra existencia, un destino sagrado, y lo había sido durante setecientos años de viaje.

—¿Crees que podemos verla desde aquí?

—No —dije—. Este año es visible desde la mitad de la línea.

—Qué lástima —dijo Kerria, chasqueando la lengua.

Antiguamente, el cráter de diez kilómetros de diámetro del polo sur de Thistledown desviaba y dirigía las pulsaciones de los motores Beckmann. Los motores no se habían activado desde hacía cuatro siglos. Eché un último vistazo más allá del conducto, oteando la curva del hoyuelo del centro del cráter. Enormes y negros robots de muchas extremidades aguardaban en el borde, preparados desde horas antes para nuestra inspección.

—Está bien —dije a los robots—. Os podéis ir. —Apunté el repetidor y las máquinas retrocedieron, aferrando la cuesta redondeada con ganchos y zarpas, para regresar a sus deberes en la superficie del asteroide.

Descendimos por la línea del conducto, hacia el cruzatubos. Una oscuridad líquida cubría la oscura roca y la pared de metal. Más allá del cruzatubos se extendía la maciza dársena principal, un cilindro dentro del conducto diseñado para la contrarrotación y el acceso de los vehículos de carga. Decenas de kilómetros más al norte brillaba un punto de luz: la entrada de la primera cámara. Subimos al cruzatubos, presurizamos la estrecha cabina y nos quitamos el traje.

Kerria emitió una señal hacia la boca del conducto. Dos enormes puertas se deslizaron, cerrándose como fauces de labios negros, ocultando las estrellas.

—Limpio y despejado —dijo ella—. ¿De acuerdo?

—Limpio y despejado —respondí.

—¿De veras los generales creen que los jarts saldrán de la Vía y nos atacarán por la espalda? —preguntó Kerria jovialmente.

—Nos sorprendieron una vez. Podrían hacerlo de nuevo.

Kerria sonrió dubitativamente.

—¿Te dejo en la sexta cámara? —preguntó, elevando el vehículo.

—Primero debo hacer algunas cosas en Ciudad Thistledown.

—Siempre tan misterioso —dijo Kerria.

Ella no tenía ni idea de cuánto.

Nos dirigimos al norte por el túnel. Los kilómetros pasaban deprisa. La entrada de la primera cámara se ensanchó, y entramos en la brillante luz del tubo.

Con sus cincuenta kilómetros de diámetro y sus treinta de profundidad, la primera cámara parecía, después de mi reciente perspectiva interestelar, el interior de un gran tambor achatado. La lentitud de nuestro cruzatubos enfatizaba su verdadero tamaño.

Veinticinco kilómetros más abajo, las nubes cubrían el suelo de la cámara. La atmósfera de la cámara tenía un espesor de veinte kilómetros; un mar de fluido revestía el tambor. Vi que una pequeña tormenta se preparaba en el piso de arriba. Ninguna tormenta podía alcanzarnos en el eje, pues navegábamos en un vacío casi perfecto.

La primera cámara se mantenía casi desierta, en prevención de cualquier fisura en las paredes del asteroide, relativamente delgadas en su extremo sur.

Avanzamos por la luz del tubo, un cilindro traslúcido de plasma reluciente de cinco kilómetros de anchura y treinta de longitud entre el casquete de la cámara norte y el de la cámara sur. Podíamos ver rápidas pulsaciones de luz desde nuestra posición en el eje, pero en el suelo de la cámara el tubo presentaba un fulgor amarillento constante, día y noche. Así era en las seis primeras cámaras.

La séptima cámara era diferente.

El conducto parecía un pinchazo en la pared curva y gris.

—¿Paso a manual y entro? —preguntó Kerria, sonriendo burlona.

Le sonreí a mi vez, pero no respondí. Ella tenía habilidad suficiente para hacerlo. Había pilotado muchos tipos de nave por la Vía.

—Será mejor que me relaje —continuó, ante mi silencio—. Te niegas a dejar que me luzca. —Cruzó los brazos detrás de la nuca—. Además, ha sido un día largo, podría errar.

—Nunca yerras.

—Te equivocas.

La ley del Hexamon exigía dos inspecciones por año. Defensa de la Vía había elevado su número a cuatro por año, con especial énfasis en la seguridad de la sexta cámara, la inspección de las baterías de reserva en las frías paredes exteriores de la nave, y el mantenimiento del conducto sur y los monitores externos. Esta vez Kerria y yo habíamos recibido órdenes de inspeccionar el lejano sur. Luego teníamos treinta días libres, y Kerria se consideraba afortunada. El vigésimo quinto aniversario de la Vía acababa de empezar.

Pero a mí me aguardaba una tarea desagradable: la traición, la separación, la conclusión de relaciones en las que ya no creía pero de las que no estaba dispuesto a burlarme.

El casquete cubrió nuestra visión frontal y el segundo conducto nos engulló. A kilómetros de distancia, la entrada que conducía a la segunda ciudad, Alexandria, era otro punto brillante contra la opaca negrura del túnel.

—¿Ascensor? ¿O prefieres que descienda y te deje en alguna parte?

—Ascensor.

—Cielos —cloqueó Kerria—. ¿Malhumorado?

—Pareces una gallina.

—Jamás has visto una gallina viva. ¿Cómo puedes estar de mal humor con tanta libertad por delante?

—Aun así.

Entramos en la segunda cámara, del mismo tamaño que la primera, pero cubierta por la ciudad más antigua de Thistledown. Alexandria cubría dos tercios de la segunda cámara; tres mil cien kilómetros cuadrados de gloriosas torres blancas, doradas, broncíneas y verdes dispuestas en espirales y filas escalonadas, paredes de cubos negros y dorados, suntuosas esferas que se elevaban desde cunas macizas, también llenas de colores y habitantes. Entre la ciudad y el casquete sur se extendía un «río» azulado de un kilómetro de anchura y varios metros de profundidad, que fluía bajo los elegantes puentes colgantes dispuestos en los cuatro cuadrantes del suelo. En los diseños originales de Thistledown, los parques de la ribera no existían; en su lugar se había levantado una barrera de «lodo» cien metros más alta que la ribera opuesta para mitigar los efectos de la aceleración de la nave. Pero en los primeros días de la construcción de Thistledown, ese problema se había resuelto mediante la maquinaria de amortiguación inercial de la sexta cámara. La misma maquinaria había permitido que Konrad Korzenowski concibiera la creación de la Vía siglos después. El suelo de la cámara era llano, no curvo; el parque y el río formaban franjas verdes y azules en torno al extremo meridional de la cámara.

Parques y bosques cubrían los espacios abiertos que separaban los vecindarios. En parcelas diseminadas en torno a la ciudad, trabajaban robots que levantaban estructuras destinadas a absorber la creciente población. Thistledown era joven.

Al cabo de siete siglos, los habitantes del asteroide sumaban setenta y cinco millones. Al principio de la travesía eran cinco millones.

Kerria volvió a cloquear y sacudió la cabeza. Sobrevolamos Alexandria y entramos en el tercer conducto. Cerca de la abertura norte, Kerria redujo la velocidad y se aproximó a una entrada elevada. Un pasaje de transferencia se extendió hacia la puerta del cruzatubos y desembarqué. Saludé a Kerria y entré en el gran ascensor verde y plateado. El aire olía a humedad y a gente, el limpio pero inconfundible perfume humano de la ciudad donde yo había pasado dos años enteros de mi juventud.

—¿Te veré dentro de pocos días? —preguntó Kerria, mirándome con cierta preocupación.

—Sí.

—¡Ánimo!

Incliné la cabeza para despedirme.

Durante el descenso, ordené a mi uniforme que se convirtiera en ropa civil, vestimenta diurna estándar estilo uno, levemente formal. No quería llamar la atención como miembro de Defensa de la Vía, un puesto que no era común en la comunidad naderita.

El ascensor tardó nueve minutos en llegar al suelo de la cámara. Salí y recorrí el pasillo que conducía a la cámara.

Crucé el puente Shahrazad, escuchando el murmullo del poco profundo río Ra y el susurro de los miles de cintas rojas que ondeaban en los cables bajo la suave brisa del casquete sur. Este mes algún vecindario había escogido aquella decoración para el puente; otro mes tal vez estuviera repleto de robots diminutos y relucientes.

Ciudad Thistledown había sido construida durante los dos primeros siglos que siguieron a la partida de la nave estelar. Con sus cables concatenados que iban de un casquete al otro y de los que pendían esbeltos edificios blancos, parecía mucho más vasta que Alexandria. Era típicamente geshel. Aun así, en los conflictos más graves entre geshels y naderitas a bordo de la nave, después de la inauguración de la Vía, muchos naderitas conservadores y radicales habían tenido que abandonar sus hogares de Alexandria para instalarse en Ciudad Thistledown. Todavía existían importantes vecindarios naderitas cerca del casquete sur. También aquí había nuevas construcciones en proceso, con arcos paralelos a los casquetes, el más grande de los cuales estaba previsto que tuviera diez kilómetros de longitud.

Un breve paseo me llevó al alto edificio cilíndrico donde había pasado mi infancia. Atravesando pasillos redondos y bañados de luz, mientras mi silueta creaba y disolvía arcos aleatorios alrededor, regresé a nuestro viejo apartamento.

Mis padres estaban en Alexandria, para escapar de las celebraciones. Yo lo sabía antes de ir allí. Entré en el apartamento, cerré la puerta, me acerqué a las placas de memoria de la sala de estar.

Durante veinticuatro años yo había guardado un importante secreto, conocido por mí y tal vez por otra persona: el hombre, la mujer o criatura que había puesto al viejo amigo en este edificio sin pensar que un niño curioso podía toparse con él accidentalmente. Yo estaba ahí para visitar a un amigo que había muerto antes de mi nacimiento y cerciorarme de que todavía estaba oculto e intacto en su perfecto escondrijo.

Yo conocía —y también esa otra persona, estaba convencido— el lugar de reposo final del gran Konrad Korzenowski; no la tumba de su cuerpo, sino de lo que restaba de su personalidad después de que lo asesinaran naderitas radicales.

Me conecté con la memoria del edificio, usé un agente ratón para sortear centinelas personales, como había hecho décadas atrás y al menos una vez al año desde entonces, y penetré en la memoria encriptada.

Hola, dije.

La presencia se movió. Aun sin cuerpo parecía sonreír. Ya no era humano, pues habían destruido la mitad de su carácter, pero todavía podía interactuar y compartir cálidos recuerdos. Lo que restaba del gran Korzenowski era vulnerablemente cordial. Su cautela eliminada, su autoprotección destruida, no podía ser más que un amigo generoso y a veces brillante, ideal para un niño solitario e inseguro de sí mismo. Yo guardaba el secreto por un motivo: las personalidades dañadas no podían repararse, de acuerdo con la ley naderita. Si descubrían lo que restaba de Korzenowski, lo borrarían por completo.

Hola, Olmy, respondió. ¿Cómo está la Vía?

Una hora después crucé la ciudad para dirigirme a los vecindarios «progresistas» mixtos, de geshels y naderitas, frecuentados por estudiantes y defensores de la Vía. Allí, en mi pequeño apartamento, me conecté con la memoria de la ciudad, comuniqué al comandante del cuerpo los lugares donde planeaba estar en los próximos días y transformé mi uniforme mudable en ropa civil apropiada para la celebración: pantalones azules, chaleco pardo, chaqueta verde y botas ligeras.

Regresé a la estación de tren.

Al sumarme a la muchedumbre que aguardaba en el andén, busqué rostros conocidos y no encontré ninguno. Mis cuatro años de servicio de custodia contra los jarts en las fronteras extremas de la Vía, cuatro mil millones de kilómetros al norte de Thistledown, habían dado a mis conocidos geshels de la universidad tiempo para cambiar no sólo de pareja y filosofía, sino también de forma corporal. Si alguno de mis compañeros de estudios se encontraba entre la multitud, tal vez no lo reconociera. No esperaba encontrar a muchos defensores aquí.

Salvo por mis franjas azules de mapache en torno a los ojos, todavía era físicamente igual que hacía cuatro años. Arrogante y engreído, terco y a veces insensible, considerado brillante por muchos de mis pares y melancólico por muchos más, atractivo para las mujeres en ese extraño sentido en que las mujeres sienten atracción por quienes pueden causarles daño, hijo único de padres muy refinados, alabado con frecuencia y castigado raras veces, yo había llegado a los treinta años convencido de una valentía que rara vez había puesto a prueba, y aún más convencido de que el destino me deparaba pruebas más duras. Había abandonado la fe de mi padre y nunca había comprendido la fe de mi madre.

Thistledown, inmensa como era, parecía pequeña para mis ambiciones. Yo no me consideraba joven, y no me sentía en absoluto inexperto. A fin de cuentas, había servido cuatro años en Defensa de la Vía. Había participado en lo que en ese momento parecían importantes campañas contra los jarts.

Pero ahora, en medio de la multitud que celebraba las bodas de plata del enlace de Thistledown con la Vía, yo me sentía como una burbuja anónima en un arroyo, más pequeño de lo que me había sentido entre las estrellas. Lo que estaba a punto de hacer me producía consternación.

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